Hace pocos días, el director asociado de la Región Sanitaria XI de la provincia de Buenos Aires (que abarca casi una veintena de municipios, entre los que se incluyen La Plata, Berisso y Ensenada), advirtió que desde la semana pasada hubo “un aumento de entre el 35 y el 40% de los casos de coronavirus”. Algo más contundente fue el ministro de Salud porteño, Fernán Quirós, al comentar el reporte semanal del domingo anterior, que marcó una “duplicación de la cantidad de casos positivos en la última semana” (17.646 casos confirmados y 176 fallecidos): “todavía hay por delante una nueva ola pandémica y ya se están registrando los primeros indicios de su comienzo”.

Pero aunque la amenaza sanitaria del COVID parece estar todavía lejos de haberse superado, es válido reflexionar sobre algunos desafíos que nos ha ido dejando la pandemia en su paso devastador por nuestro país. Sin ánimo de ser exhaustivo, anoto nada más unos pocos problemas que no fueron “creados” por el virus, aunque probablemente la lógica de funcionamiento de cada uno de ellos se ha modificado –para peor- en este largo bienio.

Un desafío clave se refiere a la necesidad de reconstruir un tejido productivo severamente dañado, sobre el telón de fondo de un proceso de estancamiento inflacionario que ya lleva, por lo menos, una década y que hunde sus raíces en una acumulación de políticas pendulares de más larga data aún. Valga un botón de muestra: en cifras redondas –y desactualizadas- la Argentina entró a la pandemia con unas ochocientas mil empresas aproximadamente (de las cuales un 80% son microempresas, que explican la mayor parte del empleo del país). Hay fundadas sospechas para creer que ese número hoy es mucho más bajo, y que el segmento más afectado, justamente, son los establecimientos más pequeños. El número inicial puede no decirnos mucho si no lo ponemos en perspectiva: si tuviéramos –por cantidad de habitantes- el mismo volumen de empresas que tiene registradas Chile, deberíamos tener algo así como un millón y medio; y si tuviéramos la misma cuantía de empresas que tiene España, según su población, deberíamos tener más de tres millones. ¿Podemos imaginarnos una Argentina con el doble o el triple de empresas “en blanco”? ¿Somos capaces de visualizar el nivel de empleo que demandarían, de transporte de mercancías, de cantidad de vuelos, de rutas más transitadas, de mayores servicios, en definitiva, de mayor vitalidad socio-económica local, regional y nacional?

Por cierto, no se trata sólo de un problema de cantidad, sino también de calidad: esas empresas requieren para surgir y crecer un entorno macro-económico estable, que favorezca el ahorro, la inversión y la eficiencia productiva; pero también deben quedar amparadas por un entorno institucional que facilite su surgimiento y que proteja los derechos de los trabajadores/as y los derechos de propiedad. Por ejemplo, cuando una mafia sindical bloquea una fuente de trabajo para enrolar forzosamente nuevos adherentes, no puede haber ninguna vacilación para que toda la fuerza de la ley, de la condena social, y del repudio político, caiga sobre los hombros de los mafiosos. Idéntica fortaleza se requiere para condenar la corrupción de los funcionarios públicos o las coimas y la evasión del gran empresariado. Tengo para mí que una manera sencilla de evaluar las gestiones económicas de nuestros gobernantes –y la fortaleza relativa del marco institucional- es respondiendo a una pregunta simple y clara: ¿Cuántas empresas registradas se crearon bajo su mandato?

Vamos ahora al otro lado del mostrador. Desde hace ya muchos años, el universo del trabajo se puede dividir –en virtud de sus relaciones contractuales- en dos mundos paralelos: por un lado, el sistema formal, con normas propias de las economías del bienestar de la segunda posguerra, que abarca aproximadamente al 50% de las y los trabajadores; por otro lado, un empleo informal que sobrevive sin derechos ni protección, expuesto a todas las arbitrariedades patronales y sometidos a las cambiantes contingencias de la vida económica. Sin alterar los derechos adquiridos del primer grupo, es posible pensar en mecanismos más modernos y flexibles para ir incorporando progresivamente al segundo sector, en beneficio mutuo de empleadores y empleados. Así, la contratación de un nuevo trabajador o trabajadora debe redundar en beneficios a dos puntas: por un lado, debe constituir una efectiva mejora para su condición laboral (que pasa de una situación precaria a estar “en blanco”); por otro lado, también ha de ser una ventaja económica para la micro-empresa que lo contrata, en vez de convertirse en un bomba de tiempo por eventuales e insostenibles juicios laborales por venir (nuestro país debe favorecer decididamente al micro empresario/a que arriesga y demanda trabajo, y no a los estudios de abogacía que se enriquecen con su quiebra).

De aquí en adelante, y por muchos años, habrá que vivir en una Argentina “bi-norma” (“bi-monetaria”, “bi-laboral”, “bi-previsional”, etc.), que nos permita efectuar una transición paulatina pero consistente desde una economía atosigada de impuestos, bloqueada por múltiples regulaciones, cerrada y  estancada, a una más dinámica y próspera, que conjugue estabilidad, crecimiento e inclusión.

Pero nada de esto será posible si la clase política sigue ensimismada en algunas peleas intestinas de poca monta, a la vez que se sigue alejando de una ciudadanía que exige algo más que gestos de austeridad republicana o de impostada sensibilidad social. Más bien, parece haber llegado la hora de una seria y profunda revisión del peso del Estado y de la política en la vida cotidiana de una sociedad -lacerada por múltiples sufrimientos-, que día a día da señales de profundo hartazgo: desde la pérdida de confianza en las instituciones democráticas hasta el crecimiento de candidaturas alucinadas y anti-sistémicas.

Entre las muchas secuelas que nos va dejando la pandemia está el imperativo de alcanzar –por parte de una dirigencia obligada a transitar el camino del diálogo- algunos consensos básicos para revisar un régimen social de acumulación que parece haber tocado un límite infranqueable. Persistir en su improbable sobrevida sólo parece augurar más inflación, más pobreza, más conflictos irresolubles e inconducentes, más decadencia.