A poco más de un mes de haber asumido como presidente, Javier Milei (LLA), un dirigente con claros tintes totalitarios, ha tomado medidas extremas, con consecuencias inéditamente brutales para las masas populares: una devaluación del 120% sin compensaciones para los sectores damnificados, la activación de un protocolo represivo, sumado a la firma de un DNU (Decreto de Necesidad y Urgencia) y la redacción de un proyecto de ley (denominada, técnicamente “De bases y puntos de partida para la libertad de los argentinos” y coloquialmente “Ley Ómnibus”), ambos inconstitucionales, en su forma y en su contenido. Los 1030 artículos contemplados entre ambos textos afectan todas las relaciones jurídicas y sociales existentes y alteran la propia estructura institucional del país.

El DNU 70/2023 fue firmado -por el Presidente, todos los ministros y el Jefe de Gabinete- y difundido públicamente el 20 de diciembre de 2023, luego de la movilización en conmemoración de las jornadas decembristas de 2001, en la que se implementó por primera vez el protocolo represivo y antidemocrático presentado por la ministra de Seguridad Patricia Bullrich.

Antes de adentrarnos en el análisis de los efectos del DNU y de la ley pluriabarcativa, repasemos algunas nociones básicas: en una democracia presidencialista existen tres poderes del Estado, el Poder Ejecutivo, el Poder Legislativo y el Poder Judicial. Estos poderes están separados, pero a la vez están ínter relacionados. Cada uno de ellos posee una incumbencia propia, funciones propias y tiene autonomía respecto de los demás.

El Poder Ejecutivo es el encargado de la administración del Estado, el Poder Legislativo es el encargado de redactar leyes y el Poder Judicial es el encargado de interpretar esas leyes y de velar por su cumplimiento de acuerdo con el marco formal vigente, sujetándose a la Constitución Nacional (CN) y a los tratados internacionales.

Se ha reiterado en numerosos espacios, durante el último mes, que la Constitución Nacional en su Art. 99, inc.3 establece que el Poder Ejecutivo no puede, bajo pena de nulidad absoluta e insanable, emitir disposiciones de carácter legislativo, salvo en circunstancias excepcionales que impidieran el normal funcionamiento del trámite legislativo (como, por ejemplo, catástrofes climáticas o desastres naturales).

Dada la claridad con la que la Constitución se refiere a la cuestión, ha habido unanimidad casi absoluta por parte de los abogados constitucionalistas (incluso de los más rancios y conservadores) respecto de la ausencia de un criterio de razonabilidad en la aplicación de este DNU o lo que es lo mismo, ausencia de concordancia entre fines propuestos y medios arbitrados. Es decir, no puede justificarse que las áreas contempladas revistan una emergencia significativa y una necesidad súbita que deba reencausarse inevitablemente a través de las reformas propuestas.

A su vez, el recurso a un DNU con un articulado de esa naturaleza, alcance y longitud (¡el de mayor plexo de abarcabilidad desde 1853!) resulta incompatible con el envío concomitante de un proyecto de Ley a ser tratado en sesiones extraordinarias en tiempo récord. Esto supone una implícita confesión de parte respecto de la inexistencia de impedimentos fácticos relativos al cumplimiento de los cometidos estatales por los medios ordinarios del proceso legislativo.

A esto se agrega que la Ley Ómnibus al igual que el mega DNU entra en contradicción con el Art. 99, inc.3 de la CN, estableciendo la delegación de facultades legislativas al Ejecutivo por dos años prorrogable por otros dos (abarcando todo el período de la gestión mileista). Además, la ley establece emergencia pública en 10 dominios diferentes, pese a que la Constitución explícitamente estipula que solo puede tratarse de materias determinadas de Administración Pública y con un plazo determinado para su ejercicio y ejecución. En suma, esto implica un claro y deliberado avasallamiento del Poder Ejecutivo sobre los otros poderes del Estado. A lo que se agrega, como frutilla del postre, el trato extorsivo y prepotente que ha tenido el Presidente para con los representantes del órgano legislativo, desde el momento mismo en el que este último se dispuso a sesionar.

En ese sentido, cabe referirnos a dos cuestiones pertinentes: una general (relativa a los sistemas presidencialistas como tales) y otra específica (concerniente a elementos propios de la CN argentina vigente). Vamos con la primera: en los diseños presidencialistas, tanto el presidente como el congreso gozan de una legitimidad democrática. En efecto, existe un desdoblamiento de la soberanía que implica que la legitimidad popular sea reclamada tanto por el jefe del Ejecutivo como por los miembros del poder Legislativo.

La segunda cuestión tiene que ver con los cambios que se introdujeron con la reforma constitucional de 1994 y que atañen directamente a las facultades legislativas del Presidente y a los órganos y figuras incorporadas para operar como frenos y contrapeso del poder presidencial. Tras esa reforma se codificó la facultad presidencial de poder dictar DNU; es decir, se convirtió un poder de facto que se ejercía desde 1853 en un poder de iure. También se introdujo la figura de Jefe de Gabinete, quien cumpliría la función de operar como nexo interpoderes y que, entre otras atribuciones, se encargaría de firmar los DNU y refractar la delegación de facultades legislativas al presidente

Con la reforma de 1994, se buscaba que el Ejecutivo adquiriera una estructura de tipo dual, con un Presidente electo por la mayoría electoral y con un Jefe de Gabinete, responsable ante el Congreso y sujeto a la posibilidad de ser depuesto por este último. La figura del Jefe de Gabinete fue incorporada para operar como un fusible institucional ante la emergencia de un gobierno dividido (con un presidente de un signo político y una mayoría parlamentaria opositora). Así, se procuró generar incentivos a la colaboración política, a través de un Jefe de Gabinete que podía tener, o bien el mismo origen partidario que el bloque legislativo mayoritario o, alternativamente, muñeca política para negociar en el recinto parlamentario e imponer puntos centrales de la agenda legislativa opositora.

Aquí, es fundamental recalcar la importancia que tiene la aquiescencia explícita del Jefe de Gabinete en la entrada en vigencia de un DNU y en la consumación de la delegación legislativa. En ese sentido, teniendo en cuenta el espíritu de los reformadores de 1994, la convalidación/ratificación de este funcionario -que reiteramos, forma parte del Ejecutivo, pero es responsable ante el Legislativo- operaría como una suerte de control ex ante de que sendos textos de naturaleza legislativa fueran tratados en el órgano de su incumbencia.

¿Qué sucede en el caso aquí abordado? Estamos ante un gobierno dividido, efectivamente: el partido oficialista (LLA) tiene 38 diputados de 257 y siete senadores de 72. Pero el Jefe de Gabinete, Nicolás Posse, no sólo no responde ni pertenece a alguno de los partidos con representación parlamentaria, sino que fue designado en tal función por ser parte de una de las poderosas corporaciones (América-Grupo Eurnekian) que fungieron de pilares de apoyo a este gobierno. Paradójicamente, uno de los cargos que requiere mayor conocimiento de la “rosca política” y del complejo engranaje que supone el funcionamiento institucional en un contexto de oficialismos en minoría (y una minoría particularmente exigua, en este caso) es ocupado por un tecnócrata, con una visión ascética de la política, al cual ni siquiera se le ha oído la voz desde su posesión de cargo en diciembre de 2023.

Así, vemos cómo coexisten confusa e incomprensiblemente, lógicas empresariales, con delirios mesiánicos y comportamientos amateurs, improvisados y descoordinados del oficialismo, que chocan con la gramática seguida por políticos profesionales de la oposición (muchos de los cuales, paradójicamente, están haciendo denodados esfuerzos para que todo este paquete de medidas criminal atraviese el itinerario legislativo prefijado, sin mayores sobresaltos).

Y aquí entramos en otro de los puntos fundamentales a mencionar en este escenario: el comportamiento de las fuerzas políticas no oficialistas y el proceso de construcción de mayorías (tanto circunstanciales como permanentes) en la Argentina actual.

Esto también tiene conexión con un aspecto más abstracto y filosófico que no está ligado tan inmediatamente a la realpolitk y tiene anclaje en la orientación general del gobierno libertario.

Para llegar a eso, el primer interrogante que irrumpe es: ¿Cómo puede ser que un presidente que, controlando solo el 15% de la Cámara de Diputados y el 10% del Senado, no encuentre una férrea resistencia parlamentaria a esta intentona, sin precedentes, de atropellar los otros poderes del Estado, haciéndose para sí de potestades y atribuciones omnímodas?

El argumento de la voluntad popular expresada en el presunto 56% (14 millones y medio de votos) del apoyo recibido por el primer mandatario en las urnas, pierde consistencia y razón de ser en, al menos, dos factores. El primero, mencionado anteriormente referido a la legitimidad dual del régimen presidencialista, según el cual el titular del Ejecutivo no puede arrogarse la suma del poder público, ya que los miembros del Legislativo poseen el mismo status en términos de soberanía popular. El segundo, que también ha sido mencionado en reiterados espacios, alude al tipo de mayorías (atendiendo al aspecto cualitativo y no solo cuantitativo) que se generan en un sistema de elección presidencial con doble vuelta electoral (en este caso, con mayoría calificada y umbral y distancia) que existe en la Argentina. Efectivamente, Milei fue el más votado en el balotaje y por ello fue consagrado legítimamente como el Presidente de la Nación. Sin embargo, este recibió el apoyo del 41% de los enrolados en el padrón electoral nacional. Esto es: somos más los que no lo votamos que los que sí lo votaron.

A su vez, en un sistema electoral trifásico como el nuestro (con PASO, elección general y eventual segunda vuelta), el elector puede efectuar hasta tres tipos de votos diferentes, con lo cual, el voto en el balotaje constituye un voto de segunda -o incluso, tercera- preferencia. En este caso particular se agrega que, al haberse producido una reversión del resultado inicial (ya que Milei salió segundo en la elección general), del total de sus votantes finales, casi la mitad eran electores de segunda -o tercera-preferencia. Esto implica que se trató de una mayoría tan innegable y contundente, como artificial.

A esto hay que agregar que el argumento del 56% del apoyo a Milei reposa en la valoración de los principios sobre los que se edifica la democracia presidencialista. Sin embargo, aun tomando una definición minimalista de democracia procedimental, esta debe cumplir básicamente tres criterios, dentro de los cuales uno es la existencia de elecciones libres y competitivas y otro es la consagración de los gobernantes por sufragio universal. Pero también hay un tercer criterio igualmente relevante, esto es: garantías básicas para derechos civiles tradicionales (libertad de organización, libertad de asociación, derecho a huelga, etc.), muchos de ellos, vulnerados tanto por el DNU y la ley Ómnibus como por el protocolo represivo gubernamental. Por lo tanto, a pocas semanas de su posesión, a Milei le estaría costando pasar un test básico de democracia, aun en la menos pretenciosa acepción del término.

A su vez, cabe mencionar algo más al respecto: si de esos 14 millones y medio de votantes de balotaje, solamente 8 millones eran electores de primera preferencia, podríamos inferir que solo ellos -quienes constituyen el 25% de los electores registrados totales- eligieron a Milei para que “hiciera lo que dijo que iba a hacer” (después veremos qué dijo efectivamente y qué dio a entender). Mientras que los 6 millones y medio restantes, eran presumiblemente en su mayoría votantes de JxC. Muchos de ellos, a lo largo de esas cuatro frenéticas semanas que separaron una fase electoral de la otra, repetían machaconamente frases como: “Pero (Milei) no va a hacer todo lo que dice que va a hacer”, “Pero eso (las medidas más extremas) no va a pasar” etc. etc. Esto, a su vez, tuvo asidero en expresiones públicas de representantes de JxC -coalición que obtuvo el tercer lugar en los comicios generales, pero apoyó a Milei de cara al balotaje- quienes aseguraban que su función sería poner coto a los intentos autoritarios de conducción política que hipotéticamente pudiera adoptar Milei y poner freno legislativo a sus medidas delirantes.

No sorprende que aquellos políticos inicialmente opositores pasaran prestamente a constituirse en aliados, en tanto y en cuanto son miembros de la “casta”, rigiéndose por intereses espurios y oportunistas. Pero sí sorprende que los votantes arriba mencionados, no hayan alzado una voz crítica al ver que sus representantes estaban allanando el camino para que Milei pudiera hacer efectivamente “todo lo que dijo que iba a hacer” (y más también). En otras palabras, lo lógico sería que los electores de JxC, no solo se opongan a Milei (quien además propinó insultos y agravios a sus principales candidatos), sino que también impugnen la conducta de sus representantes, devenidos aliados pasivos del gobierno nacional.

Ahora veamos en detalle el voto de aquellos que -a la inversa que el segmento anterior- lo eligieron para “que hiciera lo que dijo que iba a hacer”. Al respecto, no hay acuerdo en relación a cómo estos deberían caracterizar esta etapa: por un lado, hay quienes subrayan que Milei está cumpliendo con su palabra, ya que, desde el inicio de su campaña, anunció que implementaría un ajuste, que íbamos a experimentar sufrimiento y privaciones, asegurando que luego (tal vez en décadas) arribaríamos a una suerte de paraíso terrenal. Por otro lado, hay quienes sostienen que, por el contrario, el mandatario no estaría cumpliendo con sus promesas, en la medida en la que no se está valiendo de los medios efectivos anunciados para dar sustrato a su programa: dolarización, cierre del Banco Central, etc. (aunque podría decirse que estas medidas tampoco están descartadas aún, al tiempo que el propio Milei las incluyó como parte de las reformas de segunda o tercera generación). Finalmente, hay quienes hablan de estafa electoral, ya que, si bien Milei dijo que habría ajuste, también aseguró que a este ajuste “lo pagaría la casta y no la gente”. Y aquí entonces nos encontramos ante un problema semántico que, a su vez, tiene un profundo cariz filosófico.

Si efectivamente los seguidores de Milei hubieran tenido un inclaudicable repudio a la “casta política” no deberían haberlo votado en el balotaje, tras el explícito y público apoyo recibido por componentes de lo más vetusto de la casta política nacional, tras su magra performance en los comicios de octubre.

Y, entonces, ¿de qué casta se habla cuando se habla de casta? Hay una frase popular de enorme sabiduría que reza así “el que nomina, domina”. Es decir, hay que entender cómo se operacionalizan tales conceptos y de qué modo se traducen efectivamente cuando cobran materialidad.

Así, uno de los éxitos del “relato” libertario ha consistido en la pregnancia de su poder nominatorio. Ha logrado homologar en un constructo artificialmente amalgamado a elementos disímiles: casta= lo público= estatales= ñoquis= peronchos= kukas= parásitos= colectivistas= comunistas y una interminable serie de etcéteras. Así, esta inasible entidad sintetizada en el fonema “casta” ha sido presentada públicamente como aquello que obstruía la libertad de la gente (“de bien”) y que era financiado con la plata que a estos últimos les faltaba. Este constructo narrativo le ha permitido al gobierno -por el momento, al menos- mantener un rumbo general intransigente que no se negocia, pese a que sus efectos materiales inmediatos resultan cada vez más agobiantes para amplios sectores de la población.

Se trata de un relato acabado, circular y concluso en sí mismo que reposa en todo un proceso previo de construcción de subjetividades mediante el cual se ponderaba el logro y la realización individual por sobre cualquier tipo de edificación de solidaridades colectivas. Sin embargo, no existe tal cosa como la soberanía del individuo sobre sí mismo, al tiempo que cualquier intento de imponer un “shock de libertad” (frase utilizada por el “no funcionario” Federico Sturzenegger) en una sociedad profundamente desigualitaria, atravesada por antagonismos de clase irreconciliables, solo puede conducir al caos, la anomia y el fratricidio.

Y aquí vemos como se pone de manifiesto la tensión irresoluble entre libertad y rasgos totalitarios. Efectivamente, para que los regímenes totalitarios se impongan necesitan un discurso legitimador con una intrínseca pretensión de cierre. El totalitarismo elimina todo atisbo de libertad; pretende sustituir aquel proceso en el cual el individuo va creando su propia conciencia, por medio de la imposición de una pseudo conciencia uniformizada; quiere inventar un hombre nuevo, incapaz de adquirir autonomía y con esto busca anular la realización de esa libertad abstracta.

En esa línea, los seguidores de Milei -individuos autopercibidos como libres y autónomos (de cualquier tipo de tutela estatal)- van por la vida repitiendo acríticamente frases de TikTok y otras plataformas digitales, cual si fueran mantras sagrados, a saber: “No la ven” o “Se necesita un cambio completo de rumbo” o “Hay que esperar/ darle tiempo” o “Estamos frente a un momento histórico, en el que hay que revertir los fracasos de los últimos 100 años”. Se distorsionan datos, se tergiversa información, se fijan fechas clave de modo arbitrario y antojadizo. Y aquellos que se presentan como librepensadores repiten todo esto ad infinitum cual si fueran verdades reveladas. Un comentario aparte merece la última aseveración mencionada: hay que decir que los últimos 100 años no fueron un período lineal ni homogéneo. En ese siglo hubo gobiernos de distinto signo: radicales (personalistas y antipersonalistas), conservadores, peronistas, radicales (del pueblo e intransigentes), peronistas nuevamente, etc. etc. Hubo gobiernos democráticos, semidemocráticos (con fraude, unos y con proscripciones, otros) y dictatoriales. También se implementaron diferentes modelos económicos: primario exportador, de industrialización por sustitución de importaciones, aperturista, etc. Curiosamente -o no- si establecemos algún hito fundacional que haya tenido lugar hace aproximadamente un siglo, del cual puedan valerse los mileistas para trazar un parteaguas histórico a partir del cual se quiera emprender un cambio radical o un giro copernicano, este sería la aplicación de la Ley Sáenz Peña (1916) que consagró el sufragio universal masculino, es decir, el momento en el que se instauró una democracia representativa moderna (capitalista, hay que decirlo) en Argentina.

En consecuencia, quienes aducen que los males del país comenzaron un siglo atrás (cuando las mayorías populares, al fin, pudieron emitir libremente el sufragio en las urnas), hoy por hoy no pueden -sin entrar en una contradicción absoluta e insanable- alegar que la legitimidad de Milei reposa en la mayoría obtenida en las urnas por medio del sufragio de las masas populares.

Por último, el título de la “Ley de bases y puntos de partida para la libertad de los argentinos” tiene inspiración en la obra seminal de Juan Bautista Alberdi “Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina”. Como puede observarse a simple lectura, Milei sustituye la idea de “organización” y de “República” por las de “libertad” y de “argentinos”. Esto es, no hace referencia ni a la República, ni a la Nación, ni al Pueblo ni a ninguna otra construcción de carácter colectivo, como así lo hacía el prócer liberal invocado (¿un colectivista encubierto, tal vez?). El título del proyecto de ley se refiere estrictamente a los “argentinos”; es decir, sin expresarlo en estos términos, alude a un conjunto atomizado de individuos sin pertenencias sociales ni identidades territoriales ni lazos preexistentes de ninguna índole, quienes confluyen en condiciones completamente desiguales y quedan a merced de las fuerzas más voraces y poderosas -no del cielo, sino- del mercado.

Para finalizar la exposición sobre las contradicciones entre unas “bases” y otras, hay que recordar que Alberdi afirmaba enfáticamente que “en el contexto republicano, en lugar de darle el poder a la voluntad de un hombre, dárselo a la ley, y de esta manera evitar la tiranía”. Y para los “argentinos de bien” que insisten en apoyar al gobierno pese al empeoramiento vertiginoso de sus condiciones materiales de existencia, sin otro argumento más contundente que la invocación al respeto de la voluntad popular encarnada en aquel 56% de sufragantes -sin considerar ninguno de los otros componentes democráticos ahora transgredidos- sería recomendable que leyeran la siguiente frase que figura, en la página 11 de las Bases de Alberdi, en la que sostiene que sin progreso material, “habrá que renunciar para siempre a la esperanza de obtener gobiernos dignos por obra del sufragio”. Para el resto de los argentinos, la clave de bóveda consistirá en aunar dos términos del título de la obra alberdiana - “organización” y (de las) “bases”- como método para enfrentar el brutal plan de ajuste y las medidas antidemocráticas e inconstitucionales del gobierno liber(total)itario.

*Con la colaboración de Mag. Candela Grinstein (GECIRPAL y Red de Politólogas #NoSinMujeres) y de la Lic. Ana Isabel Fiafilio (GECIRPAL  | Grupo de Estudios sobre Cambio Institucional y Reforma Política en América Latina)