Cuando Rogelio Frigerio y Adrián Pérez hicieron público, el domingo pasado, que Alberto Fernández había derrotado a Mauricio Macri en las PASO por 15 puntos, se clausuró en una misma detonación una época y se inauguró otra, completamente distinta a la anterior. Si la respuesta a la pregunta en la que se alojaba la clave del 47-32 (voto heladera o voto ética) ha impuesto sus términos nuevamente, ahora la incógnita pasa por los recursos que tendrá el Frente de Todos, si confirma su triunfo en octubre próximo, para cumplirle a una porción de la ciudadanía que no tiene mayores reparos en pasar de acompañar a CFK en 2011, a sancionarla vía su antagonista máximo en 2015, y a devolverle su favor a una arquitectura que la contiene en 2019, luego de comprobar que el remedio fue peor que la enfermedad y de que el peronismo, debe reconocerse, hizo todo lo que debía para volver a enamorar. Una clientela exigente.

Ahí cobran sentido los análisis que avisaron, ya desde el año pasado, cuando el candidato a presidente construía para su ahora compañera de fórmula, que en el Instituto Patria se pensaba más en las dificultades de un eventual retorno al poder, por el desastre que deja Macri, que no sólo en instancia electoral. De hecho, Cristina hizo mucho hincapié en ello en el video de anuncio de su corrimiento. En las horas posteriores, las masas que corren en auxilio del vencedor cuando hasta el cierre de los comicios eran más amarillos que el propio Mauricio son la mejor prueba de que, aunque resta la validación formal a celebrarse dentro de algo más de dos meses, ya se despliegan con fuerza tiempos nuevos. A Alberto le toca un difícil equilibrio: separar la paja del trigo entre quienes le sirven para ampliar sus bases de sustentación frente a la tercera crisis de proporciones de la democracia, tras las de 1989 y 2001; y quienes apenas van por la suya.

Las elites han comprobado, a través de más de once millones de papeletas azules, que no hay en Argentina lugar para un proyecto financiado con la pauperización de clases bajas y medias, pero no reciben del peronismo hostilidad sino brazos abiertos en los cafecitos de la transición.

Sucede que en el contrato electoral que consagra a los Fernández viaja también un ruego por discusiones más amables que las que se suceden desde la crisis del campo en 2008. Hizo falta un fracaso como el de Macri para que muchos comprendieran que nadie sobra, y que conviene contar hasta 10 antes de tirar del mantel, porque detrás de la cortina está el gobierno de los bancos, contra el que Alberto diseñó sus mayores hits proselitistas. No hay en esto una apelación utópica a un mundo feliz (e imposible) de consensos permanentes, sino la racional constatación de que una cosa es disentir, y otra, muy distinta, estirar eso hasta favorecer a quienes dejan tierra arrasada.

Mientras los equipos vencedores están menos relajados a una semana de golear de lo que lo habrían estado si se hubiesen impuesto (como mayoritariamente se creía) por entre 7 y 9 puntos de diferencia, porque aunque no guste ni sea justo ya se les están exigiendo respuestas (además, a nadie le conviene un incendio como los que hemos conocido), en la vereda de enfrente, el desconcierto es también hijo de una convivencia imposible entre quienes aspiran a reinventarse para seguir teniendo futuro político (simbolizados, acaso, por Horacio Rodríguez Larreta), y otros que no pueden, no saben, ni quieren hacer eso (el propio Macri y, más aún, Elisa Carrió).

Si Olivos no atina a encontrar el justo medio entre una resurrección en la que no creen más que algunos pocos fanáticos (ilusión que, en parte, tampoco pueden abandonar porque es la vitamina necesaria para competir decentemente en el rubro legislativo) y la administración prolija de la salida es fundamentalmente debido a que no se preparó para tratar con un rival regular sino con el diablo. Cuando Cristina les negó esa referencia, coronaron una gestión patética con una campaña deplorable como nunca se les había visto. Cuando las urnas hablaron, estalla una economía entregada a los caprichos de finanzas a las que convencieron de que la cosa estaba peleada y de que, efectivamente, los otros eran comunistas. De ahí en más, no saben cómo vincularse con el mal absoluto, en especial por la parte en la que toca explicarles a sus fieles, que no imaginaban para el posible próximo gobierno otra cosa que una celda, que toca negociar con reos. Como sea, ese 32% sigue existiendo, es mucho y la democracia argentina necesita de una dirigencia que represente a ese sector, y no que se limite a ser su vocero incentivando sus peores impulsos.