La candidatura Fernández-Fernández reconfigura el tablero que actores y analistas habían dado por supuesto. La idea de una polarización política que se iría radicalizando sobre el paño de fondo de un peronismo dividido le hubiera dado al gobierno de Cambiemos una chance de triunfo, quizá remota pero real al fin. Pero esa chance parece desvanecerse al calor de las adhesiones de gobernadores peronistas a la propuesta de Cristina Fernández de Kirchner.

El gobierno podrá decir que “nada ha cambiado”. Pero si cree que nada mudó es porque no está prestando atención. Para los electores convencidos de Macri, que Fernández de Kirchner sea candidata a vicepresidenta les puede sonar a broma. Pero es posible que el gesto no sea leído de la misma forma por los votantes independientes; no es descabellado pensar que ellos se sientan un poco menos inclinados a rechazar a una fuerza opositora que se muestra más plural y abierta (tan plural y abierta que incluso disgusta a algunos kirchneristas de paladar negro que otra vez votarán “tapándose la nariz”).

Alberto Fernández no tiene un territorio propio ni cuenta con un sector o un grupo militante que lo apoye. Ni siquiera posee corporaciones o grupos de interés que clamen por su protagonismo. Dicho con crudeza: no representa a nadie. Sin embargo, el candidato Fernández puede hacer gala de una importante cualidad: goza de la confianza de la ex-presidenta sin ser él mismo un “cristinista”. Es justamente por eso que no resulta del todo improbable que consiga aunar más voluntades de las que el kirchnerismo puro supo unir por sí solo. Que esta posibilidad abstracta se transforme en un triunfo concreto es harina de otro costal. Eso no dependerá apenas de los dirigentes (que podrán o no mantener la idea de una tercera opción) sino de los ciudadanos el día de la elección.

Hablando de tercera opción, hay que admitir que el Peronismo Federal aun puede mantener el rumbo y presentar su propia fórmula (¿cuál?), pero sus chances de “morder” votos del oficialismo y de la oposición en partes iguales ha sido puesta en jaque por la movida de la ex-presidenta (que, incluso, puede no ser la última). Todavía existen votantes no-oficialistas y no-kirchneristas, pero son menos que hace algunos días. De lo que se trata ahora para este espacio es de decidir de qué lado patear con la esperanza de que no se cierre la ancha avenida del medio y dar un batacazo que les permita llegar a la segunda vuelta. Para llegar a esa meta, ¿es preciso ser el más feroz o el más tibio de los opositores?, ¿convendrá ser el más o el menos antikirchnerista de los no-kirchneristas?

Volviendo al gobierno, decir que “no pasó nada” es el menor de sus errores (incluso es probable que sea solo una postura de campaña). El problema para “Cambiemos” no se inició cuando Cristina Fernández de Kirchner posteó su anuncio en las redes. Ni siquiera comenzó cuando estalló la crisis económica producto de sus (malas y erráticas) medidas. El problema fue casi originario: en lugar de mantener la estrategia ecuménica de su gobierno porteño, abierto para todos incluso para los peronistas, se fue convirtiendo en una caricatura de aquello que la oposición denunciaba. Se cerró no solo a sus socios radicales (a los que siempre vio como la vieja política) sino también a sus propias facciones internas menos puras. Descreyó de pactos amplios y se inclinó por las negociaciones puntuales, prefiriendo concentrar poder de decisión antes que buscar la sustentabilidad de las decisiones.

Ahora el cambio es difícil para Cambiemos. Toda maniobra de apertura o acuerdo podrá ser leída como una claudicación o una muestra de debilidad y no sería extraño que se decida a jugar a “todo o nada”. El problema de esta estrategia es que acarrea costos no solo para el gobierno, sino para toda la sociedad.

*Doctor en Ciencia Política. (UNL-CONICET)