Cuando hace algunas semanas se empezó a rumorear la expropiación de Vicentin, pocas horas antes del anuncio de Alberto Fernández, tres cosas podrían haber sido ciertas: que el gobierno ya tuviese el proyecto negociado con los jefes de los bloques aliados y opositores; que algún fiscal tuviese un pedido de prisión preventiva en mano y éste sirviese de elemento de presión a los dueños de la empresa; o que las pruebas reunidas acerca del desfalco fueran tan contundentes –y los beneficios de la estatización tan fuertes– que la campaña del gobierno para justificar y garantizar la expropiación fuera apabullante.

Nada de esto pasó. Más bien, sucedió lo esperable: el rechazo de las cámaras empresarias, protestas en el pueblo de la empresa y, al estilo de las cautelares en la época de Cristina Kirchner, la aparición de un juez que le puso un freno a la intervención temporaria. Una historia no sustancialmente diferente a la de otras expropiaciones, como Aerolíneas Argentinas, YPF o las AFJP.

Pero la expropiación no quedó trunca solamente por estos factores. En efecto, en el propio frente interno las condiciones no resultaron en absoluto sencillas. Prácticamente  todo el arco político de la provincia de Santa Fe se opuso al proyecto de Alberto Fernández. No sólo Juntos por el Cambio y el Socialismo, sino también el propio gobernador justicialista, un hombre de sabido perfil conservador que comenzó a oficiar en la práctica de moderador de la iniciativa del gobierno nacional, pasando de estar ausente en los anuncios de Casa Rosada a ser el vocero de la nueva propuesta oficialista desde las puertas mismas de la Quinta Presidencial.

Mientras tanto, en el Congreso de la Nación las perspectivas no han sido abiertamente auspiciosas. Y no precisamente en el Senado, contra todos los pronósticos de mal augurio que señalaban que la vicepresidenta sería un factor de división del heterogéneo bloque oficialista. Más bien en la Cámara de Diputados, presidida por un actor clave que ha guardado un elocuente silencio desde el anuncio inicial de Alberto Fernández. Sin el impulso activo de Sergio Massa, y sin el apoyo de bloques como el de Roberto Lavagna –candidato no oficializado a presidir ni más ni menos que el Consejo Económico y Social–, el camino hacia los 129 votos resulta particularmente espinoso.

Ante este escenario, el gobierno decidió adoptar el “plan Perotti”, desechando por ahora la expropiación y apostando a que el juez acepte transformar el concurso de acreedores en una distribución de partes accionarias según los montos adeudados. En otros términos, que las deudas se cobren no con una quiebra –vendiéndose todos los bienes de la empresa–, sino permitiéndose que Vicentin se subdivida y reparta en tantas partes como actores que aguardan hace meses para cobrar. De este modo, las deudas con el Banco Nación, con la provincia de Santa Fe y con productores agrupados en empresas coparticipadas (llamadas “cooperativas”), entre otros, permitirían generar una mayoría accionaria y conformar así una empresa mixta.

Este plan todavía no tiene el camino despejado. Y, de hecho, el propio Alberto Fernández advirtió que, si el juez no lo viabiliza, seguirá adelante con el proyecto de expropiación, por más incierto que sea el intento de aprobación. Pero si el pedido a la justicia tiene éxito, se abren numerosos grises e interrogantes: si los Vicentin podrán mantener parte de las acciones; si grandes cerealeras, como Molinos y Aceitera General Deheza, podrán comprar minorías accionarias significativas; y fundamentalmente si el gobierno nacional contará con la suficiente autoridad sobre la empresa para lograr los propósitos declamados inicialmente. Posiblemente aquí yace uno de los problemas más importantes de este conflicto: ¿cuál es el objetivo del gobierno para con Vicentin?

Por un lado, se afirmó que se apuntaba a “evitar la extranjerización”. Un propósito clave, que no obstante debe sopesarse considerando que hoy por hoy, en un mundo globalizado y con un flujo hiperdinámico del dinero, los comportamientos de las grandes empresas nacionales no son de por sí sustancialmente distintos a las extranjeras. La propia Vicentin ha demostrado que no es preciso ser una multinacional estadounidense para fugar divisas, evadir al fisco, estafar al Estado y dejar en una situación financiera endeble a miles de productores.

Por otro lado, el gobierno sostuvo que el objetivo con la expropiación era “rescatar a la empresa”. Pero, ¿es el Estado el único actor con capacidad de semejante tarea? Diversos analistas señalan que Vicentin requiere una inyección de 300 millones de dólares para volver a funcionar, y que no hay muchos más allá del Estado con capacidad de asumir semejante riesgo. Esto es tan cierto como el hecho de que no es preciso hacerse de las riendas de una empresa para otorgarle dinero. Abundan los ejemplos de salvatajes estatales sin toma de control.

Por último, pero como argumento clave para justificar la declaración de “utilidad pública”, el gobierno declamó que Vicentin es una “empresa estratégica”. Quizás aquí se encuentre un elemento clave para evaluar aquello que se puso en juego cuando Alberto Fernández apostó a la vía de la expropiación. Tomar el control de Vicentin es hacer pie en un mercado que explica más del 60% de las exportaciones de la Argentina; es colocar un ojo en un sector con hábiles maniobras de subfacturación y evasión impositiva; es hacerse del dominio sobre una empresa generadora de divisas con capacidad de retener granos y propiciar devaluaciones; es contar con un instrumento capaz de volverse una referencia en la producción de alimentos y limitar el auge de precios. Es, como se afirmó tantas veces, tener una “empresa testigo”.

El gran dilema hoy es, qué tanto de estos propósitos se podrá lograr mediante el plan Perotti. En otros términos, cuán potente sería un eventual dominio político del gobierno sobre Vicentin, y si acaso el poderío del Estado nacional no se licuaría entre el conjunto de actores con partes accionarias de la empresa –a diferencia de lo que sucedería con un 51% del control en manos exclusivas de YPF–. Pero, de hecho, también es una incógnita si acaso será viable el paso de la expropiación por la Cámara de Diputados en caso de que el plan Perotti no se efectivice. En definitiva, es un interrogante la velocidad con la que se alcanzaron semejantes niveles de incertidumbre apenas un par de semanas después de un anuncio contundente como fue el de Alberto Fernández en la Casa Rosada.

Más que el “vamos por todo” con el que se tendió a adjetivar al gobierno de Cristina Kirchner, la historia con Vicentin de estas semanas parecería un ejemplo de “vamos por todo, pero vamos viendo”. Tal vez no habría que perder de vista que, en la Argentina, cuando de un gobierno progresista se trata, el costo siempre ya está pagado. En otras palabras, el muy certero argumento en torno a la deuda –que “de todos modos ya estamos en default”– vale para todas las medidas transformadoras que el gobierno proponga o deje de proponer. Sin importar si es una mera idea, como la propuesta de Fernanda Vallejos, un proyecto no concretado, como el impuesto a las grandes fortunas, o un anuncio totalmente oficializado, como el de la expropiación de Vicentin.

La luna de miel ya terminó, y la grieta está expuesta a cielo abierto, una vez más, en todo su esplendor. Acaso lo que estén evaluando en la Quinta Presidencial es si evitar posibles derrotas es realmente menos costoso que apostar a dar la pelea.

* Sociólogo y Doctor en Ciencias Sociales (Universidad de Buenos Aires). Becario posdoctoral del CONICET e investigador del Centro de Estudios Sociopolíticos (Instituto de Altos Estudios Sociales, Universidad Nacional de San Martín). Twitter: @AndresScharager