Presiento el fin de un amor en la era del color

La televisión está en las vidrieras

Toda esa gente parada que tiene grasa en la piel

No se entera ni que el mundo da vueltas

Charly García - Yo no quiero volverme tan loco

Lorenzo del Carril escuchó el gallo de doña Elisa, el verano llegaba a su fin pero el bicho arrancaba a cantar a eso de las cuatro y cuarto, aunque faltaba para que aclarara. Mejor que todo acabara lo antes posible, si hubiera sido en invierno todavía quedarían como cuatro horas más, pensó. Parecía una broma pesada que justo ahora tendría que pasar por la esquina de avenida del Trabajo y Escalada todos los días de camino a la estación de Pompeya donde descargaban los trenes que venían de los tambos de González Catán. La empresa le había tirado unos pesos y con eso ya había apalabrado una yegua para arrancar el reparto. El carro lechero era uno viejo del tío de su señora que estaba destartalado, pero se lo iría pagando de a poco. De un día para el otro era como si la rutina que se había encendido con su abuelo y mantenido viva con su viejo se apagaría con él. De él ya no dependería la luz, ese poder que ponía a bailar a las sombras que vivían en los arrabales.

La historia anterior bien podría ser el relato del último farolero de Buenos Aires, el día que se apagó el último farol a alcohol carburado fue el día 19 de marzo de 1931, y también podría ser la misma de tantos otros que corrieron la misma suerte de la mano del progreso tecnológico.

Aquel relato ficticio bien podría ser en unos años la historia de una joven repartidora de una aplicación de delivery (rider) que antes se la pasaba arriba de una bicicleta 12 horas al día y que, tal vez sin sospecharlo, fue remplazada por un drone o un vehículo autónomo, mucho más eficiente y al que no hace falta darle una propina. Y por qué no, también podría ser la historia de un obrero industrial que trabajaba en una línea de montaje ahora totalmente robotizada (y a oscuras); o del jardinero que se fue reemplazado por robots especializados; o la historia del programador junior que terminó la escuela convencido de que el futuro era la programación y en poco tiempo sus funciones pasaron a ser hechas por una inteligencia artificial.

Lo paradójico es que ninguna profesión se salva, así es como el traductor que ve cómo su trabajo queda vetusto frente al avance de las traducciones simultáneas; el periodista es reemplazado por GhatGPT (prometo que esta nota no fue escrita por ChatGPT); o por qué no, el arquitecto que ya no es necesario para construir una casa. Y por qué no imaginar un futuro en el que ni siquiera se requiera un cirujano humano: tal vez, dentro de poco, las incisiones las realice un brazo robótico y —lo más sorprendente— sin que un humano tome la decisión final.

PROMPT: DIBUJA A BORGES ESTILO GHIBLI             

Algunos podrían argumentar, con razón, que —como ha ocurrido en el pasado— surgirán nuevos trabajos. Tal vez, como especie, nos quede el arte. Sin embargo, qué pasará cuando el simpático retrato estilo Ghibli que le pedimos a un generador de imágenes sea exhibido en una galería o resulte ser que el último best-seller haya sido escrito por una IA. La pregunta, entonces, no es solo qué trabajos desaparecerán, sino qué quedará para nosotros. ¿Qué sentido tendrá el ser humano en un mundo donde lo simbólico también puede ser producido artificialmente? Para explorar este dilema, se me ocurrió pedirle a ChatGPT que respondiera, como lo haría Borges, a la pregunta “¿qué es el trabajo?” y esto fue lo que me respondió:

El trabajo… acaso sea uno de los más sutiles laberintos que ha inventado el hombre para no enfrentarse con la eternidad. Nos hemos condenado a la repetición, a la rutina, a esa suerte de rito diario, como si al ocupar las manos creyéramos callar la mente. Pero no olvidemos que Sísifo fue un trabajador. Que Penélope tejía para no morir de amor. Y que el universo, quizá, se justifica en una sola tarea bien hecha —un poema, una página, un acto de bondad. En lo personal, siempre desconfié del trabajo sistemático; preferí la lectura, que también es una forma de resignarse al destino.

He leído que los antiguos creían que los dioses no trabajaban. Que su ocio era eterno. Pero acaso el más alto trabajo sea el de imaginar otros mundos, como hizo Cervantes con su hidalgo, como hacen los soñadores. Si alguna vez el trabajo ha de justificarnos, que no sea por su utilidad, sino por su belleza.

A priori uno podría quedarse con la respuesta de este Borges apócrifo. Sin embargo, ahí está el error: Borges no solía responder de manera asertiva y él mismo hacía una oda al error, a la imperfección (y hasta la contradicción). Borges, el real, el de carne y hueso, nos da como respuesta El Aleph, nos ofrece el universo entero, con su infinitud y sus pliegues, no hay una respuesta cerrada, única y finita. Borges es un laberinto en el sentido más humano de la palabra, con sus callejones sin salida, pasos en falso, sus caminos que se bifurcan. Borges es el empleado de biblioteca municipal que entró por acomodo familiar -lo que ironías de la historia podríamos considerarse “un ñoqui”- y que hoy podría ser reemplazado por un catálogo digital, pero que a pesar de todo pudo imaginar todos los mundos posibles.

Es cierto que el mundo del trabajo actual es incomparable con el de hace cincuenta años, y más aún con el de hace un siglo. Hemos pasado del virtual monopolio del trabajo físico, manual y repetitivo a un predominio de tareas de oficina o actividades que requieren algún tipo de saber tecnológico. Sin embargo, la irrupción acelerada de la inteligencia artificial y la robótica abre una incógnita aún más profunda: ponen en cuestión el concepto mismo de trabajo, en un sentido que hasta ahora sólo la filosofía y la ciencia ficción se habían animado a explorar. No ya sólo como medio de realización personal, sino como principio estructurante de la sociedad capitalista.

Los cambios que hoy atravesamos, en otros tiempos, hubieran tomado siglos. Con suerte, una generación llegaba a ver el ocaso del viejo orden antes de ceder paso a la siguiente. Hoy, en cambio, hay generaciones vivas y laboralmente activas —como quienes rondan entre los 30 y los 45 años, generación a la que pertenece el autor— que nacieron y fueron criadas en un mundo analógico, pero debieron adaptarse a uno digital sin transición alguna. Salieron al mercado laboral bajo exigencias absurdas: tener título universitario, diez años de experiencia, saber usar Office y armar una página web… todo eso para conseguir una pasantía, atender un call center, o —en el peor de los casos— reponer góndolas en un supermercado.

A quienes conservaron cierta esperanza de progreso, tras pasar por más trabajos que sus padres y abuelos juntos, se les pidió luego una maestría, saber programar y —por las dudas— no tener hijos. A cambio, recibían sueldos ajustados y “beneficios” como membresías en gimnasios, viernes casuales o una porción de torta en su cumpleaños.

Y en medio de todo esto, irrumpió una nueva generación: los nativos digitales, que o bien nunca accederán a un empleo formal con derechos laborales, capacidad real de negociación y protección social, o bien —y esta es la verdadera novedad— ya no lo desean. No quieren encajar en un modelo que les exige sacrificarlo todo para obtener muy poco. Porque saben, o creen saber, que no necesitan de nadie más que de sí mismos para progresar.

Como plantea Varoufakis el mundo parece alejarse no sólo del neoliberalismo, sino del propio capitalismo hacia algo distinto donde lo que importa ya no es la acumulación de capital en pos de la apropiación del excedente que generan los trabajadores, sino del dominio de feudos digitales. Sin embargo, todo esto nos deja ante una pregunta tan antigua como renovada: ¿quién gobierna el cambio? Porque si el trabajo está desapareciendo, si las máquinas nos superan no solo en fuerza sino también en cálculo, si incluso la imaginación puede ser simulada por una red neuronal, entonces ¿qué rol queda para la política? ¿Quién regula, quién redistribuye, quién protege?

El viejo pacto entre trabajo y ciudadanía está roto, o al menos, profundamente herido. Las instituciones —partidos, sindicatos, estados— siguen atrapadas en categorías del siglo XX, mientras la realidad del siglo XXI se escapa por los bordes de sus marcos conceptuales. Pareciera que las aguas se abren de tal manera que se genera un clivaje irreconciliable entre quienes prefieren dejar que la historia siga su curso y que sean los propios individuos que arreglen sus vidas y quienes siguen anclados a la idea de que todo pasado fue mejor y se sienten más cómodos con viejos debates.

¿Y SI EL PRÓXIMO QUE SE QUEDA SIN TRABAJO ES UN POLÍTICO? QUIZÁS AHÍ REACCIONEN Y SE DEN CUENTA QUE LO IMPORTANTE NO ES UNA BANCA PARA CONCEJAL DE ENSENADA

Para Aristóteles, la comunidad —concebida como unidad política anterior y superior al individuo— constituye una condición necesaria para la realización de una vida buena, entendida no simplemente como vida feliz, sino como la más plena posible dentro de un orden común. En contraposición, el actual paradigma cultural, marcado por el hiperindividualismo y la disolución de los vínculos colectivos, socava los cimientos sobre los cuales se construye la noción misma de ciudadanía. En este marco, las transformaciones profundas que afectan al lazo social tienden a quedar fuera del radar de la clase política, cuya lógica instrumental y cortoplacista se muestra insuficiente para responder a los desafíos de una época que exige nuevas formas de pensar lo común -a modo de ejemplo véase el siguiente link-.

En línea con lo anterior, si el trabajo como lo conocimos desaparece o se transforma radicalmente, ¿sobre qué se construirá la cohesión social? ¿Cómo se organizarán los tiempos, los ingresos, los vínculos? ¿Es posible imaginar una sociedad donde producir no sea el centro de la existencia, o donde el ingreso esté desvinculado del rendimiento? ¿O vamos hacia un mundo de pocos incluidos y muchos desechados, donde la única política posible sea la del control? ¿Qué pasaría si en esa carrera desenfrenada por el progreso tecnológico acrítico también nos convenciéramos que también sobra la política? Y no sólo sus representantes, sino todo el sistema en sí mismo y éste termine siendo reemplazado por dashboards, índices de humor social y decisiones automatizadas.

La concentración de recursos que se han generado a partir de las nuevas tecnologías y profundizando la brecha entre un porcentaje muy pequeño de súper-ricos, aquellos que de alguna manera puedan acoplarse a los cambios y aquellos que quedarán completamente excluidos. Es por ello que frente a la deshumanización, el Estado mínimo, la glorificación de la libertad individual y la caricaturización de cualquier forma de solidaridad como autoritarismo que proponen figuras como Trump y Musk, o Milei en Argentina, lo único que queda es más exclusión y desigualdad.

Si partimos de la premisa —cada vez más discutida— de que la democracia liberal es la mejor forma de organización política (o al menos la menos imperfecta), no puede dejar de señalarse que su alianza histórica con el capitalismo ha producido en las últimas décadas un escenario de creciente desigualdad, precariedad laboral y estancamiento del desarrollo socioeconómico para amplias capas de la población. En este contexto, modelos autoritarios de gobierno como el chino, o experiencias tecnocráticas como las impulsadas por los Emiratos Árabes Unidos mediante inteligencia artificial, comienzan a presentarse —con creciente legitimidad— como alternativas que prometen bienestar material y eficiencia, aun a costa de libertades individuales, pluralismo político y derechos fundamentales.

La construcción de un nuevo sentido no puede seguir pasando por impulsar políticas de generación de empleo, mientras la economía real automatiza todo lo que puede y los sectores vinculados con los sectores más dinámicos de la economía se enriquecen cada vez más sin ningún tipo de control. En otras palabras, la política mientras siguen midiéndose por su capacidad de generar "puestos de trabajo", como si aún fueran sinónimo de dignidad, sin un debate serio sobre nuevos aspectos que reorganicen nuestras vidas, como sean la dignidad, la cooperación, la libertad, el ocio y el cuidado del ambiente.

Ahí es que aparece la pregunta que ya no es sólo económica, ni tecnológica, ni siquiera ideológica, es moral: ¿qué nos queda como especie? O más específicamente ¿Qué lugar ocupa la humanidad en un mundo donde lo humano es cada vez menos necesario? Para algunos quizás la alternativa sea volver a los faroles a kerosene y poner gente a encenderlos y apagarlos. Quizás para otros sólo quede la resignación de que lo único que tenga valor sea nuestra atención y nos paguen por nuestros Likes. Quizás el último gesto humano sea no tipear el prompt que escribe notas como esta.