Con la revolución de mayo de 1810 se inicia uno de los problemas centrales de la política argentina del siglo XIX: una vez roto el lazo con España y lograda la independencia, ¿qué sistema político debía reemplazar al poder monárquico? La pregunta recorrió las principales discusiones y enfrentamientos políticos hasta, al menos, 1880.

Una parte de esa discusión fue zanjada tempranamente. En 1816 el Congreso de Tucumán, además de declarar la independencia de las "Provincias Unidas de Sudamérica", adoptó la forma republicana de gobierno. Pero la cuestión de cómo debía distribuirse el poder a nivel territorial no pudo ser resuelta. Por un lado, estaban quienes proponían una forma de gobierno indivisible y centralizada; por otro, quienes defendían una forma de gobierno con amplias autonomías para las provincias. Para los primeros, identificados como "unitarios", la soberanía era única e indivisible y el ordenamiento territorial debía ser el de la unidad. Para los segundos, la soberanía podía estar segmentada y cada provincia era colocada en pie de igualdad como unidad soberana. A este grupo se les dio el nombre de "federales" y sostenían que solo una mínima parte de las prerrogativas de las provincias debían ser delegadas en un gobierno central.

Esta discusión se solapaba con otra: qué rol debía ocupar la antigua capital del virreinato, Buenos Aires. ¿Por su riqueza, población y vida cultural debía ser necesariamente la capital del nuevo estado? ¿Debía Buenos Aires compartir la riqueza de su aduana con el resto de las provincias?

En 1820 desapareció el débil gobierno central surgido en 1810. En su lugar, emergieron provincias autónomas e independientes entre sí. De este modo, se dio inicio al largo interregno "confederal" (interrumpido por la breve experiencia unitaria de 1824-1827) en el que la provincia de Buenos Aires, gobernada por Juan Manuel de Rosas, fue imponiendo su hegemonía. Un dato clave explica ese poder: Buenos Aires era la provincia más rica, poseía el único puerto habilitado para comerciar con el exterior y no repartía las rentas de la aduana, que hacia mediados del siglo XIX equivalían al 90% de las riquezas públicas generadas en todo el territorio nacional (cabe aclarar que no tenía la obligación de repartirlas, dada la inexistencia de un estado central). 

En 1852 una heterogénea alianza político militar liderada por Justo José de Urquiza puso fin al gobierno de Rosas. En 1853 se sancionó la Constitución nacional que estableció una república federal (cuyas bases están vigentes hasta hoy). Allí se dispuso una fórmula de transacción: se creaba un poder nacional (que, por ejemplo, recaudaba y administraba los impuestos del comercio exterior, se encargaba de la defensa y las relaciones exteriores), mientras que las provincias conservaban todo el poder "no delegado" al gobierno federal (art. 104). La puesta en vigencia de la constitución no puso fin a los conflictos. La fórmula federal, al incluir dos tendencias antagónicas, la centralización y la autonomía, abrió un largo período de conflictos y negociaciones entre las provincias y los gobiernos nacionales.

Buenos Aires se resistió al nuevo orden. En 1852 se separó del resto de las provincias y se constituyó como estado independiente. Incorporada a la nación en la década de 1860, mantuvo su renuencia a federalizar la ciudad de Buenos Aires hasta 1880, cuando fue derrotada por el ejército nacional en lo que constituyó el último levantamiento armado de una provincia contra el Estado Nacional. Pero en la mayoría de los casos, la relación entre estado nacional y las provincias adquirió ribetes menos dramáticos y la negociación fue el camino seguido. Los vínculos entre las provincias y la nación, los equilibrios entre el centro y las autonomías, se han redefinido desde entonces al calor de las dinámicas políticas y las correlaciones de fuerzas de cada momento histórico. El final continúa abierto.   

*Doctora en Historia. Investigadora del CONICET y en la Universidad de Buenos Aires.