Si la política es aquella dimensión que surge para darle tratamiento a los conflictos, desacuerdos, diferencias y tensiones que son constitutivas del ámbito de nuestra vida en común, la representación democrática bien puede pensarse como una forma de organización que propone darle a la política un cierto cause institucional basado en el reconocimiento universal de la capacidad y de la voluntad de los representados.

Ahora bien, para que la democracia mantenga sus sentidos esenciales es necesario que los representantes resulten distinguibles entre sí, es decir, que puedan reconocerse por alguna característica o señal que aparezca como propia y que los diferencie de los demás. Esa característica debe manifestarse con claridad suficiente en los recursos electorales y en las intervenciones discursivas, en los idearios y en las invocaciones. Pero también –este es el punto– más allá de todo eso: la distinción entre los diversos representantes debe poder verificarse en los modos de construcción de poder, en los objetivos hacia los que dicha construcción se apunta y, especialmente, en el accionar concreto y en la gestión del ámbito público. En este sentido, la tendencia a la indistinción que parece recorrer el arco de los representantes políticos configura, en definitiva, un peligro para la democracia.

Señalar esta tendencia no equivale a afirmar la oscuridad de una noche en la que todos los gatos son pardos. Sostener que líderes como Cristina Kirchner y Mauricio Macri son lo mismo porque, por ejemplo, ninguno de ellos pone en cuestión el modo de producción capitalista, sólo puede comprenderse en tanto expresión de una miopía alarmante y en tanto resultado de un análisis tan inconducente como intentar matar una mosca disparándole con un cañón.

Ni los líderes, ni los partidos ni los frentes electorales son iguales entre sí. Cada uno tiene su historia, su trayectoria, sus alianzas y su proyección, por lo que involucran horizontes bien diferenciables. Pero de un tiempo a esta parte, el correlato que estas diferencias de trazo grueso deberían tener en el funcionamiento cotidiano de la democracia resulta cada vez más difícil de especificar.

Las categorías analíticas de “izquierda” y “derecha” ayudan poco a la hora de hilar fino, sobre todo cuando se emplean para estipular identidades y simplificar lo complejo. Establecer la posición relativa que mantienen entre sí dos puntos que se ubican sobre una misma línea puede servir para tranquilizar a las conciencias bien pensantes, pero obtura en gran medida las posibilidades de la reflexión crítica. Lejos de toda linealidad, la política es multidimensional.

Quizás resulte más fructífero el rastreo de las particularidades que se adjudican a los sujetos individuales y colectivos que aparecen mentados en los discursos políticos: con quiénes se establecen compromisos supuestos, a quiénes se dice representar y cómo se estipula el vínculo entre representantes y representados. En ese ámbito –por suerte– todavía puede perfilarse una diferencia entre los dos frentes electorales mayoritarios.

Los discursos del Frente de Todos aluden a un sujeto trabajador y voluntarioso, con memoria individual y colectiva. Un sujeto solidario que no es indiferente a las circunstancias de las minorías. Al colectivizarse, este sujeto configura un “pueblo” cuyos derechos se ven a menudo vulnerados y por eso necesita ser defendido. El pueblo representado agradece a sus representantes-protectores y se deja conducir por ellos, no por ignorancia, zoncera o comodidad –como afirman los detractores de este movimiento–, sino todo lo contrario: porque sabe perfectamente qué es aquello que le conviene. El vínculo entre el pueblo representado y el representante político se expresa al modo de una lealtad un tanto paradójica, pues se supone incondicional pero también podría disolverse si el pueblo llegara a sentir que sus representantes han dejado de defenderlo de la amenaza continua que suponen los poderes concentrados. Por ello, el representante debe intervenir de manera constante en la dinámica de lo establecido para que la justicia social se convierta en un resultado posible y esperable.

Los discursos de Juntos por el Cambio aluden a un sujeto que, mediante su esfuerzo, se hace cargo de su propio destino. Se trata de un sujeto que defiende su libertad y que muestra a la responsabilidad como una de sus características más eminentes. Este sujeto no espera ninguna ayuda externa, por lo que rechaza la generalización del asistencialismo. Cree en sus capacidades, por eso no sólo es un trabajador, además es un emprendedor. Para él, el bienestar futuro dependerá proporcionalmente del grado de esfuerzo que cada quien realice en el presente. De allí que casi cualquier dinámica redistributiva le resulte injusta. Al colectivizarse, este sujeto se convierte en “gente normal” o “gente de bien”. La gente normal entiende la economía de un país proyectando las categorías de la economía doméstica, y espera que sus representantes políticos articulen las condiciones ­para que las personas puedan, mediante su impulso individual, mejorar sus condiciones de vida. Los representantes deben ser laboriosos y, sobre todo, honestos. Deben creer en el diálogo y deben apostar por el desarrollo humano más allá de la asistencia social. En tanto que la justicia es aquello que aparece cuando se quita lo que obstaculiza el progreso, los representantes deben corregir desequilibrios para establecer bases sólidas que permitan iniciar un proceso de crecimiento sostenido.

Estos dos conjuntos de apelaciones reúnen predicados que ciertamente permiten establecer distinciones y ponderaciones, debates y polémicas, los cuales alimentan la dinámica de las relaciones democráticas. Ahora bien, los problemas aparecen cuando esas distinciones que se presentan con claridad en lo discursivo no tienen un correlato igualmente claro en las estrategias electorales, las acciones de gobierno o la gestión de los vínculos con la opinión pública.

Respecto de este último punto, la mirada debe desplazarse hacia otro de los actores que, según supone la teoría, debería cumplir un rol fundamental dentro de la democracia: los medios de comunicación. De un tiempo a esta parte, la concentración ha permitido que los medios hegemónicos se sientan en condiciones de prescindir de aquel disimulo al que obligaba la ficción de la objetividad y se asuman explícitamente como partícipes del juego de intereses, alineándose con uno u otro bando según lo indique el entramado de conveniencias.

Si todavía existieran los diarios de papel, habría que sacudir con fuerza un ejemplar para que de él cayera una noticia. Se trate de medios oficialistas u opositores, todo es opinión sobre opinión, editorial sobre editorial. Resultaba inimaginable hasta no hace demasiado tiempo que pudieran llenarse semejante cantidad de horas de radio y de televisión con destilados de odio casi sin fundamento. Todo es vociferación rabiosa, repetición de lugares comunes, concursos de estridencia, torneos de chicanas en 280 caracteres. Los medios venden indignación. Y nosotros, sus consumidores, nos hemos convertido en adictos a ella. Los hechos, mientras tanto, descansan cómodos e ignorados, ocultos bajo la meridiana luz del día.

En la imagen que proyectan a través de los medios concentrados, los representantes aparecen demasiado a menudo identificándose por contraposición. La frase del “yo no soy lo que sos vos” puede llegar a decir mucho de quien es señalado como contrario, pero enseña más bien poco respecto de quien la enuncia. Cuando su uso se universaliza, lejos de invitar a la identificación, termina abonando a la equiparación de unos con otros. Cuando casi todo el arco de la representación política emplea como forma de construcción las mismas herramientas, las mismas estrategias y las mismas lógicas, todo empieza a parecerse demasiado. Cuando nos habituamos a que el tiempo que transcurre entre elección y elección no es más que una suerte de impase en el que solo hay espacio para especulaciones, alianzas y preparativos, la gestión de la vida cotidiana queda subsumida al rating electoral. La representación política se convierte en un fin en sí mismo y lo que debería funcionar como retroalimentación virtuosa de la democracia descarrila hacia el más peligroso de los sinsentidos: la indistinción de los representantes genera la indiferencia de los representados.

Llegados a ese punto –la historia nos lo enseña–, lo que espera, lo que sigue a la indiferencia es la reacción antipolítica. Aquella potencia destituyente que eclosionó en diciembre de 2001 amenaza con regresar como su contrario oscuro, una sublevación antisistema que, motorizada por la indignación sin objeto y disfrazada de libertario acto de justicia, diluya los lazos sociales y nos deje a merced de los poderes concentrados. Teniendo presente esta posibilidad –para nada descabellada–, la apuesta por reforzar los roles concretos que tanto representantes como representados debemos cumplir para que la democracia sea una dinámica efectiva, y no sólo una carcasa, se impone como necesidad acuciante ante el peligro de una disgregación rabiosa y suicida.