En 2015, las distintas oposiciones se unificaron y convencieron sobre la base de un gobierno que, hacia el cierre de su tercer mandato consecutivo, no logró evitar el desgaste de su economía y desatendió los conflictos derivados de ello. Resultado: ganaron un balotaje presidencial por 1,34%. En 2019, las distintas oposiciones se unificaron y convencieron sobre la base de un gobierno que, hacia el cierre de su primer mandato, exhibe una economía destrozada y que quebró casi cualquier vínculo con la totalidad de sus adversarios y buena parte de su orden interno. Resultado: ganaron una primaria presidencial por 15 puntos, parejos en la amplitud y anchura del territorio nacional. Conclusión: la economía sigue siendo el inductor político y electoral más poderoso, pero hace falta que la dirigencia se arremangue para traducir eso en una construcción seductora.

Si las PASO son un termómetro, las celebradas el 11 de agosto de 2019 dejan escaso margen a la duda: el macrismo tiene fiebre. Igualmente, el Frente de Todos haría mal si dejara a un lado su hasta ahora muy buena campaña vendiendo la piel del oso antes de haberlo cazado, porque, estando prácticamente picado el boleto de Mauricio Macri, a Alberto Fernández le han dado vuelta el reloj de arena desde que los resultados expusieron en toda su contundencia que es muy probable que le toque hacerse cargo de la pesada herencia amarilla. Llegó hasta acá por su capacidad para construir y luego ponerse al frente de una arquitectura que generó consenso de ser la más apta como alternativa de las hoy en juego: ese examen ya se lo están tomando, con o sin justicia, y él necesita conservar toda la robustez posible para afrontar el desafío poscambiemista.

Ninguna gambeta retórica (el oficialismo las intentó todas, aún al límite de la veda, hasta que se abrieron las urnas) servirá frente a la contundencia de los votos: aunque Marcos Peña instruya a comparar estos comicios contra la primaria 2015 pese a que por la polarización acelerada se parecen más a la primera vuelta de aquel año, intentando convencer de que “pese a tanto ajuste” el gobierno nacional resiste, la reacción de los mercados desnuda que a Macri la cuesta de las expectativas se le ha vuelto irremontable. La idéntica paliza que María Eugenia Vidal sufrió a manos de Axel Kicillof, para colmo, deja a (ex)Cambiemos sin la épica de un corte de boleta que de vuelta el territorio bonaerense y, como hace cuatro años, revierta el clima hacia un hipotético balotaje: la Gobernadora no zafó del repudio al ajuste; ergo, no puede arrastrar a quien lo definió.

En un país presidencialista, en el que el ejercicio del gobierno supone una ventaja comparativa a la hora de hacer política por la disposición de los recursos del Estado, y en el que todos quienes se han propuesto la reelección la han conseguido, que Macri esté a punto de perderla es suficiente argumento acerca de su fracaso. Si al igual que el kirchnerismo había mejorado en representación hacia su primera elección intermedia (2005/2017: único año de buena economía para el ex alcalde porteño), este retroceso tritura cualquier ilusión comunicacional. Es que falló la política.

En definitiva, habrá que pensar que Olivos nunca comprendió la naturaleza de su consagración, cuando sumó, a su voto no-peronista duro tradicional, el apoyo de desencantados del 54% cristinista. La segmentación del marketing estuvo ausente a la hora de gestionar: si para los primeros hubo el show constante de Comodoro Py, los segundos, que habían corrido a los brazos del ingeniero de apellido impronunciable en busca del bienestar que entendían que CFK ya no podía ni quería darles, salen de esta experiencia peor de lo que ingresaron, y se esfumó el 51%.

Las horas posteriores, mientras el periodismo que hasta las 18 horas del último domingo había abandonado el oficio corre hacia los botes del naufragio, revelan a un Macri que deja chica cualquier exageración que se haya trazado sobre él en los años que lleva como dirigente.

Su reclamo de autocrítica al vencedor expone que tanto ataque al peronismo, lejos de una estrategia proselitista, es también una convicción profunda, que no inventó pero que ha cultivado como nadie, sobre todo como programa de gobierno. Si todos los actores en danza tienen que suscribir un recetario mayoritariamente repudiado, estamos, primero, hablando de un castillo de naipes; y segundo, de una democracia apenas formal, que no tolera un litigio de proyectos sino apenas que se cambie de ejecutor. En cualquier caso, el voto parece un drama en un país con aspiraciones bienestaristas para un esquema que considera ello un costo inabordable.

Lo más probable es que estemos en presencia de una formación que ya se prepara para volver a rol opositor, y que, pensando en dicha instancia, dedica sus últimos esfuerzos a excitar a los propios de manera tal que el cuestionamiento al sucesor pegue directamente sobre su legitimidad. Si el proceso iniciado en el 47% con 15 de diferencia fuera de cualquier cálculo es descalificado, quien emerge del mismo carga con un vicio de origen, y así se justifica virulencia en su contra, eludiendo la puesta en debate de ideas que la campaña de Todos consiguió desplegar y que sepultó a Juntos por el Cambio debajo de una montaña de papeletas de desencanto.

Si Alberto y Cristina se permitieron divagar entre las porciones de pizza con que acompañaron sus análisis del triunfo, quizá habrán jugado a ponerle fecha al inicio del éxito.

Tal vez hayan pensado en aquel 18 de mayo de este año, que ya va rumbo al museo de los mitos del movimiento, cuando la presidenta mandato cumplido cedió a favor del ex jefe de gabinete. O en el 12 de junio posterior, cuando se alcanzó el acuerdo con Sergio Massa. A lo mejor retrocedieron hasta el día de diciembre de 2017 en que se reencontraron después de una década de distanciamiento y, comprendiendo que hacía falta dejar a un costado todo aquello, pusieron manos a la obra para volver mientras casi unánimemente se hablaba de penitencia hasta 2023 para el peronismo. Puede que hayan sumado a la polémica las jornadas de la reforma jubilatoria, cercanas a su reconciliación, cuando empezó a resquebrajarse el romance entre el macrismo y ciertas clases medias. Por qué no pensar en el 25 de abril de 2018, cuando se disparó la corrida cambiaria que expuso (con la sencillez que a veces los números impiden) la inviabilidad esencial de la economía macrista. O en el 8 de mayo de 2018, cuando el Presidente decidió regresar al FMI y se compró un paquete de medidas intragable electoralmente. Capaz retrocedieron de vuelta hasta el 9 de enero de 2018, cuando Luis Caputo obtuvo el último dólar de deuda privada que estiró la ilusión del gobierno de las elites sin zozobras. Acaso incluyeron el calendario electoral de 2015, que incubó este fallido que nunca aceptó que se lo eligió para ir a por más, y no lo contrario.

Si la sabiduría que los llevó a completar la hazaña persiste, habrán concluido en que todas son importantes, porque dibujan en su completa dimensión un giro que se nutrió tanto del destino ineludible de piña que supuso siempre Cambiemos, como de la reflexión que llevó al armado del Frente de Todos para que una nueva mayoría se convenciera de que FF no son un clavo por otro.