Durante el 2018 vivimos un escenario económico y financiero muy complejo. Fueron varios los elementos que nos arrastraron hasta esa situación. Un plano externo muy difícil para los emergentes, pero también errores propios que nos hicieron desfilar cerca del abismo.

En este punto, el peso argentino fue una de las principales víctimas. La divisa local vivió una feroz depreciación, perdiendo alrededor de la mitad de su valor en el año. De hecho, el tipo de cambio (BCRA 3500) saltó desde $18.77 en diciembre de 2017 hasta finalizar 2018 en $37.80, habiendo tocado un pico máximo de $40.89 el 28 de septiembre.

Sin embargo, está claro que el contexto actual es diferente. A partir de la implementación del nuevo esquema monetario/cambiario, lentamente se fueron estabilizando las principales variables financieras. Un programa ortodoxo que incluye la corrección del déficit fiscal primario y una política monetaria muy contractiva desde el BCRA manteniendo prácticamente inalterada la base monetaria (en términos nominales) hasta junio de 2019, parecen ir llevándonos por el buen camino. Un plan que, en otras palabras, hace que el BCRA vigile las cantidades y ya no lo precios (tasas de interés).

En consecuencia, y de forma casi inmediata, se observó un fuerte aumento en las tasas de interés nominal, y real a niveles muy elevados; tasas que están bajando, a un ritmo gradual –que esperamos continúe-. Pero ¿cuáles son los efectos de mantener las tasas elevadas durante un largo período de tiempo?

En primer lugar, y como observamos desde el inicio del nuevo programa, el tipo de cambio alcanzó una mayor estabilidad. En lo puntual, el tipo de cambio se mantiene entorno al piso de la zona de no intervención (habilitando al BCRA a comprar en caso de que lo perfore), lo cual permite que el tipo de cambio real no se aprecie de sobremanera.

La inflación es una consecuencia que claramente esta correlacionada con el tipo de cambio (que afecta a los bienes transables), y la cantidad de dinero (que según diferentes cálculos econométricos tiene una influencia sobre los precios con un rezago de entre tres y seis meses). Entonces, el segundo efecto esperable, que recién comienza a observarse estará dado por una baja de la inflación.

No obstante, es lógico que una política monetaria tan contractiva provocará otros efectos ‘no deseados’. En los últimos trimestres, la economía estuvo enmarcada por la depreciación cambiaria, la suba de las tasas nominales de interés (incertidumbre) y la caída del salario real. Los efectos fueron claros: un impacto pleno sobre la producción, el consumo y el empleo.

Hoy, de hecho, la recuperación vendría más por el consumo externo que por el consumo interno. La próxima cosecha, la producción de gas de Vaca Muerta y la energía eléctrica, junto a la recuperación de Brasil aunado al fuerte tipo de cambio bilateral (se incrementó más del 80% en el año) que mejora nuestra competitividad global, debieran ser las fuentes que explicarán la mejora del PBI en el próximo año. Consecuentemente, podría esperarse que la mejora de este año sería menor que la fase ascendente del 2017/primer semestre 2018. Es decir, una recuperación rápida después de la crisis, pero que no volvería a los niveles de crecimiento del período comparable.

De esta forma, si el Gobierno profundiza el cumplimiento de su programa, y en la medida en que las tasas de interés vayan disminuyendo y la recuperación de la economía se materialice, los activos financieros serán favorecidos. En este sentido, los instrumentos en pesos son atractivos, dado que es muy probable que las altas tasas actuales superen a la inflación y a la depreciación del tipo de cambio.

*Escibe Pablo Castagna. Director Portfolio Personal.