A lo largo de los últimos tiempos aquí se sostuvo (ver Ganar perdiendo y perder ganando y La circularidad del voto negativo en la Argentina actual) que aquellos que con algarabía saludaban la tan mentada unidad de la oposición y la conformación de dos grandes bloques ideológicamente diferenciados, estaban festejando antes de tiempo.

Efectivamente, la configuración de dos amplios conglomerados partidarios no se debió, como se había sugerido, a un realineamiento virtuoso en torno a la adhesión a dos proyectos políticos contrastantes, nítidamente distinguibles por la ciudadanía, sino a la convergencia forzada, estimulada por los incentivos provistos por el sistema electoral, que termina reduciendo los espacios al eje gobierno-oposición (simbolizados en la coloquialmente denominada grieta entre kirchneristas y antikirchneristas). Asimismo, los frentes conformados para competir en las PASO no fueron producto de la unificación de fuerzas políticas ubicadas en una misma familia ideológica, bloque político o nicho de opinión en el electorado.

En definitiva, se constituyeron dos amplios arreglos multipartidarios, a partir de la gestación de identidades negativas (contra un “mal mayor”), que no responden a posicionamientos programáticos de fondo, con socios oportunistas que entran y salen continuamente de los mismos.Esto está muy lejos de lo que muchos analistas han creído vislumbrar, a saber: la consolidación de una regularidad basada en la presencia de construcciones políticas más cohesionadas e identificables para los electores.

Hay que subrayar que el sistema electoral argentino proporciona incentivos para la unificación de la oposición, en el caso puntual de que el oficialismo se mantenga unido y/o conserve una base de apoyo de al menos el 40% del electorado. No obstante, ante una pérdida del respaldo gubernamental y/o fuga de aliados relevantes, se incentiva la preservación de las alianzas originarias y la conformación de una lógica de tercios.

Lo que muchos vaticinaban, tras la constatación de la unificación de unos y de otros efectuada en 2015 y reafirmada en los comicios subsiguientes, era la tendencia a la consolidación de un esquema bicoalicional. Lo que no se previó era la división y pérdida de apoyo del FdT en el poder a tan corto tiempo de haber asumido el gobierno. Es decir, aun descontando que las motivaciones de los actores para coaligarse eran oportunistas y coyunturales, lo que no se imaginó era que los incentivos para mantenerse unificados se esfumarían tan rápidamente y que, a la vez, esto se produciría de un modo tan resonante y estentóreo, en una espiral de continuo endurecimiento de la embestida por parte del “fuego amigo” kirchnerista, que ha tenido como expresión institucional más palmaria la división de bloques en el Senado. En efecto, al comienzo del gobierno del FdT, se había creído que la escasa legitimidad de origen de Alberto Fernández podía subsanarse cuando el gobierno consiguiera ostentar legitimidad de ejercicio. Legitimidad que tuvo una rápida creación, una efímera duración y una abrupta erosión.

Ahora, los fallidos profetas ensayan nuevamente especulaciones apresuradas. Algunos se anticipan y barajan para 2023 un escenario electoral semejante al de 2003. Aseguran que habrá balotaje, pero con baja polarización y alta fragmentación. Esto se basa en la constatación de la pérdida de votos de JxC y FdT y de las subdivisiones en ambos conglomerados, del aparente crecimiento de Milei (producto de la monumental instalación mediática y sobredimensionamiento público de su figura) y de la especulación de que se reconfigure una tercera posición/ peronismo racional/ randazzismo tardío/ ancha avenida del medio. Es decir, se establecería un juego abierto para que se alistaran todas las opciones capaces de congregar un 20-25% de apoyo que, en las circunstancias actuales, podría alcanzarles para llegar al balotaje.

Paralelamente, se da por sentado que en las PASO del año que viene habrá competencia interna dentro del oficialismo, a nivel presidencial. El primer mandatario anunció su voluntad de participar en la contienda, anuncio que sería por demás redundante e innecesario en cualquier contexto relativamente estándar. Para completar la anomalía del cuadro, ya se apuntaron algún gobernador y algún ministro como desafiantes internos.

Tal vez no es tan claro porque hablo de anomalías, ya que en nuestro país se hace difícil diferenciar lo normal de lo anormal y la regla de la excepción. Esto amerita hacer una referencia a ciertas características del sistema presidencialista que, combinado con un régimen electoral que promueve la formación de coaliciones transitorias y las obliga luego a someterse a la instancia de primarias abiertas, resulta engorroso comprender la complejidad del contexto e invita a sacar conclusiones apresuradas y de coyuntura.

Ante todo, es importante aclarar que, en un sistema presidencialista, el presidente cumple el rol de formateur de la coalición, incluyendo, en el caso de que lo hubiera, al partido presidencial, que adquiere un rol central en ella.

Aquí interesa detenerse en averiguar qué tipo de construcciones frentistas promueven las reglas electorales argentinas vigentes y cómo impactan en las posibles pugnas internas en el poder.

Por empezar, hay que recordar que los dos partidos que alguna vez llegaron al gobierno desde la universalización del sufragio en la Argentina han sido la UCR y el PJ/FPV (con todas las salvedades que implica la unificación en una sigla común de ambas entidades identificadas con distintas gamas de azul como color insignia). En tiempos recientes, cada uno de estos dos partidos se integró a una coalición heterogénea, negativa y transitoria-sin ocupar en ella el lugar de partido presidencial-en un contexto de pérdida de apoyo electoral y de necesidad de definir candidaturas internas. En efecto, por entonces, ninguno de ellos estaba en condiciones, por sí mismo, de alcanzar la presidencia: ni la UCR (aun anexando a sus satélites más próximos) en 2015 ni el FPV en 2019. Pero, a la vez, ambos eran imprescindibles en la negociación por los cargos. Y así fue que cada uno de ellos terminó como socio no presidencial dentro de una coalición gubernamental.

A grandes rasgos, existen tres estrategias que un partido socio que no detenta la presidencia puede adoptar dentro de la coalición de la que forma parte, a saber: colaboración, confrontación o deserción. En los dos casos recién mencionados, era difícil un acuerdo colaborativo equilibrado y era sumamente riesgosa una defección inadecuadamente calibrada. Por consiguiente, las estrategias a disposición del socio no presidencial se reducían a la colaboración (forzada), la confrontación o la deserción; escenarios proclives a exacerbar las tensiones internas previas y a dificultar tanto la unidad partidista como el trazado de acuerdos cooperativos coalicionales.

En efecto, a lo largo del gobierno de Cambiemos, el socio no presidencial (o sea, una UCR inoperante y debilitada) optó por la colaboración forzada, mientras que, en la actualidad, el socio no presidencial (FPV / kirchnerismo), por el momento, viene eligiendo la confrontación. Por otro lado, unos años atrás el socio no presidencial clamaba por la ampliación y relanzamiento de Cambiemos; en contraste,el socio no presidencial actual, lejos de fomentar la integración y la institucionalización del frente, se repliega sobre su subsector más duro y fanatizado, autopercibido como dueño legítimo del poder. En cuanto a la actitud del socio no presidencial frente a la defectuosa gestión económica, el ministro de economía Guzmán es el blanco al que apuntan los dardos kirchneristas, mientras que durante el gobierno anterior los radicales se jactaban de la (supuesta) pertenencia del titular de hacienda Dujovne al partido centenario.En suma, en un caso, la coalición gubernamental contó con un socio no presidencial dócil y subordinado, al que pudo mantener a raya a lo largo de todo el período de gobierno; en el otro, cuenta con un socio pendenciero y envenenado que, con cada jugada,hace tambalear a todos los vectores sobre los que se erige la debilitada estructura de poder actual.

En definitiva, las internas en el oficialismo no son algo nuevo en la Argentina, dada la dificultad de construir equilibrios colaborativos entre socios organizacionalmente disímiles y electoralmente desiguales, en particular en momentos de penurias económicas. En estas circunstancias, las opciones que se ciernen sobre los actores que tienen que tomar decisiones políticas son acotadas y condicionadas por la acuciante coyuntura, lo cual intensifica las disidencias internas entre ellos. En el caso actual, el socio que no detenta la presidencia dentro de la coalición oficialista considera que la estrategia de la confrontación exacerbada y la exposición pública de las reyertas internas, le permitirá delinear un perfil político propio y diferenciado del sector que ejerce el poder presuntamente “de prestado”.

Sin embargo, existe una amplia franja de la ciudadanía que, tras haberse visto seducida por la impronta moderada y dialoguista de Alberto Fernández, hoy en día se siente desenamorada de su gobierno. Es, por lo tanto, altamente improbable que ese sector del electorado conciba al a versión más virulenta, intransigente y radicalizada del kirchnerismo -que, además, permanece adentro del gobierno frentetodista- como un príncipe azul electoralmente atractivo, institucionalmente confiable y políticamente prometedor.