Entre gallos y medianoche, una reunión pergeñada por Mauricio Macri y Javier Milei selló un pacto –cuyos intercambios y compromisos concretos no han salido a la luz pública- que desembocó en el apoyo explícito de la fórmula presidencial de Juntos por el Cambio al candidato libertario. La jugada puede ser leída en varios niveles, de los que voy a elegir solamente dos. 

En el plano de la base electoral los alcances de la movida son objeto de cálculos tan minuciosos como inciertos. Según datos de Poliarquía, revelados por Alejandro Catterberg, del total de votantes de la fórmula Bullrich-Petri en una segunda vuelta votaría por Milei un 40%, un 20% se inclinaría por Massa y un 40% se mostraba indeciso. La consultora Escenarios –de Pablo Touzon y Federico Zapata- ofrece, en cambio, cifras más generosas al acuerdo: sostienen que "el 68% de los votantes de Bullrich se inclinan por Milei”, pero un 13% estaría “dispuesto a votar a Massa", mientras que el 18,66 % contesta que “votará en blanco, no irá a votar o aún no está decidido”. Idénticos ejercicios se hacen respecto de los votantes de Schiaretti o Bregman, y como contracara, también se trata de auscultar el efecto contrario: ¿Cuántos son los mileinaristas de hueso colorado que se ven defraudados por arreglos oscuros con la vieja “casta”? En cualquier caso, de ese porcentaje nada desdeñable de indecisos e indecisas -que seguramente definirá su posición en el último tramo de la campaña- habrá que desglosar los que finalmente no irán a votar (feriado mediante), los que votarán en blanco y los que terminarán repartiendo sus boletas entre los dos contendientes que quedaron en la pelea.

Pero es sobre todo en el nivel de los dirigentes donde la maniobra de Macri-Bullrich-Petri brinda más tela para cortar. Por de pronto, es claro que el trío dio un golpe de mano para adelantarse a una posición orgánica de la alianza (UCR, Coalición Cívica y el sector del PRO liderado por Rodríguez Larreta) que ha rechazado cualquier acuerdo con el ex arquero de Chacarita. En los próximos días se terminará de ver cuál es el volumen real de referentes que se pasan al bando mileinarista, pero será recién en los meses por venir –ya con el resultado puesto y con el nuevo gobierno en marcha- cuando podrá determinarse si estamos efectivamente ante una ruptura total de la coalición republicana, una escisión parcial o una de las tantas crisis matrimoniales que el tiempo y las cambiantes vientos de la política criolla volverán a reacomodar.

Ahora bien, lo que tal vez resulte más interesante es desmenuzar la temporalidad en la que se mueven ambas posiciones. Por un lado, es claro que el macrismo de pura cepa se mueve en el cortísimo plazo, huye hacia adelante buscando desesperadamente realinear el campo político –en pocos días- en torno a la grieta entre kirchnerismo versus anti-kirchnerismo, juega todas sus fichas a un triunfo de Milei en la segunda vuelta, y sazona cada uno de sus movimientos con una dosis concentrada del viejo encono personal que mantiene contra el candidato de Unión por la Patria.

Por su parte, una porción apreciable de jefaturas territoriales y de legisladores del radicalismo, los adelgazados seguidores de Lilita Carrió y las huestes larretistas, despliegan una estrategia de mediano plazo, cuyos tiempos hay que medir en varios meses e incluso en años (“volveremos a vernos las caras en el 2025”, piensan). Este sector pone atención a un doble escenario que tiene como hilo conductor una premisa común: el carácter relativamente pasajero o eventualmente delimitable del fenómeno Milei en el marco de la vida política nacional.

Si Milei pierde las elecciones –especulan desde la vereda opuesta a la de Macri-, su espacio empezará a desflecarse sin remedio porque tendrá poco para repartir, una muy débil estructura para contener, una identidad cada vez más desdibujada para aglutinar y ninguna magia ganadora con la que seducir a dirigentes ávidos de poder y de recursos. Como contracara, la victoria de Massa –quien recibirá una pesadísima herencia de sí mismo y no gozará de ninguna luna de miel- colocará a la coalición republicana en el lugar de cómodo refugio opositor, capaz de recibir el apoyo de una amplia y dispersa ciudadanía no peronista castigada por el inevitable ajuste por venir.  

Y en el hipotético caso de un triunfo de Milei, los sectores no-macristas de Juntos por el Cambio buscan distanciarse de lo que perciben como una “tormenta perfecta”: una crisis socio-económica colosal enfrentada por un piloto inexperto, autoritario e inestable, sin un plan de vuelo definido, que maneja un avión atado con alambres y dispone de una tripulación que tiene mucho de mescolanza como para ofrecer un mínimo de confianza a pasajeros aterrados.

Sea como fuere que termine esta película, ya podemos ir sacando una moraleja. El conflicto en Juntos por el Cambio puede ser visto como una mera anécdota de un pasado ya pisado, como una ilustración perfecta de lo que no se debe hacer en política o como una manera atolondrada de barrer bajo la alfombra una ineludible autocrítica por la paliza electoral recibida. Pero también puede ser leído como un espejo que adelanta el futuro.

Si un eventual gobierno de Sergio Massa repite los groseros errores, las flagrantes contradicciones y las feroces peleas internas que marcaron la penosa gestión de Alberto Fernández y Cristina Fernández de Kirchner, entonces corremos el riesgo de enfrentar un panorama cada vez más escabroso. Tanto porque la bomba socio-económica tiene cada día una mecha más corta, como porque el discurso simplista y engatusador de la derecha continuará encontrando un terreno propicio para seguir creciendo.