Desde el modo en que el Frente de Todos (FdT) votó el acuerdo con el FMI, con el fresco antecedente de la renuncia de Máximo Kirchner a la jefatura del bloque de diputados, la cuestión de la unidad del partido de gobierno vuelve a plantearse como –si es que alguna vez había dejado de ser– un problema de primer orden. Otro tanto acontece con las diversas internas que atraviesan al bloque opositor conformado por el Pro, la UCR y la Coalición Cívica, y que avino en llamarse Juntos por el Cambio (JxC). Así, los dos frentes nacionales de mayor peso político, en la actualidad, se encuentran en una situación similar, a la que llegaron por vías distintas pero que tienen un punto en común: la derrota electoral y en primera vuelta del entonces presidente Mauricio Macri.

Producir ese hecho político fue el primer objetivo que persiguió la conformación del FdT. Proceso que obtuvo un inusitado impulso cuando la principal referente de la oposición, Cristina Fernández de Kirchner (CFK), se autopostuló como candidata a Vicepresidenta, a la vez que indicaba quién sería su compañero de fórmula, es decir, quién sería su candidato a Presidente. La fuerza de ese acontecimiento se concentra en que, en el mismo momento que subraya la importancia política de CFK, en tanto es quien puede hacer semejante anuncio, se plantea el corrimiento de su figura. No su retiro, no que ella se va, sino que se corre un poco, dejando así de ocupar el centro del espacio político ahora en formación. Por el lado de JxC, el que por primera vez desde 1983 –o, mejor dicho, desde la Reforma Constitucional de 1994–, un presidente en ejercicio se presente a su reelección y sea ampliamente derrotado en las urnas, llevó a que Macri pierda la centralidad que había detentado hasta el momento. No todo su peso político, ni su potencia plebiscitaria, pero sí la capacidad de ordenar a su espacio en torno suyo.

A través de caminos distintos, ambas alianzas llegan a una situación similar: la ausencia de una figura que ocupe el centro, capaz de tornarse el Uno con referencia al cual se organiza el conjunto. Por eso, la novedad del actual momento político no es el esquema de “bi-aliancismo” –el que sean dos alianzas las que ocupen el rol de fuerza oficialista y de principal oposición–, pues el mismo ha tendido a predominar en la Argentina democrática. Si bien siempre con un partido fuerte en el centro de la alianza y una figura ocupando el centro de ese centro, el lugar del Uno. La novedad, en cambio, es que ese lugar esté vacío, porque al correrse se deja de ocuparlo, porque la derrota lo impide.

Esa situación genera el desafío de tomar decisiones en la pluralidad. Marco en el cual, las diferentes maneras de ver lo mismo ponen en marcha una fuerza centrífuga que amenaza con desintegrar a la alianza. Sin embargo, ello no tiene por qué llevar a buscar la unidad, esfuerzo que no deja de remitir a la pretensión de (volver a) establecer un Uno. Sea apelando a viejas figuras, o construyendo nuevas (como lo insinúa la presunta fundación del “albertismo”), aunque siempre en pos de una fuerza centrípeta que fortalezca el centro. O, mejor aún, que lo llene, al establecer una manera unívoca de ver las cosas, aun cuando eso se logre al coste de expulsar las diferencias, de negar todo espacio a las internas. Tal, por caso, la lógica detrás de la conformación de Unidad Ciudadana, en las elecciones legislativas de 2017. Decidir en la pluralidad, dejando el centro vacío, implica, entonces, no un desafío, sino dos: enfrentar a la fuerza centrífuga, resistir el impulso centrípeto hacia el Uno. Pero también contiene una posibilidad: que los partidos políticos –o las alianzas–, imprescindibles agentes de la política representativa, no se reduzcan ya a la lógica del Uno, antes bien, que su ordenamiento se democratice.

Volvamos al inicio, no se trata de que Alberto escuche a Máximo, o que se junte con Cristina, se trata de instituir un orden en el que Alberto y Máximo se escuchen entre sí, claro, pero también ambos escuchen a Jorge Capitanich o a Alicia Kirchner, gobernadores que, aún con sus matices, no se opusieron al acuerdo con el FMI. Tampoco se trata de repartir los ministerios, las secretarías y subsecretarías entre los diversos integrantes de la alianza, como si ello garantizara que las políticas implementadas sean “de la alianza”, y no fuese a instaurar un sistema de vetos cruzados entre dichos integrantes. Se trata, antes bien, de que las decisiones sean un producto del movimiento entre las fuerzas centrífugas y centrípetas, pues reunir a los diferentes en pos de objetivos colectivos comunes es un pilar de la actividad política democrática.

Aún cuando la presidencia sea un cargo unipersonal, las políticas de gobierno no tienen por qué caer en la tentación del Uno. El problema no es conseguir la unidad, antes bien, es un riesgo alcanzarla. Riesgo que ha de ser evitado tanto como aquel otro de desintegrarnos en grupos diferentes, lo cual es también instaurar a cada uno como su propio (y pequeño) Uno. Decidir en el vacío, novedosa situación para la política argentina, presenta la oportunidad de democratizar la decisión.