En estas dos semanas y media de Javier Milei como Presidente de la República Argentina, varios de sus funcionarios han hecho declaraciones a los medios, su vocero atiende diariamente a una rueda de prensa e, incluso, el propio Presidente ha dado más de una entrevista. De este conjunto de intervenciones públicas, se destacan tres piezas discursivas, pues en ellas se trazan los lineamientos de este gobierno para el futuro inmediato. Me refiero a: el discurso de asunción presidencial, el mensaje grabado por el Ministro de Economía Luís Caputo y la cadena nacional en que el Presidente Milei anuncia el envío de un Decreto de Necesidad y Urgencia que apunta a modificar y/o derogar 300 leyes. Las tres piezas presentan diferentes puestas en escena, pero una misma concepción política.

La primera se realizó de espaldas al Congreso y frente al público o, al menos, a una parte del público, aquél que apoya al actual Presidente. Un público que, a su manera, responde a las palabras que están siendo leídas, con aplausos o cantitos. La segunda pieza se grabó en un despacho de gobierno, en la más absoluta soledad –eso es lo que la imagen transmite– y es esto lo que la diferencia de la tercera que, aún cuando fue grabada en un salón de la Casa Rosada, presenta al Presidente rodeado por parte de su equipo de gobierno. Una alta carga emocional recorre a la primera, mientras que la tercera intenta, hasta cierto punto, contener esa emocionalidad, en un esfuerzo por no gritar lo que fue escrito para ser leído en un tono calmo, que transmita algún tipo de control (al menos sobre las propias emociones). En cambio, la segunda adopta un tono aséptico, que no se inmuta al presentar a los últimos 100 años de la historia Argentina como una sucesión de desastres, ni al exponer las medidas que prometen, de una vez por todas, poner fin a la decadencia del país. Aun con estas diferencias, las tres piezas discursivas sostienen una misma configuración de sentido, que puede resumirse en la frase: “por lo tanto, no hay alternativa”.

La locución “por lo tanto” es una de las muletillas a las que el Presidente apela constantemente, incluso cuando no tiene mucho sentido en el contexto de lo que está diciendo (por ejemplo, cuando al final de la cadena nacional, plantea que está seguro que sus medidas llevarán al crecimiento del país, por lo tanto quiere darnos las gracias). Se trata de una locución a través de la cual su enunciador afirma que lo que está por decir es la conclusión válida de lo que fue dicho con anterioridad, que esto se sigue de aquello, con la fuerza de lo que ya ha sido demostrado, sin que quepa tener una mirada diferente, como no sea la del irracional o ignorante que se resiste a aceptar lo que recién le han demostrado. Es decir, del “por lo tanto” se sigue que “no hay alternativa”, como el Presidente señaló en su discurso de asunción.

Así, aún cuando él apele sin cesar a las “fuerzas del cielo”, con la dimensión teológica que ello implica, junto con el carácter místico con el que se busca dotar a su figura, la pieza central en la que se sostiene su discurso y, en general, el de su gobierno, es la pretensión de haber llegado a una verdad última acerca de cualquiera de los temas sobre los que esté tratando. Por eso no resulta extraño que el Presidente pueda asistir a una ceremonia interreligiosa –lo hizo como parte de los actos del día de su asunción–, pero resulta difícil imaginarlo participando de una reunión inter-perspectivas económicas (es decir, de un congreso de economía).

Al afirmar que “no hay alternativa” el gobierno reitera una expresión central a la discursividad de Margaret Tatcher, incluso con el mismo sentido que ella le daba. Pues, en ambos casos, de lo que no hay alternativa es de la versión más brutal del ya de por sí brutal modo de relacionarse que es propio del capitalismo. Hay un único camino, pues todos los demás no son más que versiones de la misma concepción errada: la colectivista. Denominación que no es casual, pues en nuestras sociedades, es la instancia colectiva –expresado en el Estado o en formas de autorganización de la sociedad civil, como los movimientos sociales, un club de barrio, una biblioteca popular, etc.– la que puede proteger al individuo frente a la lógica del mercado: al establecer un salario mínimo, por lo que éste no queda completamente definido por el juego de la oferta y la demanda; al hacer de la educación un derecho, por lo que ella no necesariamente es una mercancía que ha de comprarse y venderse en el mercado.

Ahora bien, al plantearse que “por lo tanto, no hay alternativa”, el gobierno se pone a sí mismo en la posición de quien no puede más que tomar estas medidas, aún cuando ellas destrocen el tejido social de la Argentina. Este marco de sentido pinta a tales medidas con los colores de lo amoral, es decir, se aspira a situarlas por fuera de toda consideración moral, ya que responden únicamente a un frío juicio técnico, dotado de la verdad última sobre la sociedad argentina. No implementarlas sería de ignorantes y las consideraciones morales no juegan ningún papel en esto.

Por supuesto, esta manera de darle un sentido a la política resulta cuestionable desde muchos ángulos distintos, pues son objetables las afirmaciones a partir de las cuales se extrae el “por lo tanto” –como ese cuco de una “inflación del 15.000 %”–, así como es discutible la lógica de fondo, según la cual si te dejamos solo vas a estar mejor y no simplemente solo, desprotegido contra toda amenaza; también puede discutirse el cuento según el cual el Hada Madrina Mercado, con su mano invisible, cuida por el bienestar de todos y cada uno. Éstos no son más que elementos de un modo de construir sentido que se asienta en la pretensión de una fría racionalidad técnica, que ha accedido a la verdad última y que no hace más que poner en escena sus resultados. Por eso la tarea es “sincerar los precios”, aceptando la “inflación reprimida” y no intentar morigerar la escalada inflacionaria, pues esto último carece de sentido dentro de esta particular percepción de la sociedad. Nada más insensato que intentar negar la verdad última, como una y otra vez han hecho esos responsables de todos los males que son los políticos.

Lo anterior ya indica una de las consecuencias de esta construcción de sentido: hacer de los políticos los culpables de la mala situación de la Argentina actual, más aún, de su decadencia en los últimos “100 años”. Pues ellos están dispuestos a gastar más de lo que tienen, son “adictos al déficit”, al decir del Ministro de Economía. Por eso, de las 10 medidas que este último enumeró en su mensaje grabado, las primeras 9 fueron presentadas como un modo de atacar directamente a los políticos, que son “la casta”, y a las consecuencias de su “adicción”. Por este camino se arriba a una visión que hace de la política una fuente de males, capaz de corromper todo lo que toca, por lo que nada bueno puede provenir de ella. Mirada que atenta contra uno de los pilares de la democracia representativa –al menoscabar a les representantes y, con ellos, al lazo de representación– y que hoy se traduce en la pretensión presidencial de asumir el rol legislativo, dejando al Congreso sin funciones. Extraña situación en la que en nombre de Alberdi se pretende imitar a Rosas, al buscar la delegación de la Suma del Poder Público.

A la vez que hoy es posible tomar este conjunto de medidas porque finalmente “la gente entendió”. Y es sólo porque no entendían que habían votado a otras opciones políticas, es sólo porque “no la ven” que pueden oponerse a estas medidas, para las que “no hay alternativa”. Vía por la cual se socaba otro pilar de la democracia representativa: la posibilidad del pluralismo político y, con él, de que no haya un partido único sino, justamente, partidos, partes de una sociedad mayor. Pero ¿qué sentido puede tener un partido cuando sólo hay un camino correcto?, cuando cualquier alternativa proviene del error o, peor aún, de la pretensión de engañar a “la gente” en provecho propio (corrupción). La pretensión de arrogarse la Suma del Poder Público es propia de una tiranía, que muestra su faz autoritaria al negar la posibilidad misma del pluralismo político, es decir, al tornar inaceptable que alguien piense diferente.

Para esta mirada, sólo importa seguir el camino correcto y carece de sentido detenerse a mirar los costes que el recorrido pueda generar. Pues esta manera de actuar en el mundo se construye sobre una verdad (pretendidamente) amoral, por lo que no hay reparos morales frente al hambre, ni frente a la imposibilidad de acceder a una vivienda. Su fría racionalidad no genera empatía ni se conmueve ante nada que no sea leído como un paso más en ese camino correcto. Las tres piezas discursivas expresan la manera de ver y actuar de este gobierno, que se orienta a minar la democracia –al combatir a una política que sólo puede percibir como fuente de engaños y corrupción–, que niega legitimidad a toda visión que no sea la propia –pues sólo puede provenir del error–, que es fríamente indiferente frente a las consecuencias inmediatas de sus medidas –ya que sólo importa avanzar por el camino correcto, no los costes de hacerlo–.

Día a día están agravando el dolor de la población, generándole nuevos padecimientos, a los que sólo pueden reaccionar con la mirada fría de quien saca cuentas aun cuando su resultado sea tachar personas, y la sonrisa satisfecha de quien se siente transitando el camino correcto aunque esté empedrado de sufrimientos ajenos.