La pandemia como fenómeno global desafió a los gobiernos de todo el mundo. Los interpeló profundamente, en sus capacidades de respuesta, de reacción, hasta en la propia naturaleza, en su razón de existir. El mapa global ha mostrado por primera vez, después de la segunda guerra mundial, un fenómeno globalizante. Es decir, un fenómeno que en términos de Guidens hace del globo un espacio más pequeño, interconectado y con problemas y una agenda muy parecida. Es evidente que esto es lo que ha sucedido a escala global, pero la pandemia ha puesto en cuestión las respuestas locales al problema global de la pandemia. Allí, la lógica del sistema internacional no ha sido visiblemente tan distinta de lo que veníamos observando. Básicamente un orden internacional marcado por la desigual división internacional del trabajo, países hegemones, como USA y China, en una carrera por la distribución del poder militar, comercial y monetario junto con Rusia, Alemania y Japón. Regiones con serios problemas de estructura económica y desarrollo como África y América Central y Latina. Por otro lado, los países mejor gestionados del planeta como Finlandia, Dinamarca, Suecia y Noruega. Las respuestas locales a la pandemia siguieron la lógica de esa dinámica y estructura. Con altibajos, pero la calidad de las respuestas ha seguido más o menos la lógica de esa ubicación de países o regiones mejor posicionadas en el sistema internacional que otras. Mejores respuestas, siguiendo esa lógica, no sólo en materia de gestión de la salud o en materia de vacunación, sino en términos de respuestas de políticas públicas, económicas y sociales.

Es cierto que existe una coincidencia de los analistas políticos en destacar que los estados nacionales han recobrado fuerza en tanto actores de poder y de gestión. Son los que visiblemente han coordinado las políticas para gestionar la crisis provocada por la pandemia y han sido los grandes artífices de montar dispositivos de respuesta a partir de múltiples estrategias de gestión. Sin embargo, los resultados electorales para los oficialismos que han gestionado la crisis de la pandemia, han sido negativos en todo el mundo. El fenómeno de la pandemia ha sobrepasado la capacidad de respuesta en corto tiempo de las administraciones y es evidente que las respuestas de política pública han ido muy por detrás del daño provocado por la pandemia. Ya se ha escrito bastante sobre las diferentes estrategias encaradas por los gobiernos para paliar los efectos nefastos de la pandemia: cuarentenas parciales o totales, reforma y fortalecimiento de los sistemas de salud, aumento de las transferencias no automáticas en los países federales, programas de contención para los sectores más postergados y programas de contención para las empresas, etc. Cada gobierno ha utilizado su receta y se podría inteligir que ninguna estrategia ha sido del todo exitosa. Esto no quiere decir que ha sido todo lo mismo, claro.

Como señalamos al inicio de esta nota, la pandemia como efecto globalizante puso de manifiesto una agenda que no existía y que obligó a ir detrás de ella rápidamente. Excepto los gobiernos negacionistas de la pandemia como el de Bolsonaro en Brasil o el de Trump en Estados Unidos, la mayoría tuvieron que incorporar el problema en la agenda. En la medida que la vacunación fue surtiendo efectos positivos en la baja de muertes por COVID 19 la vieja agenda de los problemas estructurales comenzó a emerger nuevamente. Para los países poderosos, la gestión del poder y para los países pobres la gestión de la crisis económica y social, sumada a la crisis de la deuda. No sólo agravada por la pandemia sino por la, claramente señalada, crisis estructural. Argentina es un país ubicado en este triste grupo. Un país al cual la pandemia le ha agravado su condición, pero que ya padecía fuertemente una de una situación de país en crisis.

La pregunta de esta nota es si se perfila un nuevo paradigma para la política en la pospandemia. Aquí hay que señalar varias cuestiones. Como dijimos anteriormente, la crisis no la generó la pandemia, sino que ésta la agravó. La crisis ya existía. En el terreno económico, se podría decir que es una crisis que se remonta a los últimos años del gobierno de Cristina Fernández, con una caída en el crecimiento económico y una fuerte dificultad para acceder al financiamiento internacional. El fin del segundo mandato de Cristina Fernández cerró parcialmente y dignamente su ciclo en ese marco de restricciones. Pero esas restricciones fueron en definitiva las que marcaron ese fin de ciclo. Cabe destacar que la elección entre el entonces candidato oficialista Daniel Scioli y el luego elegido presidente, Mauricio Macri, fue muy reñida. Pero retrospectivamente, si bien algunos analistas aseguran que Scioli podría haber ganado con un acompañamiento más firme de la entonces presidenta Cristina Fernández y de la “Orga” en la campaña electoral, lo cierto es que las restricciones habían generado un clima de retirada temporal del Kirchnerismo en el poder. Algunos aseguran que fue la misma Cristina Fernández quién prefirió retirarse parcialmente en ese clima negativo para su grupo político. Se llegó a decir que ningún oficialismo pierde una elección por 600.000 votos o que ningún oficialismo selecciona candidatos tan mal posicionados en las encuestas para ganar una elección.

Por otro lado, los cuatro años de gestión de Cambiemos fueron un verdadero fracaso, no sólo ha sido un gobierno nefasto por su accionar mafioso y violento contra el sistema político y social, sino que agravó sobremanera la leve crisis en términos comparativos que el Cristinismo había dejado. Sumado al empeoramiento de todos los indicadores sociales y económicos “la frutilla del postre” ha sido el enorme caudal de deuda con vencimientos en corto plazo que el macrismo le heredó a la administración actual del Frente de Todos. Aquí hay que destacar que los dos primeros años de gestión de esta coalición han girado en torno a las dificultades para gestionar la pandemia, las dificultades para la convivencia dentro de la misma coalición y las dificultades para gestionar la deuda heredada del macrismo. Esta ha sido en términos generales la agenda que caracterizó estos dos años de gestión. Y el revés electoral de las elecciones legislativas ha sido un golpe difícil de asimilar por parte del oficialismo y difícil de capitalizar para la oposición, que también en clave coalicional, parece más desordenada incluso que la propia coalición oficialista.

Con todo, se podría decir que el panorama es complejo para todos y todas. Para el gobierno, la crisis social, económica y la resolución imposible de la deuda lo dejan en una situación de vulnerabilidad electoral que a esta altura es difícil de remontar. Una sociedad con indicadores lamentables difícilmente vuelva a elegir al gobierno que, si bien no los generó, no supo cómo mejorarlos. La posibilidad de que la coalición opositora triunfe nuevamente sería un lamentable desenlace para un país que no soportaría otro descalabro como el generado por Juntos por el Cambio en su gestión de gobierno. Incluso, es una situación crítica para el sistema democrático. Si las mayorías vuelven a elegir a la misma coalición que generó y agravó la última crisis, los resortes democráticos electorales no van a cumplir con su mandato institucional que básicamente consisten en presentar una alternativa superadora al gobierno anterior. La gestión del gobierno actual es mala pero no es peor que la del Juntos por el Cambio 2015-2019. El nuevo paradigma de la política argentina en la pospandemia tiene forma de futuros ciclos cortos alternados entre las dos coaliciones políticas de la Argentina. Existe un esquema de rotación corta del poder que dista de las necesidades de un programa a largo plazo que enamore e involucre a la sociedad en una causa digna como supo encarnar en su momento el primer Kirchnerismo y sus sucesivos gobiernos.

La necesidad de populismo, de un armado y una representación popular que ponga en el centro la redistribución y la inclusión social parece difícil de avizorar en tan cortos períodos de gestión como el actual. En el medio de todo esto, una sociedad cada vez más escéptica del sistema político. Con serios problemas de sobrevivencia económica para un alto porcentaje y un fuerte proceso de desclasamiento para otra. Sumado a un proceso de pérdida de identidad colectiva que pone en jaque todo proyecto populista.

En síntesis, el nuevo paradigma de la política en la pospandemia está condicionado por las cuestiones señaladas y dependerá de las convicciones y decisiones de algún significante que esté dispuesto a ser la “parte que represente el todo” más allá de las restricciones actuales. Algo que, en este momento, no estaría sucediendo. El gobierno no ha logrado convencer ni mejorar objetivamente ningún indicador asociado a la redistribución del ingreso. La lejanía y frialdad con que el poder presidencial mira los problemas parece cada vez más lejana. El “desangelamiento” de la política, algo que sabiamente en su momento había endilgado Máximo Kirchner, el líder de la máxima organización política de la argentina, La Cámpora, a Juntos por el Cambio, parece a veces coincidir con la imagen del Poder Ejecutivo actual. Incapaz de presentar un mínimo programa de reforma que trascienda la triste coyuntura actual, con una casi nula onda expansiva comunicativa de su gestión de gobierno y con una nublada mirada de la luz al final del túnel. Así y todo, las esperanzas de emergencia de la contingencia, la hegemonía y la radicalidad de la política pueden surgir en cualquier momento ya que nunca la realidad política y social es tan lineal como parece.

*Profesor e Investigador de la UNLA/UMET/FLACSO