El primer mes de Alberto Fernández en la Presidencia de la Nación arroja como dato más saliente la reactualización de un debate que nunca termina de saldarse: los impuestos. Quién paga más, quién menos y cómo y dónde se aplican. Las derivaciones políticas de esas discusiones dibujan el mapa de representaciones históricas de Argentina.

Sin posibilidad de emitir (por peligro de desborde inflacionario) ni de tomar créditos (dado el default virtual), el Presidente debió ir a buscar en los pocos lugares donde aún quedaba cierto resto: retenciones, bienes personales, turismo emisivo (aunque los últimos dos casos se prefiere repatriación y abstención, cuidando dólares, a recaudar en pesos), para apurar alguna redistribución (que debería completarse vía congelamientos tarifarios) sin agravar el rojo fiscal.

Lo más jugoso está, con todo, en la reorientación de rentabilidades: se desalienta el negocio financiero bajando las tasas de interés, abaratándose el crédito para inversión (que debería moverse ante la reaparición de dinero en la calle); y el agrario, vía dólar diferenciado. Gobernar es algo más que cobrar impuestos. Aunque es una polémica crucial, también lo es cuidar el circuito consumo-producción-creación de empleo. Al cabo del cual, si es virtuoso, se recaudará más, sí. Y es importante que sea en una matriz progresiva. Pero asimismo lo es que no se corte la retroalimentación entre aquellas variables, sino que, por el contrario, se expanda.

Las reacciones ante esta batería de medidas, que suponen una reconfiguración de privilegios en amplio sentido del término, no se hace esperar. Asistimos, lisa y llanamente, a llamamientos a rebeliones fiscales, a nuevas y más brutales formas de descalificar a los más necesitados (buscando recrear el mito de la grieta entre “subsidiados” y trabajadores) y a intentos de convencer de que, en realidad, lo más conveniente es liberar de tributos y/o de regulaciones “a los que invierten y dan laburo”, pues ello algún día redundaría en beneficios para todos. Maravilloso: como si todo eso no hubiese sido el manual de un gobierno que terminó hace apenas treinta días en el fracaso más estrepitoso que registra nuestra democracia.

Se ha dicho que tras un eventual fracaso del Frente de Todos vendría algo peor que Mauricio Macri, alguna versión local del brasileño Jair Bolsonaro, y los hipotéticos postulantes no pierden tiempo de ir creando el clima apto para la ocasión, poniendo en juego discursos de lo más reaccionarios, que combinan liberalismo económico con todo tipo de represión social.

El escollo que tienen es, justamente, Macri: el recuerdo de su desastre está muy fresco. Así las cosas, no debería extrañar que, en un futuro no muy lejano, el único presidente argentino que no consiguió reelegir sea repudiado por segmentos que deberían formar parte de su proyecto de retorno, si tal cosa estuviera en su cabeza. El problema habrá sido Mauricio, y no las ideas que llevó a la práctica. Nada que no se haya visto, pero agravado, se insiste, por la novedad que suponen las alternativas que asumen sin pudor el odio como insumo de construcción.

La novedad es que aquello que antes era vergonzante, hoy se grita. Alguna vez, Susana Gimenez le dijo a Macri (que aún no era ni alcalde porteño), en vivo y en directo, mientras ambos se quejaban de algún problema judicial del ex comisario Jorge Fino Palacios, que si un policía reprendía a un delincuente, “salen los de los DDHH y todo lo que ya sabemos”. El todo lo que ya sabemos es la nota distintiva de aquel pataleo público. Se utiliza cuando alguien, en complicidad con otro, quiere dar a entender algo a terceros, pero sin explicitarlo por temor a las posibles consecuencias de lo que pudiera decir. Bueno, ya no existen aquellos frenos.

Gerardo Fernández escribió un muy buen texto en el que alerta que “el campo” se despereza para pelear por evitar pagar la cuenta de los platos que rompió durante una gestión, la previa a la actual, que fue suya como pocas antes. Si bien las ciudades cercanas a la ruralidad se sumarán, dependientes como son del rubro, aún no se observa conexión en la urbanidad más alejada, la clave del éxito de la revuelta de 2008: lo dicho, las heridas que abrió el ingeniero siguen abiertas y las complicidades con que contó no se olvidan fácil.

Eso sí: harían bien en el Frente de Todos si hicieran a un lado el concepto de solidaridad, y en cambio empezaran a hablar de nuevo modelo, que frente a eso estamos. Lo primero remite a algo provisorio, que en algún momento finalizaría. Ergo, queda latente la posibilidad de que se reclame dicho epílogo. Y si bien puede haber aspectos secundarios de las nuevas políticas cambiarias o fiscales que a futuro se reconsideren, en lo central, el concepto debe sostenerse. El país no puede, por caso, volver a desregular sus cuentas externas o su frente comercial, alentar otra vez la bicicleta financiera o reforzar la competitividad que “el campo” ya tiene.

Como sea, las expectativas y el rumbo ya son muy otros. Una vez que Martín Guzmán termine de estabilizar y evitar un nuevo crack, lo que demanda la mayoría de las horas del tramo inaugural, debería ocupar el centro de la escena Matías Kulfas, quien tendrá a su cargo un reperfilamiento virtuoso. El productivo. Se trata del desarrollo siempre pendiente, una deuda mucho más pesada que cualquiera de las que hayan dejado los distintos ciclos liberales que nos gobernaron, pues ésta se traga periódicamente los años de bienestar, generando escaseces que malhumoran y abren las puertas a gobiernos ajustistas. El remedio peor que la enfermedad en el constante loop nacional que grafica nuestro empate con sabor a derrota.

Pero no es poco estar evitando los abismos ya experimentados (1989 y 2001), al borde de los que nos había dejado Macri; y ya no revisar el boletín oficial con temor a quitas de derechos.

El esmero que dedica Alberto a no abrir más frentes que los estrictamente necesarios dan cuenta de que se ha propuesto concentrar esfuerzos en el único ítem de la agenda que podría complicarlo: la administración. Con ciega fe en que buenos resultados son el mejor antídoto.