En América Latina las batallas electorales postdictaduras tuvieron distintas significaciones en cada coyuntura. Las contradicciones que se disputaron fueron desde “democracia o dictadura”, luego “inflación o estabilidad monetaria y económica”, para pasar a poner en el centro de la cuestión al “modelo económico neoliberal vs proyectos nacionales y populares o neodesarrollismos”, e incluso, en algunos territorios comenzó a jugarse la “revolución o contrarrevolución”. 

Ahora, en esta tercera década del siglo XXI parecieran darse -con distintas intensidades y combinaciones- todas las disputas al mismo tiempo en cada batalla electoral que se libra en Nuestra América.

Esto es así, porque las élites conservadoras, oligárquicas, patriarcales y racistas han reaccionado al ciclo progresista del siglo XXI con un despliegue de neofascismo cultural, gorilismo político (alto desprecio por lo popular) y neoliberalismo económico desde los gobiernos que pudieron volver a controlar o desde sus usinas mediáticas, ONG’s y volviendo a utilizar una vez más la fe religiosa del pueblo para el disciplinamiento social detrás de los intereses conservadores de esas elites.

Las dosis de conservadurismo y neofascismo fueron en gran medida y lamentablemente, en algunos territorios, inculcados de la mano de una parte de las iglesias neopentecostales. Trabajo que, hay que admitir, lograron hacer con bastante éxito al abordar territorios sociales que la militancia y/o las políticas sociales de estado no pudieron, no supieron o no quisieron ocupar; muchas veces atendiendo urgencias sociales o dramas personales provocados por el desamparo que esos mismos gobiernos cipayos y oligárquicos que impulsan a votar dejan con sus políticas de hambre hacia los pueblos.

Esa reacción revanchista de las élites locales, sumadas a la necesidad de Estados Unidos de recuperar terreno en lo que consideran su patio trasero, derivó en que tuviéramos que sufrir golpes de estado institucionales (como en Paraguay en 2012 o Brasil en 2016) o militares (como en Haití en 2004, Honduras en 2009 o Bolivia en 2019) muñidos de la espada y de la cruz, pero también ofensivas desde los aparatos ideológicos de estados comandados por derechas llegadas a los gobiernos por el voto (Argentina en 2015 o Uruguay en 2020) ansiosas de destruir y revertir las conquistas populares logradas en la “década ganada”. Se propusieron así obturar las democracias e instituciones que a la salida de las dictaduras les habían servido para -manipulación, traición y mentiras mediante- establecer políticas de estado tendientes a la concentración brutal de la riqueza, y su extranjerización, y su contracara: la pauperización de las mayorías populares. Ahora en el siglo XXI, en el que habíamos comenzado a diseñar un camino de unidad latinoamericana y de salida de la pobreza y el desamparo de masas, cuando la democracia ensanchaba sus causes para no solamente permitir la vida, la política y la libre expresión, sino también para comer, educarnos y gozar de salud, pareciera no servirles más.

Pues esas democracias más protagónicas, más populares, más “democráticas” (valga la redundancia), ya no les resultaron útiles a las cúpulas empresarias locales y multinacionales para seguir imponiendo el ritmo deseado a sus tasas de ganancias y disciplinar nuestras vidas y salarios. 

Es así que hoy la democracia está en juego, y en varios de nuestros países volvemos a disputar con facciones autoritarias de burguesías despechadas que apelan a neofascismos autóctonos. Lo que en Europa es una pesadilla que empieza a tornarse realidad (retorno de gobiernos que defienden abiertamente al Duce o a afamados nazis) en nuestra región comienza a despuntar en nefastos personajes aupados por los medios de comunicación. Algunos de los cuales cuando se convierten en gobiernos y hacen desastres, como Bolsonaro, luego son despreciados por esas mismas elites. 

Aunque parezca mentira y deseemos que la humanidad ya hubiera dado vuelta esa página para siempre, volvemos a disputar en varios procesos electorales “democracia vs dictadura” (o su equivalentes en expresiones autoritarias filofascistas del poder disciplinador del capital), como sucedió recientemente en Brasil, Colombia o Perú. Pero también disputamos el modelo económico en esos mismos países y en otros para intentar salir del neoliberalismo agonizante, al tiempo que, otra vez, como en un feo deja vu, aparecen intentos o avances de corridas inflacionarias siempre fomentadas y utilizadas tanto como instrumento político para presionar a gobiernos como para concentrar más riqueza en manos de las corporaciones monopólicas formadoras de precios; y disputamos revolución o contrarrevolución en Venezuela (donde también trataron de utilizar la hiperinflación inducida como instrumento político pero no pudieron contra la fortaleza revolucionaria y la torpeza de la oposición) o en Nicaragua (donde la derecha violenta es muy pequeña por más dinero y prensa que les pongan las ONG’s articuladas desde Washington).

Cuba es un caso aparte. Allí no tiene lugar la democracia burguesa fosilizada y anquilosada, sino que la democracia la ejerce el pueblo con una enorme organización, formación política y debate de cada asunto de la vida de los cubanos. No solamente para elegir entre candidatos surgidos de las organizaciones de base de la revolución para la asamblea nacional, y en estos mismos días para la elección a delegados municipales; sino, por ejemplo, para refrendar la reforma constitucional que se debatió y construyó colectivamente en 2019 o para plebiscitar la reforma del código de las familias este año.

Y en estos tres últimos casos, Venezuela, Nicaragua y Cuba -rotulados por el “democrático” Donald Trump que se fue del gobierno induciendo a sus hordas a tomar el capitolio, como el eje del mal-, se juegan en cada elección también la vida o la muerte, pues las contrarrevoluciones aun cuando vienen por la vía electoral traen lentos genocidios por hambre a los pueblos, cuando no venganza y muerte directamente, tal como podía haber sucedido si alguna de las derechas violentas que pedían a gritos la invasión de su propio país hubiera ganado elecciones en Venezuela, lo que igual es mero ejercicio de la imaginación (pesadilla) porque es muy minoritaria respecto a su representación política y social real.  

Es nuestro anhelo que en Argentina, donde se están jugando varias de esas contradicciones en la batalla electoral por venir, realmente se ponga en el escenario otro proyecto de país retomando lo mejor de lo hecho en las últimas décadas, es decir, la experiencia nacional y popular del gobierno de los Kirchner entre 2003 y 2015, y no se vuelva en cambio, como sucedió en los ‘90 en nuestro país y durante 30 años en Chile, a votar entre opciones que administren el mismo modelo neoliberal excluyente y subordinado a intereses extranjeros con más o menos corrupción, o más o menos mano dura. 

Aquí tenemos suficiente organización popular, movimiento obrero organizado, movimientos sociales y altas dosis de politización que tendremos que potenciar cada día más para neutralizar los inventos protofascistas y posibles continuismos en los que sólo ganan los que votan todos los días: las corporaciones monopólicas que digitan la economía en nuestra sociedad. No volvamos a esa vieja consigna de los ‘90 que decía: “vote a quien vote pierde el pueblo”.
Disputemos por más democracia social, económica, política y por la vida misma. Como decía la jefa: primero necesitamos estar vivos. Pero sin retroceder el reloj de la historia.