Hay algunas historias que no tienen principio. Sencillamente no lo tienen. Un día, de pronto, como por encantamiento, vemos una montaña de acontecimientos increíbles, todos apilados, tan desordenados que no sabemos dónde termina uno y empieza el otro. Y es inevitable no sentirnos un poco desamparados, un poco prescindibles. Es que las historias tienen vida propia, y movimiento, y una dinámica inescrutable, ajena a nuestro entendimiento.

Por eso a veces nos quedamos paralizados frente al presente que se nos viene encima. No atinamos ni a levantar un puño en medida rebeldía, ni a arrojar un adoquín en abierta rebelión. No atinamos a nada, y a lo único que logramos aspirar es a la nada misma, la inercia, tal vez vaciados ya, cansados de que la historia, nuestra historia, sea contada por voces ajenas, puntuada por manos extrañas, se destiña en colores falsos.

Ya estamos en el segundo semestre, y no sé qué siento más irreal, si la historia que creemos haber pasado en la primera mitad del año o la que nos cuentan que se viene para la segunda. Parecemos sonámbulos zarandeados con una violencia salvaje que se aferran a su sueño de papel maché, justo ahora, que hace frío y la lluvia te cala los huesos.

Tengo siete facturas incrustadas en lo más hondo de mis pesadillas. La heladera, desenchufada ahora que es invierno se queja de hambre y los calefactores aprovecharon a irse de vacaciones. Mi caja de ahorro permanece más quieta que yo, mirando pasar numeritos que hace ya un rato que no entiende. El almacén de la otra cuadra permanece oscuro, a puerta cerrada. Nadie sabe qué fue de sus anaqueles rebosantes. Y miro, y veo, y entiendo más o menos. Puedo extrapolar conclusiones, proyectar alguna que otra consecuencia. Lo que no puedo es salir del sofá, que me tiene tan cómodamente acunado, tan paternalmente protegido, y que me cuenta bajito todas las cosas que podemos hacer desde acá, desde este almohadón mullido, mirando por la ventana o por la tele, da lo mismo, y que si vamos a cambiar el mundo, lo hagamos más holgado.

Cualquiera hubiera dicho que con todo lo que vivimos hoy (¿vivimos?) habría más gente en la calle. Y el problema es que en realidad la hay, pero estrenando su nueva casa. Cualquiera hubiera dicho que las masas desbordarían el congreso, presionarían a los legisladores, en una cruzada épica y patriótica, para evitar, para cambiar, para discutir al menos, tanta ley de cartón. Y ahí vamos, desde nuestro sillón, a mirar las sesiones maratónicas de nuestros representantes (¡nuestros representantes!), que se parten y reparten, paladines de sus bolsillos obesos, que nos hacen tragar buitres, blanqueos, derogaciones, aumentos& sapo, tras sapo, tras sapo. Cualquiera hubiera dicho que no existe, no podía existir, un vocabulario más acotado que el de De la Rúa, una elocuencia más pobre que la de Cobos, una impunidad más grande que la de Ménem. Cualquiera hubiera dicho, hubiera hecho, tantas cosas. ¡Pero ojo! Que nosotros no somos cualquiera.

Y recuerden El pueblo no delibera ni gobierna, sino por medio de sus representantes y autoridades. El pueblo (El Pueblo) ha de quedarse en casa, votar cada dos años y dejar en manos del mejor equipo político de los últimos 50 años los destinos de la Nación, su propio destino. Existimos en la Democracia para ser representados, no para participar, ni para crear, ni para asegurarnos de que quienes nos representan, nos representen efectivamente. Así es como el poder político se garantiza el Poder. Así es como resignamos toda posibilidad de transformación. Así es como el sofá se vuelve cada vez más ergonómico, más personalizado, más permanente.