Si hay una buena fama que los asiáticos se han hecho acertadamente es la de ser pragmáticos: «primero los negocios, luego la política». Es una receta perfecta para el crecimiento económico –aunque no para la equidad, naturalmente–. Aunque Asia no es un todo coherente y homogéneo: todo lo contrario. 

Eso es particularmente cierto cuando hablamos del Este Asiático; ahí, donde vive la mitad de la humanidad. A veces parece un mundo extraño, ultralejano, del que llegan manufacturas baratas, y al que le vendemos soja. Pero hay mucho más detrás de esa mirada exotista. Para mencionar algunos aspectos, allí hay muchos más idiomas, religiones y formas de gobierno coexistiendo codo a codo que en el resto del mundo. Por eso es necesario que los entendamos.

Pero ¿para qué interesarnos por Asia, si nos queda tan lejos? Para el lector promedio es un pensamiento natural. Claro que eso no quita que los hacedores de política deban mirar la pantalla más grande. Y ahí encontramos una de las pocas virtudes que tiene nuestra anquilosada (aunque peligrosamente inestable) política exterior.

Cada año, comerciamos más con Asia y recibimos más de sus inversiones (y no solo migajas, sino miremos a Petronas en Vaca Muerta). Ha sido una de las pocas políticas estables que sobrevivió a «la grieta», con viajes de Estado tanto de Cristina Kirchner como Mauricio Macri a Vietnam, Indonesia y la India, y Alberto Fernández, se espera que viaje en breve a Yakarta por el G20 para completar el álbum.

Hoy, nuestro comercio con las principales economías de Asia Oriental asciende a casi 42 mil millones de dólares, y ha tenido un incremento promedio del 46% del saldo comercial en nuestro favor solo en el último año, en un momento en el que el país necesita desesperadamente de divisas. Si bien China continúa representando casi la mitad del total del comercio con la región, al analizar dinámicas de cooperación bilateral es indispensable ponderar por al menos algunos factores. 

Si lo pensamos en términos comerciales, el principal factor a tener en cuenta es el tamaño del mercado, es decir, la cantidad de personas que potencialmente pueden consumir productos argentinos –o producir productos que nosotros consumamos–. Si bien China hoy es el segundo mercado más numeroso del mundo detrás de la India, nuestro comercio per cápita con siete mercados asiáticos es todavía superior, y en magnitudes que van desde duplicar las relaciones con China (en los casos de Tailandia y Taiwán), hasta triplicarlas (Singapur, Vietnam y Corea), o incluso cuadruplicarlas (como pasa con Malasia).

Estas estadísticas muestran que el peso de los productos argentinos en las respectivas canastas de bienes de consumo de estos países es bastante superior al que tienen en China. Pero ese aspecto potencial del consumo debe ajustarse también por la capacidad de consumo. Es decir, no importa solo cuántos pueden comprarnos –o vendernos–, sino cuánto pueden gastar –o producir–.

Así, cuando ajustamos por el poder adquisitivo de estos mercados, la diferencia se mantiene y, en algunos casos, se amplía. Ello es porque, si bien los mercados de economías desarrolladas como Singapur y Taiwán continúan estando subexplotados por nosotros, con respecto a China, los mercados coreano, indio e indonesio tienen más presencia argentina.

Cuando pensamos en la relación entre comercio con Argentina y PBI per cápita de estos países, los casos de Malasia y Tailandia cuadruplican la relación que muestra China, y Vietnam –nuestro cuarto socio en Asia en términos absolutos–, la decuplica. O sea, no solo intercambiamos más dólares por cada malasio, tailandés y vietnamita que por cada chino, sino que si consideramos con quién prefieren hacer negocios con los dólares que ellos tienen, los vietnamitas, por ejemplo, son diez veces más probable de hacerlo con nosotros que con los chinos. 

Estos números no son solo estadísticas, son por un lado, decisiones conscientes de socios en el otro lado del mundo que nos han preferido por sobre otros países, y por otro, son los mercados que necesitan nuestros sectores productivos para exportar, y consecuentemente, crecer y traer los dólares que tanto necesita nuestra economía. 

Curiosamente, nuestro principal socio asiático, China, es también el más deficitario: por cada dólar que le vendemos, le compramos dos. El caso de Malasia es el opuesto: por cada dólar que le compramos, le vendemos tres. De esto se desprende que la clave de nuestra relación con Asia no está en la política ni en la cultura –solamente–. Está en los negocios, pero en los inteligentes.

El año pasado tuvimos un virtual equilibrio comercial con Asia. Es decir, no pudimos atesorar casi nada debido a que todo lo que ganamos con el superávit que tenemos con India, Vietnam, Malasia y Corea (en ese orden), lo destinamos a comprarle a China por dólares que esta no nos compró. Esto nos muestra que Asia nos ofrece relaciones muy beneficiosas, y que es mucho más que China.