En 2015 Macri ganó las elecciones tras abandonar su prolongada retórica privatizadora. Fue particularmente luego de que Horacio Rodríguez Larreta se impusiera sobre Martín Lousteau en el ballotage por la Jefatura de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, lo cual inauguró el mandato del alcalde, ahora uno de los presidenciables para el 2023. Esa noche Macri aseguró que nada de lo se había ganado con el kirchnerismo iba a perderse, que Aerolíneas seguiría siendo del Estado, etc.

Macri había cedido, por indicación de sus asesores, al consenso estatista de la época. El piso de no negociables de la ciudadanía, que empezaba a soltarle la mano al estilo de conducción de CFK pero que no quería resignar una gran parte de lo que definió la política pública de esos doce años, con una centralidad y presencia importante del Estado en la vida cotidiana de la gente.

Fue el reverso del ciclo anterior, que detonó el dúo dinámico Menem-Cavallo y terminó de explotar con De la Rúa (y Cavallo, también). Con la gestión de Duhalde como transición, el pasaje de los noventa a los dos mil puede narrarse como el pasaje del consenso privatizador al consenso del Estado. Se entiende por qué Durán Barba aconsejó a Macri como lo hizo. Hablar de privatizaciones, hablar en contra de esa centralidad de lo estatal en la vida pública era, para la doxa de la época, un disparate.

Un presidente debe poder hablar el lenguaje, no sólo de su tiempo sino también del que está por venir. En ese aspecto la retórica macrista, que se venía diseñando en la Ciudad de Buenos Aires, pudo conciliar ese sentido común de estatismo light con su comprensión edulcorada de la vida ciudadana, la del vecino como sujeto (a)político, la de una política sin dramas y confrontaciones “al pedo”. Se inauguró así el primer intento de una cultura política del post-kirchnerismo.

Lo que no acompañó a Macri fue su gestión económica, que en la segunda mitad de su mandato truncó la posibilidad de un nuevo consenso de época. Sin ello el macrismo se definió más por su carácter negativo: ser la garantía de que el kirchnerismo no volviera al poder. Sabemos que esto terminó jugándole en contra, pero a su vez dejó en suspenso la definición de un concepto positivo para la época post-kirchnerista. Aquí se tejen algunas de las condiciones para la confusión en la que naufraga el actual gobierno: no hay un consenso de época entre dirigentes y ciudadanos.

La falta de un diagnóstico común sobre el sentido epocal destaca como una de las grandes dificultades del Gobierno. Mientras que la lectura de la vicepresidenta, tal y como la expresa en sus apariciones públicas, parece ver una demanda popular de volver al pasado, a su última presidencia; el presidente le dio pista a su ex ministro de economía, Guzmán, para avanzar sobre lo que entendía como un nuevo consenso social: el equilibrio fiscal. Ciertamente hay consenso en la clase política alrededor de este objetivo (que excluye al cristinismo y a la izquierda), aunque parece claro que el apoyo de la ciudadanía a esta premisa dista de ser total y se concentra mayormente en los detractores del gobierno. Por eso el oficialismo perdió las elecciones de medio término.

Pero el problema más grande de ese “equilibrismo”, antes que el de su incierta popularidad, es el de su marca política: el macrismo lo dijo primero. El gobierno de Alberto Fernández cayó así en una trampa de la historia y quedó pegado al FMI y la antipática austeridad de aquellos a los que vino a enfrentar. Ante la retracción de la economía, evidente para cualquiera, se impone con sencillez la temible máxima: “son todos lo mismo”.

En ese quiebre cada vez más pronunciado de la ciudadanía con la dirigencia se empieza a armar el verdadero consenso social de nuestro tiempo: el consenso del hartazgo. Las rencillas palaciegas del Frente de Todos, que alcanzaron el fin de semana pasado su punto más álgido hasta ahora, no hacen más que pronunciar ese fastidio con la clase dirigente. Es indistinto si se pincha o repunta la figura de Milei, acaso el que mejor ha capitalizado ese enojo de la sociedad hasta el momento. El papel que el economista liberal ha jugado en estos años –amplificado por los medios sí, pero también por la audacia de sus cibermilitantes– sirvió para fijar la asociación verosímil de la dirigencia actual con el rol del Estado. La confusión entre Estado y Gobierno alimenta el concepto nodal de la discusión pública actual: casta, un símbolo que tiene mucho vuelo por remontar, con o sin Milei adosado.

Las condiciones para un nuevo consenso antiestatista están dadas. Esto entusiasma al ex presidente Macri que se siente merecedor de una segunda oportunidad, esta vez para una presidencia sin coacheo. Pero el antiestatismo que profesan Milei o Macri, aunque tenga mejor marketing, está igual de perimido que la nostalgia de la vicepresidenta por sus mandatos. Ambos son igualmente impracticables, en la configuración actual de la sociedad y del Estado, y cualquier voto en ambas direcciones está destinado a encontrar una decepción segura.

Es una competencia de nostalgias, la de Milei y la de Macri por el tiempo de la convertibilidad (que el primero exalta sin tapujos) y la segunda por la de los felices años kirchneristas. ¿Es que estamos condenados, como Hollywood, a la era de las remakes con gusto a poco?

Se impone la pregunta de cómo construir un nuevo consenso entre la ciudadanía y la dirigencia, en los términos de la coyuntura actual. No es una pregunta de comunicación, es una pregunta política (no se puede comunicar lo que no existe). La comprensión de este desafío se expresó en la reciente discusión entre Alberto y Cristina sobre la persuasión. ¿Cómo persuadir a la mayoría? Alberto, que inició su mandato elogiando el valor de la palabra (justamente lo que más dilapidó), no termina de despertarse de su sueño alfonsinista ni con una Cristina que lo moja con la manguera de las verdades peronistas: se persuade con hechos.

Si la estabilidad económica, como se viene demostrando, depende de la estabilidad política y del apoyo de las mayorías ciudadanas, lo que Argentina necesita es un gobierno que pueda construir un nuevo consenso de época. Será en este gobierno o en el próximo, pero tarde o temprano tiene que llegar. Hasta que eso no ocurra seguiremos en el limbo de nostalgias y remakes, en una larga transición hacia lo incierto.