A partir de la puesta en vigencia de la denominada Ley Sáenz Peña en 1912, que estableció el carácter universal (masculino) secreto y obligatorio del sufragio, la vida institucional de la Argentina hasta el 10 de diciembre de 1983 había transcurrido en forma alternativa entre regímenes militares, cívico-militares, democráticos sin contenido republicano, republicanos sin contenido democrático y/o semidemocráticos: el resultado de ello han sido los golpes de estado llevados a cabo en los años 1930, 1943, 1955, 1962, 1966 y 1976.

La democracia argentina desde diciembre de 1983 en cambio ha dado sobradas muestras de resiliencia a lo largo de (casi) cuatro décadas de desarrollo institucional, habiendo sorteado las crisis militares entre 1987 y 1990, la económica entre 1989 y 1991 y la social del período 2001/2002. Todas estas pruebas fueron en mayor o medida superadas de manera satisfactoria. No obstante, este largo ciclo nos enfrenta a un balance modesto en materia de satisfacción de las expectativas sociales.

En efecto, este ciclo histórico ha sido un proceso de escasos logros (una democracia resiliente, la expansión de los derechos civiles de diferente generación entre otros) que convive con múltiples frustraciones en relación a aquella esperanza de un régimen político con capacidad de satisfacer múltiples demandas que se sintetizó en el lema aquel de “con la democracia se come, se cura y se educa” tan presente en el mensaje de campaña del candidato Raúl Alfonsín en 1983.

El aumento de la pobreza, los niveles cada vez más crecientes de desigualdad social, el aumento de la inseguridad urbana y un panorama de movilidad social descendente acompañado con la pérdida de la capacidad de poder pensar en el futuro ponen en evidencia las dificultades para cumplir con la promesa reparadora enunciada en aquel lejano (y tan cercano a la vez) 1983. En ese contexto y frente a una clase política que en diferentes circunstancias ha dado muestras de escasa empatía con la frustración resultante de las expectativas insatisfechas a lo largo de estas cuatro décadas es que comenzamos a encontrarnos con situaciones como la agresión sufrida por el ministro de Seguridad de la provincia de Buenos Aires Sergio Berni.

Sin dejar de mencionar que toda expresión de violencia debe ser expresamente repudiada, a estas horas resulta difícil saber si la agresión sufrida por Sergio Berni constituyó un hecho aislado o es la expresión y representación de una situación de no retorno en la relación entre la política profesional y la sociedad civil.

Lo que si podemos establecer con relativa certeza es que nos encontramos frente a un dilema de difícil resolución: por un lado, el de una clase política que, incapaz de resolver los múltiples problemas de la agenda pública, forma o por lo menos es percibida como parte del problema, pero por otro el de una política amateur de solución rápida y eslogan fácil que conectando con la ira y el desencanto de buena parte de la población es potencialmente parte del problema también.

Entre 1930 y 1983 nuestro país transitó la larga etapa de los golpes de estado, cabe preguntarse si el episodio con el ministro Berni inaugura en 2023 la etapa de los golpes a los funcionarios del estado, tratándose además de un estado que ha evidenciado severas limitaciones a la hora de la provisión de toda clase de bienes públicos esenciales (Salud, Seguridad pública, Educación, Justicia) tanto en el ámbito nacional como sub nacional y municipal, aun cuando en el discurso oficial se destaca la idea de un estado presente en un claro desfasaje entre el relato oficial y la realidad cotidiana de los ciudadanos.

La era de los golpes a los funcionarios del estado bien podría representar la contracara de un (ya no tan) nuevo modelo de estado, el Estado de Malestar (no de Bienestar): en estas circunstancias el ascenso del líder disruptivo puede estar a la vuelta de la esquina.