Desde 1983 la cuestión de la democracia viene siendo un tema recurrente en del debate político de nuestra Argentina contemporánea. Primero, el desafío pasó por conquistarla a través de elecciones libres que permitieran construir un régimen político capaz de garantizar un piso mínimo de derechos y libertades civiles y políticas. Sin embargo, ya desde aquellos años (re) fundacionales, el desafío pasaba también por construir una democracia capaz de cambiar las condiciones de miseria, de desigualdad de derechos y oportunidades que azotaban al país. No era otro el sentido de la célebre frase de Raúl Alfonsín cuando anunciaba que“con la democracia se come, se cura y se educa”.

Pocos años después, el reto pasó a ser la consolidación de la democracia. Frente a la aún vigente amenaza de retorno a un pasado autoritario, garantizar el pasaje de mando de un presidente elegido por el voto popular a otro en las mismas condiciones, no parecía una conquista menor. En este sentido, el tránsito de la década del ’80 a la del ‘90 había marcado la refundación de la democracia política.

Pero no menos cierto es que estos mismos años estuvieron marcados por el agotamiento de los modelos tradicionales de articulación entre la economía y el Estado. La crisis económica -signada por la hiperinflación y el crecimiento de la deuda externa- se solapó con la crisis política que generó las condiciones para la rápida diseminación de un discurso asociado al ajuste, a las privatizaciones y a la reforma del Estado como las soluciones frente a aquella “crisis galopante” y que, años más tarde y luego del fracaso de las recetas neoliberales, mostró su cara más cruel. La “crisis de 2001” no sólo mostró que la democracia no había logrado mejorar las condiciones de desigualdad, sino que tampoco se trataba de un régimen político consolidado: la renuncia de De la Rúa, la sucesión de cinco presidentes no elegidos por mandato popular y la proliferación de la consigna “que se vayan todos, que no quede ni uno solo” son muestras contundentes de esa fragilidad.

Nuevos tiempos para la política se iniciaron en nuestro país des­de 2003 a partir de los gobiernos de Néstor Kirchner, primero, y de Cristina Fernández de Kirchner, después. Eduardo Rinesi fue uno de los pocos intelectuales contemporáneos que se animó a pensar al kirchnerismo como un proceso de democratización sostenido en la conquista y ampliación de derechos (civiles, sociales, educativos, previsionales, etc.).  Pero lo cierto es que la democracia no fue un tema de debate público durante el kirchnerismo. No se discutieron sus desafíos y sus cuentas pendientes. Para decirlo en términos gramscianos, no se dio esa “batalla cultural”. Su consolidación, en términos institucionales, aparecía como un dato incuestionable y quizá por eso buena parte de los análisis políticos se dedicaron más bien a analizar el anti-republicanismo de la gestión K, asociándolo al carácter peyorativamente populista de los liderazgos y modos de conducción política.

La presidencia de Mauricio Macri constituyó una novedad para las democracias del cono sur que, después de haber vivido un ciclo de gobiernos progresistas, sufrieron, casi en simultáneo, una embestida por parte de la derecha que, en más de un caso, logró terminar con gobiernos elegidos por el voto soberano e instalarse en el poder. En Argentina, en cambio, la Alianza Cambiemos asumió la conducción política luego de ganar legítimamente las elecciones (las presidenciales primero, las legislativas después). La democracia como régimen político parecía estar garantizada, la democracia como proceso tendiente a mejorar las condiciones socio-económicas de vida del pueblo, seguía en la lista de los pendientes.

Los cuatro años de experiencia macrista volvieron a poner en debate el sentido de la democracia: ¿puede la derecha ser democrática en nuestro país? ¿Es suficiente decir que el de Macri fue un gobierno democrático tan solo porque ganó las elecciones? Allí se abre un desafío por disputar una mirada hegemónica que piensa a la democracia como sinónimo de un procedimiento de selección de una elite gobernante. ¿Implica esto subestimar a las elecciones? No, significa no convertirlas en la esencia de la democracia o el parámetro mínimo desde el cual evaluar cuan democrático es un gobierno.

Quizá entonces este es el momento de retomar una pregunta que continúa abierta desde los años de la transición y es ¿qué democracia queremos construir en Argentina? Y aunque resulte paradójico en tiempos electorales, tal vez sea el momento de cuestionar y poner en duda el sentido de la democracia, de politizar el debate y, retomando una idea de P. Rosanvallon, de asumir que la democracia es “índice de un problema”. Para el gobierno de Alberto Fernández, el mayor problema, y a la vez el desafío, es lograr que una Argentina más justa e igualitaria deje de ser una deuda pendiente de nuestra democracia.

*Doctora en Ciencias Sociales. Investigadora docente de la Universidad Nacional de General Sarmiento. Investigadora del CONICET