El rasgo más saliente de los cierres de listas es el peine fino que pasó el oficialismo nacional por todas las candidaturas que crecieron a su derecha a partir del desgaste de la gestión del presidente Mauricio Macri. Se trata de opciones que, en todos los casos, comen voto amarillo.

El que no llora, no mama: cero reproches le caben a ex-Cambiemos por estas maniobras, salvo en cuanto a la contradicción del señalamiento moral que desde allí se hace a sus adversarios cuando proceden de igual modo, o en cualquier otro caso. Lo central es que el macrismo se vio forzado a reconocer en los hechos que viene atrás en la carrera. No hay otra forma de caracterizar a esta discusión con variantes partidarias rayanas a la marginalidad, cuando hace apenas un año y medio se afirmaba con seguridad plena que tenían asegurada la triple reelección sin despeinarse.

La maniobra, pues, está bien orientada. Las dudas son si llega a tiempo, si exponerse de esa manera no terminará por empeorar el declive y si esos votantes tomarán bien lo que muchos de ellos consideran proscripción. No elegirán al Frente de Todos, claro, pero ¿quién puede asegurar que algunas rebeldías no deriven en votos en blanco, nulos o en liso y llano abstencionismo? Hay una manta corta entre la necesidad del gobierno nacional de hacer la mejor PASO posible, por miedo a la reacción de los mercados entre agosto y octubre, y contener descontentos hasta el balotaje. Canalizarlos en alternativas que volvieran en segunda vuelta fue desechado.

Hace algunas semanas, el periodista Nicolás Lantos escribió que a Balcarce 50 habían llegado encuestas que los tenían 15 puntos abajo de los Fernández. El último miércoles, Federico Storani (enojado con Olivos, es cierto) habló de una desventaja de 11. Otros aseguran empate técnico. ¿A quién conviene creerle? A nadie. Pero las jugadas antes referidas son sintomáticas.

Y no son las únicas. ¿Cómo tomar, si no, la embestida de Macri del Día de la Bandera contra Hugo y Pablo Moyano, que además ratifica su voluntad de acelerar el ajuste prometido a Mario Vargas Llosa, o los señalamientos de Miguel Ángel Pichetto a Axel Kicillof por presunto comunismo?

Cuando se anunció la incorporación del rionegrino a la fórmula de Juntos Somos el Cambio para la reelección, muchos interpretaron que, al igual que Cristina con su corrimiento a favor de Alberto Fernández, el Presidente giraba hacia el centro. Eso quedará, quizá, para la gestión, si Macri siguiera a cargo del país a partir del 11 de diciembre próximo. Pero la campaña no parece ir en tal dirección. Claro que desde el peronismo se le habían adelantado en el diseño de la escena. Tal vez lo buscaron y comprobaron que llegaron tarde. O apelarán a ello tras superar decentemente el trámite de las primarias, si es que lo consiguen, expertos en proselitismo segmentado. De momento, y hasta nuevo aviso, procuran resucitar la polarización con el cuco populista.

Por último, la nueva partición del justicialismo, amenazada por la fuga neoliberal de Pichetto, no se concretó más que en extremos ya muy alejados de la vida activa del movimiento. En cambio, sí ofreció soluciones en la dispersión de la sociología propia. Días atrás, en un acto en Quilmes, Felipe Solá opinó que el Frank Underwood doméstico estaba allí para despertar al cambiemismo de su desorientación de identidad entre las vertientes obamista globalizadora, la socialdemócrata y la de derecha dura que lo componen, llamándolos a definirse firmemente por la última de las tres. No parece haber errado el ex gobernador bonaerense, dado el desarrollo de los acontecimientos.

Hace tiempo se escribió en esta columna que un mal resultado para Macri en las PASO podía volver traumáticas las diez semanas que separan dicha instancia de la primera vuelta. Un tiempo después, Rosendo Fraga alertó, en igual sentido, que dicho comicio “no es neutral”.

Lo inimaginable deviene probable al calor de una nueva demostración de que la economía manda.