Un nuevo escándalo sacudió al Poder Judicial. Una investigación periodística hurgó nuevamente en las agendas de ingresos a Casa Rosada y la Residencia de Olivos en época de Macri, y detalló un número sustantivo de reuniones periódicas del ex presidente con camaristas y fiscales. Hace poco más de un mes la vicepresidenta Cristina Kirchner conmovió a la dirigencia política, el periodismo y el poder judicial, al denunciar una vez más una persecución política contra ella y otros dirigentes de su espacio político cuando solicitó a la cámara de casación penal para que desista de llevar a juicio oral la causa “dólar futuro”. Estas polémicas en torno al poder judicial abren múltiples aristas. En este artículo nos proponemos analizar un costado más estructural de este conflicto, respecto al lugar del poder judicial en nuestro sistema de gobierno y las tensiones que genera ese lugar con la idea de democracia.

El artículo uno de la Constitución Nacional, en donde se detalla nuestra forma de gobierno, no menciona la palabra “democrática”. La forma de gobierno argentina es representativa, republicana y federal, pero en ningún lugar se explicita que eso significa democrática. Esto, que puede parecer un detalle, una omisión irrelevante, cobra valor si entendemos a la democracia desde el sentido original del término, aquel de la Atenas del Siglo V antes de Cristo y que se traduce coloquialmente como “gobierno del pueblo”. Quizás la omisión no sea involuntaria. Distintos filósofos políticos han señalado que, en realidad, los sistemas de gobierno de la mayoría del occidente capitalista, como el nuestro, guardan alguna inspiración con la forma original de democracia, pero ciertamente son diferentes. Siguiendo, entre otros, a Bernard Manin en Los principios del gobierno representativo vemos que nuestros gobiernos son representativos, es decir que los cargos se delegan en un pequeño grupo de representantes; y elegidos, lo que los acerca más a las formas “aristocráticas” - la elección como método de selección apunta a la búsqueda de mejores o más aptos - que a las que para aquellos griegos eran “democráticas”, a saber, libertad para hablar en la asamblea, rotación de los cargos entre ciudadanos comunes e igualdad de derechos políticos sin importar la condición económica, entre las principales. Podemos agregar que también son republicanos, entendiendo por esta palabra casi un sinónimo de división de poderes.

Pero volvamos a la omisión de la palabra democracia en el artículo uno. En el modelo clásico ateniense lo más parecido al “gobierno” que conocemos hoy era la ecclesía, una asamblea que debatía las leyes y tomaba las principales decisiones que involucraban a la ciudad, y las magistraturas, que eran especies de jurados de varios integrantes que ejercían no sólo funciones judiciales sino también legislativas, militares y/o financieras. Sólo dos funciones eran electas en la asamblea, la del estratega militar y la del magistrado de las finanzas. Tanto la asamblea como las magistraturas eran ejercidas de manera directa por los ciudadanos (varones, adultos y nacidos en Atenas), las asambleas eran abiertas y las magistraturas eran sorteadas. Estas formas de gobierno no fueron siempre así en Atenas, sin embargo, podemos afirmar que la democracia clásica implicó el ejercicio directo del gobierno de parte de ciudadanos en condiciones de igualdad y con límites y delegaciones sólo excepcionales.

Los modelos modernos y representativos de democracia, en cambio e incluyendo al argentino, tienen diferencias relevantes con ese sistema. Por un lado, la “elección” de los representantes sustituyó a las formas directas y rotativas en el ejercicio del gobierno. Pero fundamentalmente, las funciones judiciales fueron sustraídas a las formas democráticas de acción para pasar a ser ejercidas de manera técnica y vitalicia por un poder no sometido a la voluntad popular y con mecanismos de remoción altamente improbables. La separación del poder judicial del ejecutivo y el legislativo (divididos en los sistemas presidenciales, pero no así en los parlamentarios) como rasgo distintivo de las repúblicas es un invento moderno. Y, lo que es más importante, fue separado no para fortalecer la democracia sino, justamente, para limitarla. Así lo manifestaron, por ejemplo, los padres de la Constitución estadounidense, en particular James Madison, cuando en los Federalist Papers planteaba la contradicción entre los principios liberales y la delegación del poder en un gobierno mayoritario, capaz de volverse contra una minoría. La mejor solución que encontraron fue diseñar un sistema donde la ambición de un poder contrarreste la de otro poder, algo así como que una arbitrariedad sea contrapesada por otra. Frenar a una mayoría con una élite técnica vitalicia.

Este temor no fue un dilema exclusivo de los federalistas norteamericanos. Los liberales más notables de los Siglos XVIII y XIX, como John Stuart Mill o Benjamin Constant, también dejaron escrito este temor y discutían, por ejemplo, cuánto era el mínimo de riqueza necesaria que un varón debía poseer para ejercer los derechos políticos con dignidad y apego al bien común republicano, ya que suponían que las necesidades económicas de las mayorías pobres serían campo fértil para la manipulación de tiranos dispuestos a avanzar contra las libertades y el patrimonio de las minorías. Vemos que las quimeras del “voto por el choripán” preceden, incluso, a la existencia del choripán.

Ahora bien, ¿qué solución encontraron los padres del liberalismo al peligro potencial de las mayorías manipuladas por los tiranos? Ciertamente, la creación del Poder Judicial como un poder externo a las mayorías y no sometido a la voluntad popular. Un Poder creado principalmente para contraponerse institucionalmente a las mayorías legislativas y ejecutivas, fue la solución liberal para limitar los riesgos y temores respecto al sufragio universal. Ese rol del Poder Judicial suele ser denominado como contramayoritario; y al sistema general como de “frenos y contrapesos”. La moraleja es que estos conflictos institucionales con las judicaturas no responden a una anomalía, fueron creados ni más ni menos que para esoA ello nos referimos cuando llamamos la atención sobre la ausencia de la palabra “democracia” en el dogma constitucional referido a la forma de gobierno. Además, las mayorías especiales introducidas en la Constitución, como exigencia para casi todos los cambios relevantes vinculados al poder judicial, son el muro que sostiene la autonomía del poder judicial no sólo de los otros poderes del Estado, sino de las mayorías sociales.

Respecto a las polémicas judiciales de Cristina, los magistrados, el oficialismo, la oposición y el periodismo, desde esta perspectiva más estructural puede verse que las tensiones no son puntuales ni responden a una causa o motivo en particular; menos aún, son de resolución sencilla ni de final predecible. Quizás por ello la dirigencia política prefiera evitar estas disputas, se les personifican como luchas contra molinos de viento. Su dureza no se equipara con debates para remover al presidente del Banco Central, ni siquiera el Procurador General. Incluso las discusiones sobre las retenciones o una nueva ley de medios pueden parecer más sencillas. Quizás como un desafío al principio weberiano de que “la política es una dura y prolongada penetración a través de tenaces resistencias”, la cantidad de recursos, jurisprudencias, instancias, normativas, artículos, objeciones, riesgos, amenazas y negociaciones necesarias para transformar las estructuras judiciales suelen desanimar a la gran mayoría de los dirigentes políticos. Sin embargo, Cristina Kirchner parece dotada de una tenacidad especial.

*Politólogo y analista de opinión pública