Le sonríen todas las encuestas, aparece en casi todos las pantallas (rozando el borde de la propia saturación) y está en boca de cualquiera que se interese por la actualidad. En una política huérfana de ideas, de argumentos y de datos, secuestrada por imágenes crispadas, eslóganes de patas cortas y gestos estridentes, él se siente a sus anchas porque aprendió rápido a jugar el juego que lo hace feliz. Por estas horas es el candidato inesperado que amenaza con llevarse puesto el frágil sistema de partidos que supimos conseguir. Vale la pena entonces dedicar algunas reflexiones ante su vertiginoso ascenso.

Por lo pronto, conviene no olvidar que tener un buen desempeño en una elección legislativa no garantiza el éxito en la presidencial siguiente. Para no ir muy lejos con los ejemplos, se le puede preguntar al Sergio Massa “Modelo 2013” cómo le fue en los comicios del 2015.

Otra cuestión no menor es que el salto del plano legislativo al ejecutivo nacional requiere aprobar algunas materias más complicadas: disponer de abultados recursos para lubricar las ruedas de una campaña larga en el tiempo, extensa en la geografía y extenuante en lo personal; desplegar un anclaje territorial de dirigentes y redes de intermediación (el “aparato”); contar con un equipo reconocido de expertos/as en diferentes áreas de gobierno; a lo que cabría agregar un requisito que suele ser poco valorado por estos andurriales: acreditar una cierta experiencia de gestión. Pongo entre paréntesis el delicado asunto del dinero porque no conozco las finanzas de Milei ni sus fuentes de financiamiento; pero no está de más subrayar que –hoy por hoy- de las otras condiciones el candidato leonino no cumple con ninguna.  

Hasta ahora Milei se presenta virtualmente sólo (en todo caso, acompañado por un séquito pequeño y compacto), mientras oculta celosamente la identidad de los especialistas que supuestamente lo asesoran, o la de los dirigentes sub-nacionales que eventualmente lo acompañarían en su proyecto presidencial. Y la razón es clara. La gran ventaja del outsider –que logra capitalizar electoralmente una coyuntura de fuerte rechazo hacia la política y hacia los políticos realmente existentes- es mostrarse como lo “otro” de una élite que no pocos consideran corrupta, inútil, equivocada o timorata (la “o” no es excluyente).

En esa entusiasta promesa de “renovación y cambio” reside el atractivo principal que suscita su candidatura, sobre todo en el segmento de jóvenes menores de treinta años, de diferentes clases sociales, incluso entre los más pobres (!), una comarca hostil para todo lo que huela a políticos tradicionales y a dirigencias envejecidas. De ahí también las apetencias (los que quieren pegarse a él), las envidias (los que se afanan por esmerilarlo para apropiarse de su caudal de votos) o los sentimientos perversos (los que desean encumbrarlo para herir a sus competidores) que en poco tiempo ha logrado despertar Milei en todo el arco partidario.

Pero a todo outsider le llega un dilema. Para darle volumen político y federal a su proyecto en algún momento deberá presentar a todos/as sus compañeros/as de ruta, y ahí las opciones no son muchas: o se trata de otros/as recién venidos/as como él (y entonces carecen de manejo político, arraigo territorial o experiencia de gobierno), o se trata de saldos y retazos de otras experiencias partidarias (y entonces la magia de lo nuevo empieza a desfondarse por abajo). Antes de que llegue esa ineludible hora, es comprensible que Milei trate de remontar el máximo vuelo posible, ya sea para fogonear hasta donde pueda su alucinado proyecto presidencial, ya sea para terminar vendiendo cara y al contado su participación estelar en alguno de los ramales que parten de la estación “Juntos por el Cambio”.

El carácter alucinatorio (o catastrófico) de una eventual presidencia de Milei no debería  ser subestimado. Los recientes ejemplos de otros países latinoamericanos, en el marco de una notoria fragmentación de sus sistemas de partidos, ofrecen espejos muy poco edificantes: el dirigente nuevo que trepa rápido, a fuerza de capitalizar un descontento amplio, disperso e incluso contradictorio, suele transformarse en víctima no menos voraz de los que se desilusionan precipitadamente con las primeras decisiones concretas. Una breve consulta a los avatares políticos de Pedro Castillo en el Perú o de Gabriel Boric en Chile puede ser aleccionadora.

Esto es así no sólo porque una cosa es “hablar de política” y otra muy distinta, y mucho más difícil, es “hacer (buena) política”; también importa el hecho de que el recién llegado deberá dejar de lado sus formulaciones fáciles e incluso drásticas, propias del lenguaje de los medios de comunicación o de las campañas electorales, y empezar a jugar otro juego. Así, el desafío de diseñar e implementar políticas públicas obliga a todo líder a un duro y lento tránsito negociador por las diferentes arenas de toma de decisiones, donde los recursos de poder y de experticia suelen hallarse repartidos (en dosis por lo general adversas al color político del outsider), en medio de intereses, demandas y vetos cruzados. 

Piénsese en este punto que nuestro sistema democrático tiende a favorecer la continuidad de los partidos consolidados, y correlativamente desalienta la incidencia de nuevas fuerzas a través de distintos mecanismos institucionales. Por un lado, porque tres cuartas partes de nuestros distritos electorales eligen pocos legisladores nacionales, entonces las agrupaciones nuevas y pequeñas -que no tienen mucha fortaleza ni recursos-  tienen serias dificultades para alcanzar el piso de los cargos elegibles. Por otro lado, el dispositivo de la “renovación parcial” de las cámaras funciona como una férrea exclusa ante los cambios bruscos del humor político: aunque un/a candidato/a de una nueva fuerza obtenga un resultado arrasador en una elección, solamente podrá incorporar algunos pocos escaños, que no alterarán significativamente el balance de poder de los partidos más antiguos. Se le puede preguntar a las fuerzas no peronistas –después de haber hecho buenas elecciones presidenciales- lo que significa gobernar sistemáticamente con un senado a contramano.  

En la borrascosa situación en que nos encontramos, los actores políticos, económicos, sociales y culturales están obligados a construir pacientes puentes de diálogo y de consenso para alcanzar denominadores comunes sostenibles en el tiempo. Asimismo, se hace imprescindible ampliar la base de sustentación parlamentaria de un complejo conjunto de reformas económicas e institucionales, guiadas por un ejecutivo solvente y capaz de definir un rumbo claro. Lo último que necesitamos es tener un próximo presidente débil, inexperto, autoritario o imprevisible (aquí tampoco la “o” es excluyente).