La semana pasada se ha publicado mi nuevo libro: “Libertad o Igualdad” (Deusto) donde muestro las líneas básicas de un capitalismo social que nos permita acometer los retos del futuro sin caer en los cantos de sirena del intervencionismo y el totalitarismo, que siempre prometen el cielo y entregan el infierno.

Aunque el capitalismo ha tenido un éxito indiscutible a la hora de reducir la pobreza global y reforzar el avance del progreso y, por tanto, debe defenderse, la sociedad sigue teniendo que enfrentarse a problemas importantes. Desde un punto de vista global, la pobreza ha disminuido al nivel más bajo de la serie histórica, pero sigue siendo un hecho cotidiano en la vida de muchas personas de todo el planeta.

La clase media, a pesar de haber sido creada por el capitalismo, crece menos rápidamente por los retos de la globalización y el aumento de políticas proteccionistas e intervencionistas. Incluso entre los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), donde la pobreza multidimensional ha sido en gran medida eliminada, los miembros más ricos siguen teniendo dificultades a la hora de proporcionar asistencia sanitaria universal y una educación sólida a muchos de sus ciudadanos.

Estos son solamente algunos de los problemas a los que nos enfrentamos como sociedad. Son problemas reales que necesitan soluciones. Las soluciones reales no vendrán del intervencionismo populista, que ofrece únicamente soluciones mágicas que crean más pobreza. Por el contrario, las soluciones vendrán de empresarios, emprendedores e innovadores, de una comunidad empresarial ágil y de mentalidad abierta y de ciudadanos que utilicen el dinero -que tanto les ha costado ganar- para aportar soluciones a los problemas a los que todos nos enfrentamos en colaboración con un sector público facilitador, no extractivo.

Esta es la premisa fundamental del capitalismo social, una vía que ya representa un alejamiento de los extremos intervencionistas del proteccionismo y el socialismo. El capitalismo social, como su nombre indica, no aboga por acabar con el capitalismo como lo conocemos ni aboga por la intervención del gobierno en todos los aspectos de la economía. El capitalismo social, simplemente, aplica la habilidad del libre mercado, la colaboración público-privada y la competencia para resolver problemas sociales. Así, el sector privado, no el gobierno, realiza inversiones directas en bienestar social que permiten abordar los retos sociales, no mediante la intervención del gobierno, la cual provoca ineficiencias y una inadecuada asignación de recursos (por no hablar de la explotación política), sino mediante soluciones de mercado, intrínsecamente eficientes y sostenibles.

Las soluciones a los problemas deben tener sentido económicamente hablando o nunca serán sostenibles. Cualquier solución que sea ruinosa a corto, medio o largo plazo sólo generará mayores crisis y recortes. Si confiamos en que el gobierno pague por soluciones «ineficientes» que no tienen sentido económicamente hablando, todos nos quedaremos en la estacada cuando se agote el dinero ajeno. Y se agota. El capitalismo social, que consiste en la inversión privada en el bien público, es el mejor sistema para crear soluciones sostenibles que produzcan el máximo bienestar para todos con el menor coste.

No es una teoría descabellada. La inversión en empresas socialmente responsables se está produciendo ahora mismo, y lleva décadas creciendo. La década de 1990 marcó el inicio de una nueva era de consumidores concienciados por el medio ambiente e interesados en apoyar al sector de las energías renovables, de la agricultura sostenible y ecológica y de los productos respetuosos con el medio ambiente, así como a las empresas que invierten en el entorno social, los derechos humanos y las prácticas laborales éticas. Nada de esto vino por empuje o decisión política, sino por demanda social.

Los parches y las políticas intervencionistas no compensarán el avance de la desinflación provocada por la tecnología ni los desafíos fiscales creados por la eficiencia tecnológica y la automatización. Las medidas intervencionistas simplemente tendrían como consecuencia que el gobierno confiscara y asignara erróneamente el capital que los innovadores podrían destinar a soluciones reales de mercado.

El capitalismo social entiende la complejidad de la economía y los beneficios de una sociedad basada en el efecto positivo del ánimo de lucro y la meritocracia. No hay nada más social que el desarrollo económico en una sociedad basada en el beneficio económico. Y no hay nada más antisocial que una sociedad basada en la deuda, el gasto y el ánimo de despilfarro de los gobiernos. Como tal, el capitalismo social no tiene que centrarse en la igualdad, sino en la prosperidad. La historia nos enseña que la igualdad es consecuencia de la prosperidad sostenible, de una sociedad civil fuerte y de unas instituciones independientes, donde los controles y contrapesos limitan el exceso de gobierno de la misma manera que limitan el mal comportamiento de algunas corporaciones.

Lo último que deberíamos hacer si queremos una sociedad más sostenible y próspera para nuestros hijos es divinizar al Estado como si fuese un Rey Mago, porque hacerlo es la receta para el totalitarismo.

Un Estado sólido no tiene que ser grande. Esa es una analogía falsa. Un Estado sólido es precisamente aquel en el que el gobierno tiene poderes limitados, las instituciones son independientes y la sociedad civil dispone de herramientas para frenar los inevitables deseos intervencionistas de algunos políticos. Del mismo modo que una regulación y un sistema legal fuertes y realmente independientes crean las bases para la prosperidad y limitan el exceso de corporaciones mal informadas, el capitalismo social admite y está de acuerdo con muchos de los desafíos sobre los que los comentaristas políticos tratan en los medios de comunicación. Lo que no debería hacer nunca el capitalismo social es caer en la trampa de creer que esos desafíos se van a resolver concediendo aún más poder a los políticos.

Tenemos que entender que los políticos no son extraterrestres malvados que vienen de un planeta lejano a destruirlo todo. El objetivo de un político no es asignar los recursos de manera eficiente ni de generar retorno socioeconómico real, su objetivo es simplemente trabajar con el presupuesto que recibe y maximizar su ejecución. Parte de la frustración de muchos ciudadanos con los políticos, viene de concederles anteriormente unas cualidades y capacidades que no tienen nada que ver con su incentivo.

Los políticos no crean empleo ni exportan bienes. Facilitan o entorpecen. Si su labor es facilitar, buscarán el mínimo de burocracia y el máximo de participación real de los agentes privados. Si su objetivo es entorpecer, se escudarán en miles de páginas de normativas, porque su objetivo no es el progreso, sino el control. Sin embargo, un buen político escuchará las inquietudes de la sociedad civil y colaborará con ella y con los agentes económicos para encontrar la mejor solución, la más sostenible y beneficiosa. Si no empieza por la seguridad jurídica, inversora y una fiscalidad y política monetaria atractiva, estará abocado al fracaso.

Cuando hacen promesas vacías y proponen soluciones rápidas y fáciles, fracasan inevitablemente. Pero existe un riesgo aún mayor. Cuando los totalitarios populistas hacen promesas vacías y reciben una reacción negativa por parte de los ciudadanos ante su mala gestión, acude a la represión, la demagogia y a intentar silenciar a los críticos. Por eso, es tan importante que los políticos tengan mucho menos poder económico, que no tengan acceso a la política monetaria y que su labor sea la de facilitadores en colaboración con los verdaderos creadores de riqueza.

Solo una sociedad civil fuerte, que limite el poder político y ponga como pilares de su vertebración la atracción de inversión, el mérito y la sostenibilidad económica podrá atender a los retos del futuro.

Si creemos en los cantos de sirena de “imprimir moneda” para salir de la crisis o de dar más poder a los mismos grupos políticos que nos han decepcionado, volveremos a caer en un problema mayor.

*Doctor en economía, profesor de Economía Global y autor de bestsellers entre los que se cuentan La Gran Trampa, La Madre de Todas las Batallas y Viaje a la Libertad Económica, traducidos al inglés, chino y portugués. Twitter: @dlacalle