La política hizo a un lado a la ética. La política se desmarcó de los hechos, y se quedó en el nivel de discursos que fueron vaciándose de contenido. La política se convirtió en un ejercicio moral y narcotizante articulado en base a la distinción de dos bandos: nosotros, los buenos; ellos, los malos. La política fue quedando reducida a la rosca, el intercambio, la subsistencia electoralista, la presencia mediática, la firma de solicitadas. La política fue desdibujándose, apagándose, yéndose en fade. Y aquí estamos.

No tendrá sentido en esta ocasión volver a preguntar “¿Qué es esto?”, como tituló de una publicación intelectual a comienzos de 2016. Aquella pregunta expresaba el pavor que el progresismo sentía ante el triunfo de Mauricio Macri, el extrañamiento motivado por el carácter exótico, oscuro y enigmático que mostraba la irrupción electoral de una fuerza que avanzaba a contramano de todo lo generado durante la década anterior. Hoy no nos asiste el derecho de repetir ese interrogante. Antes bien, lo que debemos cuestionarnos es qué hicimos y qué dejamos de hacer durante estos ocho años para encontrarnos de nuevo en este estado de shock.

El ejercicio de la autocrítica al que quedamos obligados nos muestra de manera palmaria la condición penosa de un conformismo que supimos conseguir a partir de la correlación entre una dirigencia temerosa y acomodaticia que se asumió como impotente para transformar la realidad, y una base encerrada dentro de un templo de impostada superioridad intelectual que resignó su derecho al reclamo y que renunció al debate autoconvenciéndose de que “criticar a los nuestros es hacerle el juego a la derecha”.

Aquél triunfo de Macri tuvo, en este sentido, sus peores efectos: estableció un límite que ya nadie se propuso franquear. El potencial descontento de quienes votaron al PRO en 2015 se convirtió en el tope de cualquier intento de intervención sobre la matriz distributiva. Luchar, disputar y reclamar fueron reduciéndose a consignas vacías, mientras que en el campo de las acciones concretas, su lugar pasó a ser ocupado por el concertar, ceder y transigir. Tanto las dirigencias como las bases nos hicimos a la idea de que conservar la gobernabilidad era un fin en sí mismo, y nos olvidamos del por qué y para qué queríamos ser gobierno. Nos acostumbramos a votar por miedo a lo que aparece en frente y aceptamos con una resignación disfrazada de astucia los criterios del peor de los pragmatismos. La secuencia Scioli-Fernández-Massa habla por sí sola, y los resultados están a la vista.

Hoy no tenemos derecho al asombro ni tampoco a la indignación. Pronto descubriremos si estamos en presencia de una irrupción esporádica dentro de una cierta continuidad cualitativa de nuestra institucionalidad democrática, o bien si asistimos al comienzo de otra época. En cualquier caso, hemos sido una parte del problema que nos trajo hasta aquí. Como sea, lo primero que hay que hacer ahora es poner en discusión de manera comprometida, seria y sin censuras morales, el diagnóstico de este presente.

Algunos sostienen que el triunfo de Milei debe comprenderse como una reacción ante la lucha de la militancia por los Derechos Humanos, la visibilidad ganada por los movimientos LGBTQ+, el avance de los feminismos, la legalización de la interrupción voluntaria del embarazo o la oficialización de la Educación Sexual Integral. Ese análisis encierra una crítica tácita: el accionar exacerbado de estos grupos habría engendrado profundos rencores en quienes se sienten de algún modo amenazados por ellos, y el triunfo electoral de La Libertad Avanza vendría a confirmarlo. Cabe interponer una duda frente a esta descripción, pues no queda claro cómo estos colectivos que buscan desarmar las estructuras que los mantienen hace siglos bajo la opresión y la subalternidad podrían aspirar a lograr su cometido sin hacerlo de un modo, justamente, exacerbado. La consideración de esta salvedad no invalida el diagnóstico, ni mucho menos relativiza la preocupación por las represalias simbólicas, jurídicas y también físicas que las fuerzas reactivas puedan intentar a partir de la asunción del nuevo gobierno. Aun así, lo que se vuelve necesario es tratar de establecer cuál es el peso específico que esas fuerzas tienen a la hora de componer mayorías.

Otros diagnósticos apuntan al antiperonismo ancestral. El triunfo de Milei habría sido impulsado por el conservadurismo más tradicional y más rancio, por el odio reptiliano de aquellos para los que la igualdad, lejos de ser un fin deseable, supone siempre un obstáculo. Los ecos presentes de esta tendencia histórica son un factor que talla de manera indefectible al interior del ámbito electoral, así como lo hizo en el pasado cercano y como lo seguirá haciendo en el futuro próximo. Justamente por eso, el señalamiento de esta presencia todavía no alcanza a dar cuenta de la especificidad del fenómeno.

Cabe recordar que las tendencias refractarias a lo popular y contrarias al avance de los derechos existían ya durante el proceso electoral de 2011, que terminó con el 54% del electorado inclinándose por Cristina Fernández de Kirchner en primera vuelta. La ponderación de estos dos factores queda incompleta si no admitimos lo que todavía no ha sido suficientemente admitido, y si no intentamos pensar lo que hasta ahora no ha sido suficientemente pensado.

Respecto de lo primero, será fundamental reconocer que hemos apoyado a un gobierno desastroso que solo supo empeorar las condiciones recibidas, que se consumió en pugnas internas y que dejó a un pueblo empobrecido, desprotegido y profundamente frustrado por no poder poner un plato de comida caliente sobre su mesa, por no poder educar a sus hijos, por no poder curar sus enfermedades.

Respecto de lo segundo, será primordial reconocer la existencia de un nuevo actor social, plebeyo, juvenil e impugnador. Un grupo que ha crecido en la era de las redes sociales, con su consecuente transformación de aquellas lógicas de representación social y política que habían sabido mantener su vigencia hasta los primeros lustros del siglo XXI. Se trata de un amplio sector de la población cuyo rango de experiencias posibles se ha desplazado hacia nuevos y diferentes arcos de sentido, que vive en el riesgo ya no por decisión emprendedurista sino por condición indefectible, y que tiene a la supervivencia cómo aspiración casi única. Para este grupo, conservar derechos laborales supone una forma de privilegio, invocar valores republicanos equivale a una habladuría sin sentido, y ensalzar lo público mientras se opta por lo privado o equiparar el lenguaje inclusivo con una forma efectiva de inclusión implica una burla atroz. La perspectiva progresista podrá dirigir hacia ellos su mirada despectiva, podrá tildarlos de individualistas e indolentes, podrá señalarlos con su dedo acusador y sindicarlos como culpables por ignorancia de la debacle a la que nos asomamos. Pero de optar por transitar –otra vez– ese camino, el progresismo estaría lejos de hacerle un favor a nadie.

Quien estas líneas escribe siente que vive en un país mejor desde que se reconoce legalmente el matrimonio entre personas del mismo sexo, desde que no hay retratos de genocidas colgados en edificios oficiales, desde que la estatua de Cristóbal Colón que estaba detrás de la Casa de Gobierno fuera reemplazada por una de Juana Azurduy. Y cree, también, que los discursos son prácticas –y por eso, dicho sea de paso, no da lo mismo que el candidato presidencial que supuestamente representaba a las fuerzas nacionales y populares prefiriera no decir “Son 30.000” por miedo a perder un puñado de votos–. Quien estas líneas escribe, además, cree que la dimensión estatal de lo público es la herramienta por antonomasia para operar en pos de la reducción de la desigualdad y para perseguir la justicia social –que no es, por supuesto, un ideal que pueda plantearse en términos economicistas–.

Pero cuando ese mismo Estado se muestra impotente para cumplir sus funciones primordiales, se convierte en parte del problema. Del mismo modo, si los discursos, símbolos y banderas que enarbolan los gobiernos de signo nacional y popular no son respaldados con hechos de política concreta y efectiva, todo aquello queda reducido en el mejor de los casos a la postulación de derechos baratos, y en el peor, a la repetición de palabras que se van desgastando en resonancias huecas. La disputa por el capital simbólico y las relaciones de sentido es indispensable, pero sirve de poco y nada si las consignas no encuentran una encarnadura, si tras las crisis, la recuperación económica sigue quedando en manos de los mismos de siempre, y si el único motivo que se tiene para convencer a un electorado es que “los de en frente son peores”.

A 40 años de la frase de Alfonsín según la cual “con la democracia se come, se cura y se educa”, convendrá resaltar que aquel dictum no expresaba una promesa –que hoy podría darse por incumplida– sino un compromiso, un deber que hemos elegido relegar, tanto de pensamiento como de palabra, tanto de obra como de omisión. Sólo podremos oponer resistencia a lo que tenemos delante si nos hacemos cargo de esta falta en primerísima primera persona: la democracia no nos ha fallado; somos nosotros los que le hemos fallado a ella. Sólo podremos apostar por la generación de una nueva lucidez si recordamos que el punto de partida deben ser las experiencias de base, que son ellas las que deben nutrir una imaginación diferente, un nuevo lenguaje político.