A partir del 2015, el discurso “modernizador” del gobierno nacional apuntó a la necesidad de introducir nuevas tecnologías en el Estado, mientras que en la práctica se impulsaba una paulatina flexibilización laboral en el sector público. Los tan mentados beneficios de las nuevas tecnologías, y su aplicación en el sector público, escondieron en los hechos una “uberización” del trabajo, generando mayor exclusión, desprotección y vulnerabilidad de los empleados estatales.

El Ministerio de Modernización tomó la posta en el achicamiento estatal. En diciembre de 2015, inmediatamente después de asumir, Mauricio Macri creó el organismo y, desde entonces, su labor fue central en el esquema de gestión nacional, incluso a pesar de que en 2018 el ministerio se convirtiera en Secretaría de Modernización.

Desde su creación, el norte del ministerio fue alcanzar la “modernidad estatal”, asimilable a la imagen, algo ingenua y utópica, que ciertos sectores de la élite argentina tienen de la administración pública del mundo desarrollado. El modo de llegar a ese paraíso fue plasmado en el Plan de Modernización del Estado, lanzado por decreto en marzo de 2016, es decir, solo cuatro meses después de crear el ministerio a cargo de Andrés Ibarra. El documento —elaborado sin convocar a gremios estatales, universidades u otras instituciones de referencia— expuso a grandes rasgos la estrategia oficial: el eje de la modernización del Estado pasaba a ser la incorporación de infraestructura y adelantos tecnológicos.

Así, a lo largo de los casi cuatro años de gobierno macrista, el desarrollo de softwares de gestión documental, de charlas “webinar”, de “ecosistemas de innovación tecnológica”, de tableros de comando, de redes sociales como canales de participación ciudadana, fueron los mecanismos preferentes a la hora de lograr la modernidad estatal y, a su vez, ratificaron el sesgo “tecnologicista” de las autoridades ministeriales. El diagnóstico de situación que exponían los funcionarios nacionales en sus intervenciones públicas, sumado a lo que se desprendía del Plan de Modernización y los planes secundarios (“Plan País Digital”, “Plan Nacional de Telecomunicaciones y Conectividad”, etc.), se centró en resolver el supuesto déficit de infraestructura tecnológica en la administración pública argentina.

De este modo, la modernización que propuso el gobierno nacional a partir de 2015 nunca incluyó un verdadero incremento de las capacidades estatales. Poca o nula atención se le prestó a la mejora en la formación y las condiciones del empleado público, a la incorporación de herramientas de planificación a largo plazo o, en un plano más profundo, al incremento del poder del Estado para disciplinar a los actores económicos que amenazan con impedir u obstaculizar la implementación de políticas públicas. Por el contrario, el gobierno de Macri concibió la modernidad del Estado en términos superficiales, es decir, lograr una administración que gestionara documentación electrónica o que permitiera a los ciudadanos-clientes el fácil acceso a herramientas tecnológicas para poder realizar trámites a distancia.

Por supuesto, no está de más aclararlo, siempre es necesario aprovechar las mejoras tecnológicas para fortalecer institucionalmente la gestión. Pero, ¿la mejora de las capacidades estatales se reduce a solo a eso? ¿Un mejor Estado es aquel que es tecnológicamente moderno?

En contraste, con respecto al empleo público, el Ministerio de Modernización desarrolló políticas muy nocivas, en un marco de frecuentes declaraciones mediáticas de las autoridades nacionales que denigraron al empleado público y su labor. A modo de ejemplos, se pueden citar las palabras del entonces ministro de Hacienda, Alfonso Prat-Gay, que pidió eliminar “la grasa militante” del sector público, o, durante 2018, las declaraciones del propio Andrés Ibarra, en las cuales manifestó que “no queremos ñoquis en el Estado”.

En este clima general, el Ministerio de Modernización pareció asumir el rol de “operador político” del achicamiento en el empleo público. Como instrumento técnico de esa labor se desarrolló el denominado “análisis de dotaciones óptimas”, actividad que, en lo formal, estuvo destinada a evaluar el número de trabajadores públicos que se requerían en cada dependencia. No obstante, los criterios teóricos con los cuáles se realizaban esos estudios, como así también los fundamentos empíricos que sustentaron los resultados finales, nunca fueron de acceso público. En la práctica, como es sabido, las evaluaciones de “dotación óptima” concluyeron generalmente en un recorte de personal, argumentado por la necesidad de reducir el déficit.

Bajo este tipo de políticas, desde el 2015 a la fecha se llevó adelante una reducción sostenida y aleatoria de la cantidad de empleados públicos nacionales, como demuestran los estudios realizados en la materia. Según CIPPEC, entre 2015 y 2017 disminuyeron en 24.000 los puestos de trabajo en la administración central[1]. Las estadísticas oficiales son aún más alarmantes: entre despidos, retiros y jubilaciones, desde diciembre de 2015 a septiembre de 2018 el número alcanzó los 33.744 trabajadores[2]. 

Esta drástica reducción no fue balanceada por nuevas incorporaciones de empleados públicos, necesarias para asegurar un buen funcionamiento del Estado en las actuales circunstancias y, por el contrario, el Decreto 632/2018 congeló hasta el 31 de diciembre de 2019 los ingresos en la administración pública nacional. Paradójicamente, Cambiemos incrementó en el mismo período un 25% el número de cargos políticos[3], según se desprende del “GPS del Estado” elaborado por CIPPEC.

En cuanto a la regularización de los agentes públicos sin estabilidad, todos los concursos aprobados en el año 2015 (que implicaron revisión de antecedentes, exámenes y que finalizaron la totalidad del proceso) fueron revocados por la gestión de Cambiemos. La Resolución 379-E/2017 de Jefatura de Gabinete, por ejemplificar, dejó sin efecto decenas de cargos con solo una firma. Llamativamente, la actual gestión reservó la apertura de concursos exclusivamente a la denominada “alta dirección”, y entre 2017 y 2019 los llamados a concursos se avocaron a brindar estabilidad a los funcionarios políticos, sobre todo a partir de la derrota electoral del 11 de agosto de 2019.

Lo que menos hizo el Ministerio de Modernización, fue modernizar el Estado

Así, después de casi cuatro años de gestión, las condiciones laborales del trabajador público, como así también su estabilidad y su formación, se vieron muy perjudicadas. El foco, como se dijo, fue puesto en la introducción de TICs que, en la práctica y en relación a los empleados públicos, se constituyó en herramienta de acoso y flexibilización, al justificar sanciones y cesantías. Herramientas impulsadas desde el Ministerio de Modernización como la colocación de cámaras de seguridad en las oficinas de trabajo o la implementación de controles biométricos ―en un marco de desconocimiento o indiferencia hacia el derecho laboral público―, han hecho que la introducción de tecnologías sirva más para el control y la sanción de los empleados que para la mejora de los servicios públicos.

En suma, la capacidad del Estado a la hora de impulsar políticas públicas fue erosionada por la acentuación de la precariedad del empleo público. Difícilmente el Estado pueda realizar una buena tarea si los empleados públicos conviven con el riesgo de no renovar el contrato, con salarios por debajo de la media nacional, con el vaciamiento de sus funciones y con el continuo desprecio por parte de las más altas autoridades del gobierno, quienes en los últimos años repitieron hasta el hartazgo sobre la falta de idoneidad y formación del trabajador público. El incremento de las capacidades estatales ―entendidas como las capacidades del Estado para impactar favorablemente con sus políticas públicas en la sociedad― no se reduce a la incorporación de tecnologías. La modernización tecnológica es vital, pero nunca podrá reemplazar a la pregunta acerca de “para qué” se incorporan TICs.