Mientras la Argentina transita el momento quizás más crítico del Gobierno desde su llegada en 2019, en la esfera social y política vuelve a avivarse el fuego contra los “gastos de la política”. Como en todo lapso de crisis, el recordado “que se vayan todos” vuelve a flotar en el clima social bajo diferentes formas y, en la actualidad, viene en forma de pedido de recorte a los gastos de los políticos.

Desde hace varios años, vuelve a resurgir -con mayor o menor efecto- la idea de que ante una situación de pobreza y pérdida del poder adquisitivo generalizada en el pueblo, la “clase política” debe pagar el precio y ajustarse a sí misma para compensarlo. Una idea que ha variado su vara ideológica y que, a lo largo de los años, logró ser abrazada por izquierda y por derecha.

El dilema volvió a tomar eco mediático esta semana ante el revuelo ocasionado por el influencer Santiago Maratea, quien decidió criticar en redes sociales el patrimonio de Máximo Kirchner. El efecto viral instantáneo que provocó Maratea en los medios reavivó la rabia ya instalada alrededor de los “privilegios” de políticos y funcionarios frente a los dineros públicos en medio de una crisis económica creciente.

Si bien el caso Maratea volvió a instalar el tema a nivel mediático, en la esfera política el reclamo por ajustar a la “casta” es un fantasma que viene flotando desde hace años y que reaparece en los momentos de mayor incertidumbre y angustia. 

Quizás su rastro más detectable en la historia reciente fue el permanente señalamiento de “corrupción” hacia el kirchnerismo, relato que Mauricio Macri convirtió en bander propia en su período de campaña hacia la presidencia: la “década ganada” como sinónimo de enriquecimiento ilícito, maniobras fraudulentas con los fondos del Estado y patrimonios de funcionarios agigantados a costillas de la ciudadanía.

En sintonía con un modelo de gobierno kirchnerista que ya venía encontrando sus fuertes desgastes y limitaciones, el rugido macrista por ajustar a los que “se robaron un PBI” logró una fuerte llegada a nivel social -no sin ayuda de presión mediática-. Ya en el gobierno, Cambiemos mostró su peor cara no solo al apelar a los “gastos innecesarios de la política” para justificar una oleada descomunal de despidos en el Estado -disfrazada de cacería de brujas anti "ñoquis"- sino también al enriquecer incluso aún más a los socios políticos y empresariales del macrismo.

En ese sentido, volvió a renovarse el rechazo contra “los mantenidos” de la política, aunque la balanza de la rabia ahora se inclinaba hacia ambos lados de la grieta. Esta tendencia por izquierda y por derecha comenzaba a palparse, ya en esos años de macrismo, tanto en un Juan Grabois que empezaba a reclamarle al campo popular “volver sin los corruptos”, como también en un desconocido Javier Milei que empezaba de a poco a ganar terreno en la TV con su discurso anarco-liberal (tardaría algún tiempo más en enamorarse definitivamente de la palabra “casta”).

En medio de esa caldo social, tras el derrumbe de Cambiemos, el Frente de Todos consagró en 2019 a Alberto Fernández como el “presidente de la moderación”, aquel perfil -hoy lejanísimo- que lo mostraba como sanador de los “viejos vicios” de la política agrietada, para centrarse en el común de los ciudadanos. En ese marco, buena parte del reclamo social volvió a apuntar sobre el “gasto innecesario del Estado”, fantasma que se llevó puesto tanto al kirchnerismo y al macrismo en dos gobiernos. Fernández, por su parte, decidió esquivar el reclamo e ir en busca de una recuperación de la “confianza” en el rol del Estado.

Durante un generoso tiempo de gracia para el Presidente, que incluyó el acompañamiento de la sociedad civil ante la inversión del Estado durante la crisis por pandemia de coronavirus, la gestión del Frente de Todos comenzó con lapso de turbulencia en el último año y medio, ya con la agenda del acuerdo con el FMI en medio de la escena.

La falta de dirección del Gobierno y el desgaste del frente oficialista -devenido en una feroz interna- terminó por sumergirse en una galopante inflación y una pérdida descomunal del poder adquisitivo. La mentada “reactivación post-pandemia” recuperó el trabajo y la actividad, pero la plata no alcanza, un callejón del cual Casa Rosada no parece encontrar salida.

Entre medio, el movimiento libertario logró hacerse con un puñado de bancas en el Congreso el año pasado y se ganó su lugar definitivo en la esfera política, embanderado en la proclama “anti-casta”. En simultáneo, desde los movimientos sociales vuelven a reclamar austeridad a la “clase política” y arrinconan cada vez más a la cúpula del Gobierno. Al ritmo de la crisis, la demanda contra los “gastos de la política” vuelve a retornar y, como suele ocurrir, tiene menos aspecto de propuesta concreta y más de desahogo de una sociedad que cada vez confía menos en los “paquetes de medidas”, y pide que alguien la ponga de su bolsillo de manera urgente.