La sociedad Argentina se encuentra atrapada en viejas antinomias ideológico-políticas, que conspiran contra la posibilidad de articular un proyecto alternativo e integrador. “Alternativo”, frente al neoliberalismo más crudo y despiadado, que actualmente re-emerge bajo discursos que prometen soluciones individuales y colectivas frente a los problemas que el propio capitalismo ha generado. Alternativo –también- a cierto progresismo que propende a un capitalismo de Estado, enmascarando –bajo la promesa del Estado de bienestar- la defensa de los privilegios de algunos sectores económicos. “Integrador”, en términos de la superación de una “grieta” fabricada por las altas esferas del poder político, que obstaculiza la identificación y la empatía entre personas, grupos y organizaciones que padecen similares condiciones materiales de subordinación y explotación.

Basta con dar un pantallazo por las noticias y caminar algunos metros de calle para advertir la persistencia y el recrudecimiento de una serie de problemáticas sociales y económicas, endémicas y estructurales, que afectan a las grandes mayorías de nuestra población: inflación, subas en los precios de los alimentos, tarifas de transporte y combustible, ingresos per cápita insuficientes, desocupación, subocupación, sobreocupación, marginalidad, tercerización y precarización laboral, y especialmente, problemas habitacionales. Todo ello, sin mencionar las condiciones de vida de la población de algunas provincias, que aún no han alcanzado los estándares mínimos del progreso en la época de la modernidad.No digo nada nuevo pasando revista de estas problemáticas, que como sabemos, radiografían las desigualdades sociales del tiempo contemporáneo. Sin embargo, todas ellas expresan un problema inter-subjetivo de fondo, que es transversal e histórico en nuestra sociedad, y que la pandemia iniciada en 2020 no ha hecho más que agudizar: la incertidumbre.

¿Cómo salir de la incertidumbre?

Puede resultar ciertamente ambiguo y escurridizo conceptualizar la incertidumbre. Podríamos definirla, aproximatoriamente, como una angustiosa sensación de imprevisión sobre el futuro. Parece poco ambicioso definirla como una mera “sensación”, dado que sus efectos rebasan los confines de la psiquis y la subjetividad. Por ello, la incertidumbre podemos definirla como una particular afección de la sociedad contemporánea, que se basa -ante todo- en un trastocamiento del modo como se vivencia el tiempo, tanto el “interno” que experimenta cada persona, como el tiempo “objetivo” que nos organiza a todos en la vida cotidiana. Esta afección se centra en un radical repliegue hacia el presente, o lo que es igual, en la dificultad de proyectar o prever futuros y estados de cosas. Es decir, el presente se habita como un lugar inestable, y -paradójicamente- como el único e irremediable lugar. Inestable e irremediable, la vida ordinaria se vuelve un territorio de disputa de todos contra todos por la apropiación de recursos escasos.

La sociedad argentina de las últimas tres décadas bien sabe sobre la incertidumbre; en los años 1990 se plantearon un conjunto de “recetas” sociales y económicas para salir de la incertidumbre de la hiperinflación, cuyo carácter ilusorio se reveló al agotarse el modelo de la convertibilidad. La desafección de representatividad política engendrada durante esos años, se plasmó en la crisis y estallido social del 2001, expresado en la consigna “que se vayan todos”, la cual hoy se re-actualiza de manera algo más sutil, bajo la forma de un compromiso político de baja intensidad. 

En una sociedad sin narrativas que imaginen el futuro, la incertidumbre -sedimentada históricamente- se apropia de la conciencia individual y colectiva, contribuyendo al fortalecimiento de comportamientos pragmáticos, que descreen de las actitudes altruistas y empáticas que fortifican las amalgamas sociales. Ante este panorama, mi intuición sociológica es que, a la crisis económica que atraviesa nuestro país (no ajena a la que acontece en otras latitudes), se agrega una devastación cultural, si tal cosa existe. Este tipo de crisis es todavía más profunda que la crisis económica, ya que penetra en todos los mundos de la vida cotidiana, sitios en los que pese a los cambios en el modelo de acumulación, persisten prácticas de solidaridad y amistad.

Ahora bien, si la incertidumbre trastoca la vivencia del tiempo y nos perpetúa en un presente devaluado es porque el neoliberalismo ha sido relativamente eficaz para insertarse en ese plano de la consciencia individual y colectiva. El fantasma de la incertidumbre acecha como un espectro en el inconsciente colectivo nacional; pero, ¿es posible “aprovechar” el efecto desestabilizador propiciado por la incertidumbre para desenmascarar a las hegemonías dominantes y construir espacios colectivos en donde predomine la lógica de lo comunitario? ¿Es posible transformar la incomodidad que genera la incertidumbre en una energía vital capaz de superar el presente estado de situación?

Frente a la crisis actual, tanto los frentes progresistas como las izquierdas en nuestro país tienen delante suyo un enorme desafío político, que no sólo estriba en sostener la crítica negativa (denunciar al poder dominante), sino principalmente en disputarle al neoliberalismo sus lógicas de penetración cultural; para lo cual se vuelve necesario embestir contra la incertidumbre para transformarla en algo positivo. En consecuencia, debemos pensar horizontes prospectivos frente a un presente achatado, resignificando el imaginario que plantea a lo público como espacio de disputa de todos contra todos por la adquisición de bienes escasos. Por el contrario, es preciso recuperar la idea de que lo público es un lugar donde podemos entendernos, identificarnos y re-inventar la vida comunitaria.