Mucho se habla y se ha hablado de la existencia de una grieta en la sociedad y en la política argentinas. Defensores y detractores del kirchnerismo y del macrismo se agrupan de un lado y del otro de ese abismo que los separa, divididos de forma aparentemente irreconciliable y con posturas ideológicas antagónicas. Esta forma de hacer y de entender la política, lejos de ser un fenómeno novedoso, constituye una constante en la historia nacional, un eje transversal que caracteriza a todos y cada uno de los periodos de nuestro pasado, remontándose al nacimiento mismo del país, e incluso antes. Les propongo, pues, un recorrido, para ver de qué estamos hablando.

Las jornadas de aquél mayo de 1810 que por estos días estamos recordando, posiblemente no habrían tenido lugar si, entre muchos otros factores que determinaron la formación del primer gobierno patrio –como la invasión de la península Ibérica por Napoleón con el consiguiente apresamiento del rey Fernando VII, o el deseo de los comerciantes rioplatenses de poner fin al monopolio comercial español que les impedía negociar directamente con la nueva metrópoli económica mundial tras la Revolución Industrial, Gran Bretaña-, no hubiera existido un profundo enfrentamiento entre peninsulares y criollos.  El mismo salió a la luz ya en la segunda mitad del siglo XVIII cuando las reformas borbónicas impuestas por la corona española establecieron un mayor centralismo en el manejo de su imperio en América, lo que implicó que todos los cargos políticos y judiciales de importancia quedaran en manos de españoles, generando así un fuerte resentimiento en las élites criollas que, acompañando su creciente prosperidad económica, pretendían incrementar su gravitación en los asuntos políticos y se veían de este modo desplazados. Sí, el acceso a los cargos públicos constituía ya entonces un motivo de discordia.

Una vez consumada la revolución e instalado el primer gobierno patrio, esto es, la Primera Junta de gobierno, estalló el conflicto interno entre las dos alas más importantes del movimiento de mayo: morenistas y saavedristas. Tras convocarse a los diputados del interior a sumarse a las deliberaciones que estaban teniendo lugar en Buenos Aires, se hicieron notorias las diferencias de uno y otro bando: mientras los primeros, con Mariano Moreno a la cabeza, pretendían que, nutrida con los diputados recién llegados se conformase una asamblea constituyente, es decir, un órgano nuevo que debatiese en torno a la organización y alcance del flamante gobierno y de las Provincias Unidas con miras a una eventual futura declaración de independencia; el sector liderado por el presidente de la Junta, Cornelio Saavedra, propuso que los diputados se incorporasen directamente a la misma, lo que significaba, implícitamente, sostener el voto de fidelidad al rey cautivo hasta tanto fuese restituido en el trono, esto es, aceptar lisa y llanamente que lo que se había formado en Buenos Aires era meramente un gobierno de transición hasta que “pase la tormenta” en Europa. El final de la historia es conocido y marca hasta qué punto eran encarnizados los enfrentamientos y profunda la “grieta”, incluso en nuestros primeros meses de vida: Moreno fue enviado en misión diplomática a Gran Bretaña, muriendo en alta mar en circunstancias sospechosas.

Tras la declaración de la independencia en julio de 1816, nuevamente afloraron las disidencias en torno a la organización, en este caso de la nueva república. Por un lado estaban aquellos sectores más centralistas, que consideraban que Buenos Aires por ser la capital del antiguo Virreynato del Río de la Plata y núcleo principal de la revolución de mayo, debía concentrar el poder en desmedro de las provincias; mientras que otro grupo abogaba por una distribución geográficamente más equitativa del poder: este era, ni más ni menos, que el germen de la confrontación entre unitarios y federales, que caracterizaría uno de los periodos de enfrentamiento político-ideológico más sangrientos en la historia nacional, ejemplificado, de uno y otro lado, en el fusilamiento de Manuel Dorrego a manos del Gral. Juan Lavalle en 1828, y en los métodos de violencia política implementados por el rosismo entre 1835 y 1852, entre ellos la famosa “Mazorca”, la Sociedad Popular Restauradora y la tristemente célebre “refalosa”, como método predilecto para la eliminación de opositores al régimen.

Luego de la caída de Juan M. de Rosas en la batalla de Caseros, en 1852, el país se dividió ya no sólo política sino geográficamente, entre la Confederación Argentina, con capital en Paraná, por un lado, y la provincia de Buenos Aires por otro; tanto es así que ésta no participó en la sanción de la Constitución Nacional de 1853 que organizó política e institucionalmente al país, adhiriendo a la misma y reincorporándose años más tarde. Fue entonces (década de 1860) cuando una nueva división se produjo, en este caso entre liberales y federales que, de algún modo, era una continuidad de la disputa entre unitarios y federales, aggiornada a los nuevos tiempos signados por un Estado Nacional ya en vías de consolidación. Esto posibilitó una ofensiva de los liberales, con Bartolomé Mitre a la cabeza, que se impusieron a costa de, literalmente, exterminar los resabios de federalismo que perduraban en las provincias del interior bajo la forma de caudillos, como fue el caso del “Chacho” Peñaloza.

Ya con los liberales (liberales en lo económico, conservadores en lo político merced a las prácticas políticas y electorales implementadas para perpetuarse en el poder, tales como el voto cantado, la violencia ejercida en los actos eleccionarios, el fraude electoral y el mecanismo de “gobiernos electores”, donde el presidente saliente designaba al candidato a sucederlo en el cargo) instalados en el poder, bajo la égida del modelo agroexportador que convertiría al país en un proveedor de materias primas para el mundo europeo e industrializado, se produciría pronto la división entre radicales y conservadores. Éstos buscando retener los resortes del poder dentro de la élite económico-social que gobernaba el país; aquéllos, nutridas sus filas por hijos de inmigrantes, profesionales y pequeños y medianos propietarios, en demanda de una apertura del juego político en condiciones más limpias. Lo consiguieron mediante la sanción de la Ley Sáenz Peña de 1912, que estableció el voto secreto, universal (masculino) y obligatorio, pero no sin antes levantarse en armas en tres oportunidades (1890, todavía bajo la denominación de Unión Cívica en alianza con los mitristas, 1893 y 1905), lo que indica, una vez más, que las disidencias políticas en la Argentina continuaban entrañando un alto grado de violencia. Una vez en el gobierno, la UCR a su vez se dividiría en forma dramática hacia el interior de sus filas, entre personalistas y antipersonalistas, esto es, aquellos que apoyaban al presidente Hipólito Yrigoyen y los que se hallaban más cercanos al otro hombre fuerte del partido -Marcelo T. de Alvear-, candidato mucho más aceptable para la oligarquía conservadora que había sido desplazada años antes del poder.

Tras la etapa radical, crisis económica mundial (1929) y primer golpe de Estado en la historia del país (1930) mediante, una vez más la Argentina se dividiría con motivo del inicio del modelo ISI (industrialización por sustitución de importaciones), implementado como medida de emergencia en los años 30 ante los efectos devastadores de la Gran Depresión, siendo acompañada esta tímida industrialización de circunstancia por medidas que, contrariamente a los preceptos ideológicos de los liberales restaurados en el poder, implicaban una creciente intervención estatal en la economía, tales como la inversión en infraestructura (el grueso de la red vial se tendió en esa década) o la creación de juntas reguladoras a fin de garantizar precios mínimos a los productores. Este modelo, industrialista e intervencionista, que de alguna forma se comenzó a insinuar en esos años, sería firmemente adoptado por los gobiernos de las décadas de 1940, especialmente por el de Juan D. Perón, dando lugar de ese modo a la división de la sociedad entre peronistas y antiperonistas, otra de las grandes “grietas” en la historia argentina, profundizada en la medida en que se llevó adelante una sistemática transferencia de recursos del sector primario al manufacturero, con el IAPI como instrumento ejecutor por excelencia. Se configuró de este modo la otra gran divisoria de aguas que persiste hasta nuestros días, que podría resumirse en campo vs. ciudad o campo vs. industria, la cual, en el fondo, problematiza en torno a la cuestión de la distribución de la riqueza, la intervención estatal en la economía, la carga impositiva que recae sobre los distintos sectores de la sociedad, el manejo de los fondos públicos, la mayor o menor liberalización del comercio exterior, entre otros. Dos modelos de país contrapuestos, en definitiva.

Esta antinomia peronismo/antiperonismo, con matices, continúa hasta el presente, pero sin dudas fue especialmente dramática durante el periodo 1955-1973, es decir, entre el derrocamiento de Perón y su regreso al país, años durante los que el peronismo estuvo proscripto como fuerza política (no se le permitía participar en las elecciones) y en los que tuvo lugar la denominada “resistencia”. En consecuencia, durante los sucesivos gobiernos de facto que asaltaron el poder en esos años, incluida la última dictadura militar conocida como “Proceso de Reorganización Nacional”, las disidencias políticas se canalizaron mediante la lucha armada abierta que, en términos generales, podría definirse como guerrilleros vs. militares. Fueron acaso los años más oscuros de la historia argentina en términos de intolerancia y violencia política, hasta llegar al genocidio: miles de desaparecidos, violaciones masivas de los derechos humanos, apropiación de niños, colocación de bombas y asesinatos de ambos bandos y, como corolario, la guerra de Malvinas, ese insensato sacrificio de cientos de jóvenes argentinos. Ni el retorno de la democracia en 1983 pudo aquietar del todo los ánimos, puesto que el gobierno de Raúl R. Alfonsín debió hacer frente a nuevos intentos de golpes de Estado, en un periodo que podría catalogarse como la etapa final de un enfrentamiento entre civiles y militares.    

Los años ’90 fueron, de algún modo, un oasis en el desierto en esta cadena de confrontaciones intestinas, producto de una sociedad políticamente adormecida, exhausta y poco dispuesta a rebelarse, aun cuando el gobierno de Carlos S. Menem brindó más de un motivo para hacerlo y fue de hecho duramente criticado por parte de la oposición. Acaso los movimientos piqueteros tan sólo fueron un anticipo del estallido que, en diciembre de 2001 y cacerolazos mediante, detonaría no sólo al gobierno de Fernando de la Rúa sino a todo un modelo neoliberal que se sostuvo gracias al dinero obtenido por la privatización de empresas públicas, el endeudamiento externo y el mantenimiento de la ficción del 1 a 1, mientras la clase media se empobrecía y la pobreza estructural era cada vez mayor. Sería el inicio de una nueva grieta: primero, enfrentando a pobres contra pobres en esas jornadas caóticas, de las cuales los saqueos a comercios de todo tipo y tamaño constituyeron una triste postal. Luego, con la recuperación económica y los vaivenes posteriores, la Argentina del siglo XXI daría paso a nuevos y viejos enfrentamientos, reeditándose conflictos como fue el caso del campo con la famosa “125”.

25 de mayo: más de 200 años de “grieta”
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     *Miembro de la planta estable del Centro de Estudios Interdisciplinarios en Problemáticas Internacionales y Locales (CEIPIL- Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires (UNICEN)). Licenciado en Relaciones Internacionales y Doctor en Historia (Facultad de Ciencias Humanas (FCH)-UNICEN). Docente en la Facultad de Derecho (Azul) y en la FCH (Tandil) de la UNICEN y en el ISFDyT N° 87 (Ayacucho).