He aquí un interrogante: el gobierno implementa una reducción de la economía y un empeoramiento generalizado de los ingresos, sin embargo, no ve deteriorada su imagen sino que incluso la mejora. ¿Cómo explicar esto? Podría tratarse de cierta benevolencia ante un gobierno nuevo que aúna expectativas frente al desprestigio del Peronismo y de Cambiemos. O bien, que es percibido como receptor de una “herencia” frente a la cual no podía hacerse más que “esto”, y por eso no es responsable del daño social que está causando. En suma, que tras una década que (a muchos) decepcionó, por qué no apostar por lo nuevo. Pero, en estos casos, no conviene rastrear una única causa que explique el fenómeno, sino apuntar a una constelación de factores que puedan dar cuenta de su complejidad.

Los anteriores argumentos comparten una fundamental relación temporal, ligada al flamante inicio del gobierno y una buena imagen que no alcanzó su fecha de vencimiento. Sin embargo, nuestra pregunta no apunta a comprender sólo qué imagen tiene hoy el gobierno, sino también cómo llegó a ser gobierno. Consideremos pues otro factor. Uno perdurable en el tiempo que, además, puede contribuir a comprender el veloz ascenso político de Javier Milei: su modo de hacer política. Y respecto a eso, decimos: este gobierno es un mamarracho. Y en ello reside una de sus fortalezas, antes que una mera debilidad, porque esta cualidad hace de su política algo entretenido (a eso remite la etimología de “mamarracho”), capaz de brindar material siempre nuevo para noticieros y redes sociales, capaz también, de ocupar el centro de la escena.

Este carácter de mamarracho nos obliga a reaccionar. Pues, aun cuando sea para rechazarlo, ello ocurre como si nos arrastrara el remolino de la afirmación extravagante del día, ahogándonos. Así, el mamarracho se sitúa en el núcleo de nuestro propio discurso, obligados a reaccionar ante una corriente de trivialidades que se suceden unas a otras rápidamente, sin permitirnos detenernos a discutir en profundidad cada cuestión. Esta reacción obtura una acción propia con un sentido distinto, que se corra de lo dicho por el gobierno de Milei, y que no juegue conforme a sus reglas.

La cuestión de si este estilo surge de un intento consciente o es producto de improvisaciones y errores (consideramos que es un poco de ambas) pasa a un segundo plano, pues resulta significativo reparar en qué consecuencias, buscadas o no, produce. Por supuesto, no es la primera vez, en estos 40 años de democracia, que una figura política distrae o simplifica un problema para justificar sus posiciones, o inventa números, o afirma cosas inverosímiles, o simplemente miente descaradamente. Tampoco es la primera vez que se denigra y vitupera a quien piensa distinto. Nada de esto es “nuevo”, pero sí es una “novedad” la radicalidad extrema con que lo hace el gobierno actual, elevándolo a un sistema que golpea las bases mismas de la vida democrática.

Porque es tan mamarracho, resulta difícil “entrarle” a este gobierno, pues nos agotamos en reacciones que no accionan. Además, refutarlo con argumentos sólidos y evidencia empírica (por ejemplo, acerca de si las universidades son auditadas, de las cifras de su supuesto “déficit cero”, etc.) demanda aquella temporalidad distinta a la del mamarracho y que éste impide con su corriente sin fin de trivialidades. A principios de abril el escándalo pasajero fue el del Jumbo Bot, que “desnudó” la desesperación del gobierno por mostrar buenos datos de inflación sin siquiera cotejar la fuente. Hecho que permitiría criticar el carácter improvisado de funcionarios supuestamente doctos en economía, y por tanto, que deberían preguntarse cómo se construyen los datos que evalúan para invertir, asesorar, o en este caso, diseñar políticas públicas. ¿Pero quién se acuerda de eso cuando días después la cuestión “numérica” en discusión gira en torno a otro número incomprobable, pero, en este caso, de perros presidenciales?

A esto se agrega que su mismo carácter de mamarracho protege al gobierno ya que permite –a quien quiera apoyarlo– no tomárselo del todo en serio. Una suerte de espejo del “consumo irónico” promueve una recepción selectiva, por parte de quien soslaya las agresiones del Presidente, porque “bueno, él es así” y “eso no es para tomárselo en serio”. Salvo por el hecho que parte de la opinión pública sí toma en serio discusiones y estilo, asumiendo como propia esa manera de actuar en política.

El mamarracho incluso protege al gobierno de sus errores, como el reenvío a comisiones de la Ley Ómnibus: la reciente media sanción en Diputados podría tomarse como un aprendizaje del gobierno en su capacidad para establecer alianzas y negociaciones con gobernadores, bloques y partidos opositores, pero mucho antes que esto ocurriera y por encima de cualquier reivindicación de una “maduración”, primó la instancia del “principio de revelación”, es decir, que cualquier resultado vale y es parte de una estratagema que indefectiblemente servirá para poner en evidencia a la “casta”.

¿Cómo, entonces, enfrentarse a este modo de hacer política?, ¿cómo derrotarlo en la batalla cultural por el sentido de nuestra vida cotidiana? Una línea de acción que empieza a despuntar es la de vencerlo en su propio juego, es decir, siendo aún más mamarrachos. Al gritar más se genera un ruido que competiría por la atención del público e incluso podría traccionar votos. Vía por la cual quizás pueda vencerse al gobierno, pero no a la mamarracho-política, pues no se hace más que reproducirla, aunque ahora con “buenas intenciones”.

Sin embargo, si lo que se busca es vencer a este modo de hacer política, con su denigración de la esfera pública y de los actores que en ella toman parte, entonces el desafío es conseguir salir de la corriente que arrastra al corazón del remolino. El desafío es, en suma, construir una voz que hable otro idioma, que pueda proponer un horizonte de sentido radicalmente distinto al de la mamarracho-política. Pero para ello hay que tener dicho horizonte, tarea en la que falla el dependentismo progresista, que no hace más que proponer sentidos del pasado, que ya no le hablan a la sociedad presente.

Son necesarias una voz y una práctica que no reaccionen ante el mamarracho, sino que accionen antes las demandas sociales, las explícitas (como las económicas), así como aquellas que laten en la sociedad y con las que el discurso de la libertad supo conectar, mientras que el discurso que propone como futuro la dependencia en el trabajo no hizo más que ignorar. En definitiva, una voz y una práctica que puedan contribuir a explicitar esas demandas, llevarlas desde la esfera de la vida cotidiana a la escena pública, es decir, representarlas en esa escena.

El desafío, entonces, es (re)accionar no ante el mamarracho, sino ante la evidencia de que el presidente Milei construyó una representación política –que se expresa en la buena imagen de su gobierno– y que éste es el terreno a disputarle. La marcha universitaria del 23 de abril marcó ese sendero, pues aún cuando se quiera criticar su supuesta “partidización”, merced a la pretensión de partidos de oposición de ponerse al frente de ella, su logro político, aquello que consiguió congregar cientos de miles de personas, es la defensa de un derecho por el que valía la pena marchar. Y la “gente” de a pie descubrió que podía marchar, con o sin banderas partidarias pero haciendo política, alzando la voz pero sin gritar, para así acallar al mamarracho.

*En colaboración con Ignacio Rullansky. Sociológo y docente en la UNSAM y la UTDT | Twitter: @NRullansky