En la mitad de los años 1990, cuando la política era el campo de experimentación de los economistas y primaba un consenso respecto de qué se podía esperar y qué no de la democracia liberal, Jacques Rancière publicó El desacuerdo. Sin decir que la política es conflicto, Rancière cuestionaba el esencialismo de la filosofía política tradicional, este breve libro mostraba que la democracia estaba muy lejos de la utopía tecnocrática del acuerdo a cualquier precio. Aprendimos con Rancière que las democracias se caracterizan por el desacuerdo, y por la tensión que genera que haya partes de la sociedad que no tengan su parte, que estén fuera de lugar.

El desacuerdo fue muy muy popular en la Argentina, incluso más que otros textos estético-políticos de Rancière que causaban furor en los Estados Unidos de la era clintoniana.  EEUU era entonces el reino feliz de consumidores y consumidoras lookeadas como las protagonistas de Sexo en la ciudad. Todo escándalo y cualquier crítica al orden establecido era acallado con la frase presidencial: “Es la economía, estúpido”. La Argentina también vivía  en los años de consenso neoliberal. Para imponerlo se le habían infringido a nuestra sociedad heridas de las que no se ha recuperado casi tres décadas después. Sin embargo, en este acuerdo había desacoples, que se transformaron en estruendo en las jornadas de diciembre de 2001, que estallaron la política, la economía, la credibilidad del sistema bancario, e hicieron crujir la estabilidad del régimen político inaugurado en 1983.

En 2015 en un libro que lleva el título largo Entre la iracundia retórica y el acuerdoEn el difícil escenario político argentino, Julio Pinto escribía que no hay que confundir la hojarasca mediática, el show del espectáculo político con conflictos, violencias o desacuerdos políticos tan medulares que hacen imposible toda forma de convivencia social. Todavía entonces, aunque la deslegitimación moral de los adversarios políticos era moneda corriente en el debate público, Pinto creía que la democracia argentina podía aspirar al consenso en el disenso. Pero también nos advertía que a fuerza de sobreactuar, los personajes de una farsa se pueden convertir en actores y actrices de una tragedia.

Grietas y pos grietas mediante, hoy es un lugar común en los análisis políticos afirmar que lo que falta en la Argentina es ponernos de acuerdo. Algunos y algunas proponen un gran acuerdo nacional, al estilo de los pactos de la Moncloa, firmados en la España postfranquista. Quienes tengan edad y memoria suficientes o conozcan la historia de finales de los años 1980 recordaran que ese tipo de pacto social y político no resultó muy exitoso en la Argentina. Más modestamente se nos pide que nos conformemos con acuerdos de precios. Pero estos últimos, ni en el pasado remoto ni en el reciente, funcionaron bien. Podríamos acordar en el respeto al Estado de Derecho como un concepto límite que nos recuerda los riesgos que corremos cuando deja de estar vigente. Sin embargo, esta esperanza resulta vana cuando quienes más se llenan la boca con la palabra república no han hecho más que mancillarla.

No es que en la política argentina del año 2022 exista desacuerdo en un sentido rancieriano. Para que esto suceda deberíamos asumir la tensión que nos habita como sociedad, fundada en una división insaturable entre quienes pueden hacer oír su voz y quienes están silenciados/as por el ruido de sus estómagos vacíos o la falta de palabras para expresar lo que sienten. Ni siquiera nos encontramos en un escenario de empate hegemónico entre dos modelos socioeconómicos en pugna: el nacional desarrollismo versus el neoliberalismo globalizante. Ojalá así fuera, porque las disputas tendrían un sentido político y no estarían justificadas en el individualismo reinante entre la ciudadanía y la dirigencia política. Entre los desacuerdos sobre qué hacer con el endeudamiento externo, cuál es rol de la Argentina en el contexto internacional o cómo gestionar la pandemia de Covid 19 -los cuales son tan volátiles que permiten a quien estuvo a favor de una medida oponerse semanas después sin casi ningún costo-, hay un temible acuerdo.

Parece que estamos de acuerdo en que lo que cree y quiere cada quien es la medida de todas las cosas. Entonces, no hay verdades científicas, voluntades populares, decisiones eficaces o legalidad que tengan un valor superior al deseo de hacer lo que se nos da la gana. Y hay quienes se atreven a definir a esta actitud como libertad, aunque hace casi quinientos años Thomas Hobbes, el inventor de la libertad individual moderna, haya dicho que esa asimilación era un error.

Quizás la democracia sea esa experiencia que acontece entre acuerdos y desacuerdos, instituciones y liderazgos , costumbres e innovaciones, ambición y moderación, pero que solo sucede cuando somos libres porque estamos otres en quienes podemos reconocernos.

*Politóloga (UBA), magister en Sociología de la Cultura (UNSAM) y Doctora en Ciencias Sociales (UBA) y Filosofía (Paris 8). Profesora de la UBA (Fundamentos de Ciencia Política I) e investigadora de CONICET. Miembro de la red de politólogas