El Frente de Todos llegó al gobierno prometiendo “llenar la heladera” de los trabajadores y terminando con el ajuste llevado adelante por el macrismo. No puede decir que desconocía los desafíos a los que se enfrentaba: asumía con escasas reservas en el Banco Central (apenas 11.000 millones de dólares de reservas netas) y con una batería de vencimientos de corto de deuda externa, tanto con acreedores privados como con el Fondo Monetario Internacional de imposible cumplimiento.

Durante la campaña electoral de 2019, el futuro presidente había insistido en que, pese a que esa deuda había sido tomada con el objetivo de financiar fuga de capitales, correspondía pagarla y su gobierno lo iba a hacer garantizando acuerdos “progresistas” con los acreedores y el Fondo, sin comprometer el crecimiento económico ni la inclusión social.

Aquí es donde se encuentra el mayor “incumplimiento” de las promesas electorales del actual gobierno. Y lo que define todo el balance del período. Por supuesto no desconocemos el “cisne negro” de la pandemia, pero el centro del fracaso económico y social del gobierno, y su mayor riesgo hacia adelante, consiste en el manejo del tema del endeudamiento externo y su acuerdo con el FMI.

En diciembre de 2019 (antes de la pandemia), el gobierno apartó 4.500 millones de dólares de las escasas reservas de entonces para cumplir con los vencimientos de deuda hasta marzo de 2020. En ese mismo momento se modificó la movilidad previsional, por una nueva fórmula que, como se terminó verificando en la realidad (y así incluso era sabido entonces por legisladores del propio oficialismo, como la entonces diputada Fernanda Vallejos), generó un ahorro al estado a costa del poder adquisitivo de las jubilaciones. Otras medidas prometidas para generar una recuperación rápida del poder adquisitivo perdido durante el macrismo, como un bono de emergencia para todos los asalariados, se terminó achicando y diluyendo con el correr de las semanas. En enero de 2020, el Poder Ejecutivo envió al Congreso y logró la aprobación (con el acuerdo de Juntos por el Cambio y la solitaria oposición del Frente de Izquierda) del proyecto de negociación de la deuda externa.

Luego vino la pandemia. A los naturales y obvios costos sociales que provocó la misma, se la atacó con medidas que, en términos numéricos y comparativos, implicaron menores recursos que los aplicados incluso por países que tenían gobiernos negacionistas del Covid-19. Así, el monto total aplicado para la pandemia en relación al PBI de nuestro país resultó inferior al de Brasil, por citar sólo un ejemplo. La realidad es que el más que insuficiente IFE, los ATP, o los refuerzos en las partidas sociales no alcanzaron ni medianamente para evitar caer en una fortísima recesión. Aún las prohibiciones de despidos fueron tranquilamente soslayadas por las patronales empresarias, haciendo que se perdieran centenares de miles de puestos de trabajo en blanco, que como tales nunca se recuperaron. Mientras esto sucedía, el gobierno avanzaba e inmediatamente retrocedía en lo que podría haber sido un primer paso para algún tipo de control de la fuga de divisas del comercio exterior, con el caso Vicentín. E incluso demoró hasta la exasperación el anunciado impuesto a las grandes fortunas, que terminó siendo mucho menor a lo esperado.

Mientras tanto, toda la prioridad del ministro de Economía Martín Guzmán estaba en el acuerdo con los acreedores privados, que culminó en agosto de 2020, luego que el gobierno cediera en sus pretensiones sustancialmente. En lo concreto, se corrieron los vencimientos a costa de generar una nueva montaña de obligaciones a pagar a partir de 2024.

Luego comenzó el acuerdo con el FMI. Que, con sus idas y vueltas, ya lleva un año y medio y consumió la mayoría de las energías del gobierno. El 2021, que estadísticamente va a mostrar una recuperación del PBI en relación a su caída récord del año anterior, no permitió que se recompusieran ni los salarios ni las jubilaciones y la pobreza extrema sigue en niveles alarmantes. La inflación, con su número cercano al 50% y las reservas en valores ínfimos, con una brecha del dólar a niveles insostenibles, marcan los principales problemas de la agenda.

Pero la realidad es que, mientras todo eso sucede, el gobierno siguió cumpliendo a rajatabla con los vencimientos de deuda externa. Desde que asumió, y contando el vencimiento a abonar al FMI el 20 de diciembre, habrá pagado 12.000 millones de dólares. Acá está la razón principal de la brecha externa, que no se puede cubrir ni con una cosecha récord ni con los DEG enviados por el FMI en julio pasado.

Es que la única prioridad del gobierno, a lo que subordina todo, es cerrar el acuerdo con el Fondo Monetario Internacional lo antes posible. Es muy posible que no lo logre en estos días que restan de diciembre (ya que no dan los tiempos burocráticos del propio FMI), pero no pasará de enero o a lo sumo los primeros días de febrero.

El centro de las exigencias de cualquier plan del FMI es siempre “reducir el déficit fiscal”. Esto quiere decir, en concreto, achicar el gasto público, lo que redunda en que se tienen que reducir todas las partidas que atienden las necesidades populares. El Fondo exige un sendero donde, año a año, se gaste cada vez menos, con el objetivo de que vayan quedando libres divisas para así poder cumplir con los vencimientos con el propio FMI y el resto de los acreedores privados.

De hecho, para dar señales en la propia negociación, este año ya hubo un fuerte ajuste del gasto público: lo sufrieron los jubilados, todos aquellos que vieron recortadas las partidas sociales del Covid (un ejemplo: no hubo un sólo pago de IFE en 2021) y los empleados del estado de todas las categorías (docentes, trabajadores de la salud, empleados estatales nacionales, provinciales y municipales) que vieron sus salarios pulverizados frente a la inflación. Pero ahora el Fondo exige más para el 2022 y luego un sendero ascendente de ajuste en 2023 y 2024.

El FMI también exige un aumento de las tasas de interés, con el objetivo de que los especuladores locales puedan hacer ganancias con una nueva bicicleta financiera (con tasas por encima de la inflación) y así permitir que los dólares puedan acumularse en las reservas del Banco Central, para garantizar su existencia para pagar la deuda. La contrapartida de este aumento de tasas de interés será el encarecimiento del crédito popular.

Otra de las consecuencias que se vienen, será el aumento de las tarifas de los servicios públicos privatizados. Actualmente las tarifas de luz, gas, agua y transporte (por lo menos en CABA y Gran Buenos Aires) se mantienen sin grandes aumentos, brindándoseles a las empresas generosos subsidios como contrapartida. El FMI exige reducir esos subsidios (como parte del recorte del gasto público), pero no serán las empresas las que dejarán de ganar. Por el contrario, serán compensadas con aumentos de tarifas que irán desde el 30 al 100% según los casos.

El acuerdo que se firmará (llamado de “facilidades extendidas”) también exigirá un plan de reformas llamadas “estructurales” que el gobierno deberá empezar a poner en práctica en el tiempo. Son básicamente tres. La primera será la “reforma fiscal”, que consistirá en reducir los impuestos que ellos llaman “distorsivos” (básicamente los que afectan a las grandes empresas), a costa de aumentar los que afectan al bolsillo popular. Y, al mismo tiempo, de reducir las partidas que ya no tendrán financiamiento, en particular las dirigidas a las provincias, que se encontrarán con menos fondos para atender gastos como educación primaria y secundaria, que dependen totalmente de esas jurisdicciones.

La segunda reforma será la previsional, que requerirá seguir reduciendo las jubilaciones (ya en números de indigencia) y particularmente atacar los regímenes especiales (el docente es el más importante), ya que son los únicos que se acercan a garantizar una jubilación cercana al salario en actividad del trabajador.

Y la tercera reforma es la laboral. Se trata del tan anhelado reclamo empresario de flexibilizar al máximo el mercado de trabajo, terminando con los convenios colectivos y liquidando las conquistas que la clase trabajadora logró al cabo de décadas.

El gobierno del Frente de Todos, la oposición de Juntos por el Cambio, las patronales empresarias, la burocracia sindical y los economistas del establishment coinciden en que “lo único que se puede hacer es arreglar con el Fondo” y que romper es “utópico”.

Les respondemos: lo utópico es sostener que la economía argentina va a crecer y desarrollarse de la mano de acuerdos con el FMI. Mucho más utópico aún, es un plan del Fondo que garantice la “equidad”, la “inclusión” y la “redistribución de la riqueza”. Con el Fondo nos hundiremos en un ajuste aún mayor al actual. Más aún, entraremos en un espiral de “monitoreos” (inspecciones trimestrales del FMI para verificar que se cumple con el ajuste), perdiendo cualquier capacidad soberana de decisión de política económica. No tendremos futuro, tal como sucedió en todos y cada uno de los 22 planes que anteriormente firmaron distintos gobiernos con el FMI desde que pasamos a ser parte de este organismo en 1956.

Por el contrario, lo único “no utópico”, la única chance que tenemos para implementar un programa económico alternativo que empiece a resolver las más urgentes necesidades populares, pasa por suspender inmediatamente todos los pagos de deuda externa y romper ya mismo los lazos políticos y económicos que nos someten al FMI. Solo así el pueblo trabajador podrá acceder a mejores salarios, jubilaciones, trabajo genuino, educación, salud y vivienda.

*Economista. Docente e Investigador de la UBA. Dirigente de Izquierda Socialista y del Frente de Izquierda Unidad. Twitter: @josecastillo_is