En los apuntes del curso que Hannah Arendt dictara en 1950 puede leerse lo siguiente: “la política trata del estar juntos y los unos con los otros de los diversos”. Uno de los conceptos sobre los que apoya su concepción de la política es precisamente la pluralidad y la convivencia entre los hombres. Parece una aclaración superflua, una obviedad: ¿a quién se le puede ocurrir que la política pueda darse en otro contexto? Ya en sus orígenes, el pensamiento político lo contaba entre sus supuestos: Platón se propuso estudiar una ciudad ideal; Aristóteles inicia su explicación agregativa de la política a partir de la familia -es decir, desde un grupo social-, no del individuo.

SUJETOS COLECTIVOS

Sin embargo, la afirmación tenía pleno sentido. No solamente porque la solución más común al problema del orden político en la historia universal ha sido (y sigue siendo) el gobierno unipersonal o monárquico (dejando al resto de la comunidad política un rol pasivo, limitado a la obediencia), sino porque cuando el liberalismo empezó a cuestionar la legitimidad monárquica no lo hizo en nombre del individuo (lo cual hubiera prolongado de otra forma la monarquía), sino de los individuos.

Pero al ponerlos en el centro del orden político se topó con el problema de la unidad y de la cohesión: ¿por qué esos individuos empoderados accederían a formar un cuerpo político? La solución fue el concepto de pueblo o de nación. La solución liberal a la unidad política habilitó el desarrollo del nacionalismo a partir del s. XIX.

Esos sujetos colectivos fueron desafiados por otro sujeto colectivo desde el pensamiento socialista: la clase social. Cuando Arendt recordaba el fundamento pluralista de la política, respondía así a las formulaciones del pensamiento político reciente, dominado por sujetos políticos colectivos. También respondía a ciertas tendencias en las ciencias sociales de aquella época, que buscaban disolver a las personas en las estructuras. La política es esencialmente cosa de hombres y mujeres.

EL IMPERIO DE LAS LEYES

Existe otra objeción, más antigua, a la centralidad de las personas en la política. En el s. IV a.C., Aristóteles se preguntó si era mejor el imperio de los hombres o el imperio de las leyes. Usualmente este asunto se plantea de modo incorrecto. Para Aristóteles, el mejor de todos los regímenes posibles era el imperio del hombre virtuoso y sabio. Pero sabía que era difícil encontrar una persona de estas características, razón por la cual había que arreglárselas con la mediocridad humana.

Por eso recurría a las leyes: ellas serían el sustituto de la virtud que faltaba entre los hombres. Para eso usaba la expresión “imperio de la ley”, contraponiéndola al “imperio de los hombres”. Usualmente no se advierte que en esa oposición se enfrenta un concepto propio con una metáfora: no hay estrictamente un imperio de la ley, sino un imperio de hombres que se someten voluntariamente a la ley. Pero el político siempre es un imperio de hombres sobre hombres.

IDEAS, NO HOMBRES

Existe asimismo una objeción más reciente, propia de la llamada era de las ideologías, que se resisten a morir o a pasar a segundo plano: llamamos ideología a una representación o construcción teórica fundada en algún elemento de la vida social, que se convierte en justificación del orden existente o en alternativa al mismo.

Nuestra era penetrada de razón y de la ilustración supone que el elemento central de la política son las ideas, los proyectos: las ideologías. “Sigan a ideas, no sigan a hombres, fue y es siempre mi mensaje a los jóvenes. Los hombres pasan, las ideas quedan y se transforman en antorchas que mantienen viva a la política democrática”, dijo Raúl Alfonsín cuando se cumplieron 25 años del retorno de la democracia.

Dentro de los discursos de temática política, los que se centran en la ideología son los más alejados respecto de la realidad política. Siendo las ideas un aspecto fundamental de la política, no son nada sin los hombres, las instituciones y las interacciones que se dan entre estas entidades políticas: sólo la combinación de las tres hace emerger el instrumento fundamental de la política, sin el cual nada puede hacerse: el poder.

QUÉ ES LA POLÍTICA

En la medida en que nos acercamos a la definición de la política, comprobamos su condición de posibilidad: la pluralidad de hombres y mujeres. No obstante, no toda definición revela la índole de esa relación propiamente política que los vincula. La propia Hannah Arendt prefiere ponerla en términos de diálogo y acuerdo. Por su parte, Carl Schmitt sostiene que la política es esencialmente conflicto, enfrentamiento entre grupos de hombres.

Ambos evitan referirse a lo que verdaderamente define a la política: el orden y el gobierno de una comunidad humana. En este sentido, la relación fundante es la que existe entre los que mandan y los que obedecen. Cuando Mao se enteró de la abolición de los líderes en la Comuna Popular de Shanghai, en plena Revolución Cultural (febrero de 1967) declaró: “esto es anarquía extrema, de la clase más reaccionaria… En realidad, siempre tendrá que haber jefes”.

Tanto el esfuerzo por eliminar, ocultar o minimizar la centralidad el factor humano en la política, como el de ignorar la asimetría fundante del vínculo político, revelan lo incómodo que ha resultado siempre -pero más ahora, en la era de la legitimidad democrática- el reconocimiento de que no hay política sin príncipes ni gobernantes, sin líderes.