Caos post libertario: Re-imaginando Argentina
El presente ofrece un panorama que recuerda más a la Confederación previa a Pavón que a una república moderna.
Cuando, tras la batalla de Pavón el 17 de septiembre de 1861, Bartolomé Mitre consolidó su poder, no solo derrotó militarmente a la Confederación, sino que inauguró un modelo de centralismo político que subordinó las autonomías provinciales bajo la hegemonía porteña. Mitre y el porteñaje estaban convencidos de que “Buenos Aires era la nación misma”, expresando así el mandato más firme de lo que Aníbal Quijano llamaría la colonialidad. Para ellos, sin la ciudad-puerto no había proyecto posible.
Esa tensión entre una república unitaria y una confederación de intereses provinciales es el eje de conflicto intangible sobre el cual se vertebra toda la historia argentina. Hoy, en pleno siglo XXI, esa disyuntiva resurge en un escenario post libertario; ya que, si uno recorre los conflictos y las dudas que va generando el vacío de gobernanza nacional de Milei y sus secuaces, poco queda de los propósitos, los anhelos y los intereses de las regiones del país, integradas como unidad política.
Más que un programa ordenado, lo libertario fue -y sigue siendo- un caos. Es cierto que emergió como una fuerza disruptiva que, aunque fragmentada como partido, capturó un imaginario profundo. No obstante, la verdad es que representó la reaparición de voces largamente reprimidas que reavivaron la nostalgia de una nación blanca, patriarcal y europeizada. Juan Bautista Alberdi advertía ya en Bases que “gobernar es poblar”, pero ese poblar debía hacerse con una inmigración que excluyera a los pueblos originarios y mestizos. Agregaba sin tapujos: “Todo en la civilización de nuestro suelo es europeo”.
Ese ideal homogeneizador, nunca plenamente alcanzado, se reactualiza hoy en discursos que sueñan con una Argentina ajena a su propia diversidad y en la xenofobia explícita de los tuiteros y youtubers libertarios desparramando, en las redes, lágrimas e insultos de impotencia a los votantes del Conurbano. Expresiones xenófobas que también se dejaron escuchar en la fallida incursión del presidente en Lomas de Zamora y en el paupérrimo meeting de Moreno. Pero el título de esta nota es engañoso; sería un error creer o siquiera pensar que el libertarismo terminó, como si se tratara de un episodio clausurado. Lo que está sucediendo es que el tradicional ciclo conservador ha tenido un fugaz y bochornoso liderazgo por parte de la banda descontrolada de Milei y las fuerzas del cielo. Así el mitrismo y las familias conservadoras clásicas desde una estrategia rizomática (en sentido deleuziano) siguen detentando y resistiendo a la descentralización del poder.
Entre otros desaciertos, la confusión de fondo del actual ciclo conservador (libertario) ha sido asumir que “el Estado” era el problema central. Esa consigna, levantada por sectores pseudo anarquistas tanto de derecha como de izquierda, desplazó el verdadero déficit que aqueja de manera crónica a la constitución efectiva de un país como la Argentina; esto es, la falta de consolidación de la nación como unidad cultural, histórica y territorial. Sarmiento, en su célebre Facundo, diagnosticaba el dilema como una lucha entre “civilización y barbarie”. Hoy, ese falso dilema se reescribe en clave libertaria como eficiencia versus Estado o mercado versus comunidad.
El presente ofrece un panorama que recuerda más a la Confederación previa a Pavón que a una república moderna. Gobernadores que negocian recursos con autonomía, alianzas inestables y pactos coyunturales revelan un mapa político donde la lógica confederal se impone a la visión centralizada de una nación. El país parece replegarse sobre sí mismo, con fragmentos de poder que funcionan como pequeñas soberanías (archipiélagos regionales). Y un gobierno nacional que, lejos de representar una autoridad aglutinante, ha perdido todo respeto, credibilidad y confianza, y más temprano que tarde perderá legitimidad.
La democracia argentina, en este contexto, se enfrenta a algunas incógnitas de carácter filosófico ¿Puede sostenerse algún tipo de unidad política sin un horizonte compartido de nación? Como advierte Jürgen Habermas, la deliberación democrática solo es posible si hay un marco de pertenencia común. En Argentina, ese marco ha sido debilitado, denostado y demonizado por los líderes libertarios. En otro contexto, hablaríamos de la vandalización de la investidura presidencial o de los poderes públicos; con escándalos en la legislatura, prevendas, coimas y sobornos. Así, un espacio público que debería representar el orden sagrado de la unidad nacional ha sido erosionado por antagonismos extremos, torpeza comunicacional y la ciudadanía confundida, oscila entre el desencanto y la indignación.
El libertarismo, más allá de sus políticas coyunturales, ha mostrado que el problema no es únicamente económico o institucional. La verdadera crisis está en la cultura política y en la recurrente incapacidad, desde hace dos siglos, de articular un relato común que dé sentido al “nosotros”. Alberdi temía que la Argentina se convirtiera en “una mera agregación de provincias sin vínculo nacional”. Esa advertencia, escrita en el siglo XIX, resuena con fuerza en la Argentina post libertaria.
Entonces, avanzando hacia el segundo cuarto del siglo XXI, el futuro democrático no está garantizado. No depende de un partido ni de un líder, sino de la capacidad de la sociedad argentina para reinventarse como comunidad política. La moneda está en el aire.