Escribo bajo los efectos de un insoportable síndrome de abstinencia: hace más de una semana que no escucho ningún discurso de Cristina Fernández de Kirchner, que no disfruto una aparición suya en la televisión (aunque sea fugaz), que no leo siquiera un miserable tweet en su cuenta oficial. No sé cuánto tiempo más podré aguantar en tal estado de desasosiego. Mientras tanto, ensayo estas líneas para tratar de descifrar su próxima movida, y de paso, consolar a otras almas en pena como la mía.

En momentos de vacío comunicacional y de gran confusión política conviene volver a las fuentes. Sin entrar en mayores detalles, digamos rápidamente que un dirigente político quiere “maximizar” su poder, esto es, como nos enseñó hace mucho tiempo Max Weber (1864-1920): aumentar todo lo posible “la probabilidad de imponer la propia voluntad, dentro de una relación social, aún contra toda resistencia y cualquiera sea el fundamento de esa probabilidad”. Claro que esta premisa demasiado general no ayuda mucho a la hora de distinguir entre Alberto o Patricia, entre Axel o María Eugenia, entre Sergio o Elisa, entre Don Hipólito o Juan Domingo. Por eso, una vez aceptado este punto de partida elemental hay que hacerse dos preguntas algo más específicas. 

En primer lugar: ¿para qué quiere (más) poder el político X? O dicho en los  términos más concretos que nos interesa indagar: ¿Qué quiere hacer Cristina con su poder (actual o futuro)? Y aquí el asunto comienza a complicarse un poco más pero también a volverse más interesante. Pongámoslo en los siguientes términos: el objetivo personal -inmediato e innegociable- de CFK es lograr impunidad en todas las causas de corrupción que la afectan directamente a ella y a su familia. Sin esos recursos de poder -capaces de “torcer” el rumbo de varias investigaciones judiciales-, la abrumadora acumulación de pruebas disponibles probarían que los Kirchner, junto a un amplio y nutrido círculo de secuaces, llevaron adelante un “plan sistemático” para saquear las arcas del Estado en beneficio propio. Siguiendo al pie de la letra las agudas enseñanzas de Alfredo Yabrán, ella también concuerda que por estos andurriales el “poder es impunidad”.

Pero Cristina tiene también un objetivo político mediato (de aquí al año que viene) algo más flexible. Ese propósito se resume en mantener a toda costa y/o engrosar su tropa dirigente, así como robustecer (o en su defecto galvanizar) su núcleo básico de votantes del AMBA -que iniciaron un lento pero perceptible proceso de fuga-, a fin de gestionar el descontento social y capitalizarlo políticamente. La capitalización de ese creciente disgusto con el cuarto kirchnerismo se despliega -a su vez- en tres metas de geometría variable: aspirar a un clamoroso pero hoy improbable retorno presidencial (aunque aquí cualquier cosa puede pasar y siempre hay que estar preparado/a); consolidarse como jugadora de veto al interior del universo peronista (por si le toca acompañar a otro candidato/a); resistir contra todo lo que venga en los cuarteles de invierno de la Provincia de Buenos Aires, el Senado y otros reductos estatales.

Nótese que estas consideraciones se mueven en el terreno de las preferencias, que muchos sostienen que es imposible evaluarlas (no todos piensan lo mismo pero discutir el tema nos llevaría lejos). En todo caso, podemos arriesgar un juicio ético-jurídico desde alguna escala de valores que no necesariamente comparte el sujeto analizado (por ejemplo: “Cristina es corrupta”),  o bien podemos aferrarnos a un enunciado político esgrimido desde alguna de las muchas veredas de enfrente (“Cristina es nefasta”). Pero en cualquier caso estamos siempre en el respetable reino de la mera opinión.

Ahora bien, a esta primera cuestión sigue necesariamente una segunda pregunta: ¿Cómo cree Cristina que puede llegar a maximizar su poder? Y cuando pasamos del plano de la voluntad al orden de la creencia nos metemos en un campo más propicio al análisis y al inclemente examen de los hechos. El asunto es largo y complejo pero voy a resumirlo a trazo grueso.

El dato básico es el siguiente: en cifras redondas (que habría que auscultar con más detalle) CFK puede colectar a todo trapo un apoyo del 30/35% del electorado, pero hay un 65/70% que la odia, le teme o la desprecia, esto es, jamás votaría por Ella en ningún escenario que hasta el más imaginativo de los encuestadores puede llegar a bosquejar. En esta polarización obtusa hay que buscar la raíz política de muchos de nuestros padecimientos socio-económicos actuales; por ejemplo, esa estructura de preferencias incentivó al kirchnerismo a mantener un conjunto de políticas energéticas absolutamente ruinosas para el resto del país, pero beneficiosas para sus seguidores, que hoy están en el centro del déficit fiscal, de la escasez de dólares y del fastidio social, y que en la actualidad dieron una vuelta completa de reloj: han comenzado a erosionar con prisa y sin pausa la propia base electoral del Frente de Todos.

Y como Ella se veía venir el problema que tanto contribuyó a generar, comenzó a jugar lo que podría llamarse el juego del reclamo desde adentro. Por eso bramaba en su discurso del Estadio Único de La Plata, en diciembre de 2020, contra los “funcionarios que no funcionan” y que había que “alinear” (sin decir nunca cómo hacerlo…) precios, salarios y tarifas. Esa estrategia duró –días más, días menos- hasta la debacle electoral del año pasado. Para captar en una imagen anecdótica la distancia que va de ayer a hoy, baste recordar el frío saludo entre CFK y Victoria Tolosa Paz la noche de la derrota, que un atolondrado Alberto confundió con un “triunfo”: el saludo fue gélido, pero al menos Cristina estaba subida al escenario; a la reciente designación institucional de Silvina Batakis, en cambio, ni fue…

De la queja desde adentro, Cristina pasó a una táctica diferente, que en honor de Guillermo O’Donnell podría llamarse el juego imposible del despegue, de la separación bajo el mismo techo, del alejamiento político para no mancharse, de lavarse las manos. En ese pérfido rol de free-rider (viajera gratis), CFK quería  “estar adentro” del gobierno para nombrar a numerosos soldados propios, bochar a empleados indigeribles o intervenir en causas judiciales que le preocupa(ba)n; pero aspiraba a “estar afuera” al momento de compartir los costos de las decisiones del presidente que ella misma eligió, escribiendo farragosas e incendiarias cartas como si viviera en otro planeta.

Las limitaciones de esa estrategia se vieron a poco de andar: por un lado, la votación del mes de marzo en el Congreso, donde una amplia mayoría autorizó el endeudamiento externo que desembocaría en el acuerdo con el FMI, dejaron al kirchnerismo de hueso colorado en una situación de aislamiento irresponsable, con el agregado de abrir el flanco a la conformación de un nuevo eje de gobernabilidad que iba de Massa a Alberto, pasando por empresarios, sindicalistas y otros factores de poder locales e internacionales; por otro lado, los mismos votantes del Frente de Todos comenzaban a tener (como lo registraban varias encuestas) una percepción negativa de la actitud de Cristina hacia su “propio” gobierno.

Ante ese panorama, como buena jugadora de póker, CFK dejó pasar una o dos manos, hasta que la realidad económica hiciera su implacable trabajo de zapa, y empezó entonces a jugar más abiertamente –sobre todo a través de sus alfiles- el juego del hostigamiento que nos trajo hasta aquí. Voltear a Guzmán pasó a ser un proyecto político (a efectos de intervenir el gobierno y quebrar a su compañero de fórmula), un botín económico (adueñarse de la firma que maneja cuantiosos recursos de cara a la campaña electoral del año próximo, pero que ya empezó) y –por qué no decirlo, ya que muy en el fondo Ella también es humana…- una módica venganza personal.

Llegados a este punto, las sucesivas estrategias de reclamo, despegue y hostigamiento tal vez terminen estabilizándose en una especie de paradigma de gobernabilidad “tutelada” (como hacían los militares de antaño con ciertos gobiernos civiles), atravesada por conflictivos acotados, tiras y aflojes, acuerdos y resistencias, rebenques y corcoveos. Con el pequeño detalle que la política no gira en el vacío, sino que está sentada sobre una situación socio-económica cercana a un polvorín. 

Habrá que estar atentos, pues, al delicado balance de costos y beneficios en los días por venir: porque si la Sra. de Kirchner calcula que el costo de tutelar es muy superior al beneficio que obtiene, entonces el enfrentamiento corre el riesgo de seguir escalando. Y en tal caso, las posibilidades que se abren al final del camino son más drásticas: o la situación se decanta por un escenario de “ruptura” (Ella se va) o avanza hacia el “derrocamiento” (El que se marcha es Alberto).

Obviamente, no sé qué cosa hará la vicepresidenta. Lo único que tengo claro es que este artículo tiene una pronta fecha de vencimiento. Por lo cual, generoso lector o amable lectora, apúrese a leerlo, a meditarlo, incluso a viralizarlo, y por qué no también, a disfrutarlo, antes del próximo discurso de Cristina.