Todavía no le estalló el corazón. Pero pronto le va a estallar, o eso parece. Son las 12 del mediodía sobre la 9 de Julio a la altura de Belgrano y Leonel camina sin rumbo. Le brillan los ojos: alguien acaba de gritar que el micro con los jugadores de la Selección bajaría por la 25 de Mayo y hacia allá se dirige, entonces, acelerando el paso y siguiendo a la manada, a los miles y miles incontables que como él se aferran a ese dato improbable pero esperanzador.

—Vamos igual— dice. Si me muero en el camino, me muero feliz.

A lo lejos se ve un mar de cabezas celestes y blancas que avanza como en una peregrinación. El horizonte está marcado por la traza de la autopista, ya rebalsada, de donde cuelgan banderas y cuerpos. Hay desborde, pero es un síntoma de felicidad. Un par de cuadras más adelante se advierte que ya no hay lugar lógico por dónde pasar. Pero nadie desiste.

Hay ruido y hay confusión: a cada metro un tumulto, un pogo o una mezcla de ambos; también gente que danza alrededor de heladeras de cerveza y que se sigue trepando a los postes y a los semáforos. Y, de golpe, un desmayo. Y otro. Y otro más. El último es el de una mujer joven. Se abre una ronda. Los muchachos, en cuero, usan sus remeras en forma de abanico para darle aire, le tiran lo que les queda de agua en las botellas. Cuando logra levantarse del piso, todos festejan. “Dale campeón, dale campeón”, gritan. Leonel se acerca.

—Ya está bien, sigamos— dice. Es el calor, no se puede más.

Mientras sigue caminando hacia el destino tan ansiado, Leonel cuenta que vive en La Plata y que cumplió 34 el día del partido con Países Bajos. Lo festejó en este mismo lugar, dice, y ya se podía adivinar el desenlace: la ansiada copa y la fiesta popular. El globo dorado con la forma de un 3 típico de cotillón que se trajo para recibir a Messi, su tocayo, es un recuerdo de ese día. El color y el número hacen honor al título, y su nombre, por esa pura casualidad divina que sólo importa en fenómenos como el fútbol, hace honor al capitán y responsable de la mayor alegría de su vida. El problema es que nadie sabe, en esta esquina de Buenos Aires y a esta hora, por dónde andará.

EN EL CIELO LOS PODEMOS VER

La primera vez que el cielo se abrió para quienes hicieron vigila sobre el Obelisco fue cuando pasaron los aviones de combate de la Fuerza Aérea. “Es el ruido de los Convoy, de ese tipo de aviones de guerra”, dijo uno. Fue atronador. Varios se sobresaltaron. Horas más tarde, los jugadores hicieron lo propio pero en helicópteros de la Federal, y sobrevolaron las millones de cabezas argentinas que los esperaban.

Cuando se supo que de la 25 de Mayo no bajaba nadie, varios miles de incrédulos tomaron camino inverso, rumbo al bajo. Allí los esperaba la otra marea humana, sobre la Plaza de Mayo, que ya era un lago multitudinario. Pero nadie desistió.

Cerca de las cuatro de la tarde, sobre la 9 de Julio todo el mundo se hacía la misma pregunta. ¿Dónde están? ¿Dónde vamos? Había poca y mala señal, así que el que accedía a las noticias las gritaba a viva voz. Que los jugadores irían a la Rosada, o que no. Que uno saltó desde la Richieri, que se mató, o casi. Que los jugadores estaban agotados luego de más de cinco horas de caravana, o que no.

—Somos campeones del mundo, qué más podemos pedir—, gritó uno. Suficiente para un “¡daaaaleee!” y otro pequeño estallido colectivo, como los que despertaban a cada rato en todos lados, en todas las direcciones.

Finalmente lo que nadie quería pero todo el mundo temía sucedió: el micro no ingresó al centro ni por la General Paz ni por la 25 de Mayo. Lo harían por la vía aérea.  

“No nos dejan llegar a saludar a toda la gente que estaba en el Obelisco, los mismos organismos de Seguridad que nos escoltaban, no nos permiten avanzar.

Mil disculpas en nombre de todos los jugadores Campeones. Una pena”, informó el presidente de la AFA, Claudio “el chiqui” Tapia.  

“El helicóptero guía de la Policía Federal Argentina h16, lleva a bordo al Capitán Lionel Messi, Lionel Scaloni y Rodrigo De Paul, quienes llevan la Copa del Mundo, los mismos harán un sobrevuelo por el Obelisco, zona de Constitución, 9 de Julio, Av. De Mayo, Autopista 25 de Mayo para saludar al pueblo, donde finalmente regresarán al predio de la AFA”, informó la Federal.

Entonces empezó una nueva ficción: suponer que a bordo de los helicópteros que sobrevolaron el Obelisco viajaban Messi, el Dibu y el resto de la Scaloneta. Duró poco: dos, tres minutos. Lo suficiente para bendecir al cielo, una vez más.

LA CALLE

 Parado sobre uno de los carriles del Metrobús, José muestra una pieza de museo. “Este es mi Ford Fiesta, chocado”, lo presenta. Chocado es poco: tiene abolladuras en las cuatro puertas, los vidrios rotos, la pintura violeta del capó completamente picada. Lo trajo desde Ensenada, pero antes se encargó de pintarle, con Liquid Paper, una de las frases que Qatar dejó para siempre: “¿Qué mirás, bobo?”.

“Lo traje para que los nenes se saquen una foto desde el techo”, dice. A cambio solo pide una “colaboración”. Se ríe. También le sumó una copa del mundo, bastante bien lograda, que ató al techo. Con lentes de sol, un sombrero negro y una camiseta verde con las Islas Malvinas impresas, había sacado todos los números para las notas de color de los festejos. “Viví el 78, el 86, y ahora también. Estoy completo. Qué más te puedo decir”.

El rebusque para hacerse el mango se extendía a todo lo largo de la Avenida. A las tres de la tarde, María, que llegó desde La Matanza, ya había vendido más de 50 mil pesos en merchandising. El piluso, muy cotizado bajo el sol tremendo, se vendía a mil quinientos, mismo precio que el Fernet.

La sombra cotizaba todavía más: en las plazoletas aledañas al Metrobús, o bajo sus techos, se multiplicaba el número de personas por metro cuadrado. Algunos aprovecharon para una siesta. “Este es mi hermano”, contó Luis ante la consulta de Diagonales. El “hermano” estaba en el quinto sueño. “No duerme desde el domingo”, explicó. “Me lo traje desde Pablo Nogués. Todo roto, igual, me pidió estar”.

La solidaridad fue otro de los síntomas de la alegría. En forma de manguerazos de agua que bajaban de los balcones, como en la calle Libertad, donde este cronista también pidió un trago de Fernet para refrescar y recibió a cambio el vaso entero. También se ofrecían las copias de la copa del mundo para las selfies con el Obelisco de fondo.

Según estimaciones de la Policía de la Ciudad, “en toda la traza de la 9 de Julio y la Autopista 25 de mayo se congregaron más de 4 millones de personas”. El operativo se cerró con “795 llamados por asistencias médicas y personas lesionadas o extraviadas”. La mayoría “fue asistida en el lugar” y solo 31 personas “fueron derivadas a hospitales porteños”. El SAME, contó otros 18 heridos, todos adultos, y de sexo masculino, que "se cayeron de techos y árboles, pero ninguno reviste gravedad". Entre los 4 millones de peregrinos, sólo hubo 9 detenidos, por “intentos de robo y otras incidencias aisladas”.

Veinte años después del estallido del 2001, el panorama del caos era el inverso: no lo fagocitaba la violencia, sino la celebración. El final, mientras caía el sol, lo protagonizaron los techos del Metrobús. El riesgo era alto: muchos cayeron al suelo, sin red. Pero el premio era mayor: la panorámica visual de la celebración era inmejorable. Los centenares que se atrevieron y lo lograron se llevaron un souvenir más. Desde arriba, se cantaron las estrofas de los dos himnos: el que pide que juremos morir con gloria y el que dice que, ahora, nos volvimos a ilusionar.