Vivimos tiempos marcados por la preocupación en torno a la sobrecarga informativa: la gran cantidad de medios e información que circula en redes sociales estarían actuando, según algunos analistas, en contra de nuestro sano juicio para discernir entre información válida o de calidad y mala información o información tóxica.

Si bien es cierto que estamos inmersos en una sociedad caracterizada por la multiplicación de los emisores de mensajes, esto no significa necesariamente que la información que circule sea errónea o que esto conspire contra la racionalidad.

El periodismo perdió el monopolio como productor de información pública: cualquier persona con acceso a un teléfono inteligente puede convertirse potencialmente en un creador o distribuidor de contenidos. Vale decir que el poder político también fue perdiendo su lugar como actor central de la difusión de noticias de gestión. Unos y otros, periodismo y poder político, son desafiados por ciudadanos conectados a las redes, aquí y en cualquier parte del mundo.

Hablar de “infoxicación”, cruce entre intoxicación e información, o de “infodemia”, asociando la pandemia de COVID 19 con un esparcimiento descontrolado de informaciones, supone poner al ciudadano no en un lugar de sujeto sino de objeto de la comunicación: recibe una cantidad de contenidos que no sabe o no puede procesar correctamente ni discernir si es una información válida. Este diagnóstico, el de la “infodemia”, fue realizado por la misma Organización Mundial de la Salud, en los albores de la reciente pandemia . Sin embargo, los resultados de tal efecto de las comunicaciones no se comprobaron en la práctica: un estudio del Instituto Reuters de la Universidad de Oxford concluyó que en el momento en que se diagnosticaba esta “infodemia”, los contenidos tóxicos no superaban el 21 % del volumen total de mensajes .

Gobiernos de diferente extracción ideológica comenzaron a utilizar términos como “infoxicación” e “infodemia” otorgando a la información que circulaba en medios y redes un poder similar al que teóricos del siglo pasado le daban a la radio y la TV, acusándolas de inocular mensajes en la sociedad como una “aguja hipodérmica”. Cuando el poder se encontró jaqueado por una situación sanitaria de graves magnitudes, los esfuerzos estuvieron repartidos entre mitigar esa situación y tratar de controlar el debate público, acusando a toda información que los contradecía como “mala información” o “información tóxica”. La idea de la manipulación siempre es tentadora: bombardeada desde diversas pantallas, la ciudadanía sucumbe ante el caos informativo y cae, la mayor parte de las veces, en las trampas de la “desinformación” y la mentira.

El investigador Silvio Waisbord, señala que la comunicación pública contemporánea nos posibilita más posibilidades de expresividad y crítica, pero más dificultad para encontrar consensos sobre bienes públicos .

El autor sostiene que el escenario actual está caracterizado por una crisis de confianza (incluso se cuestiona a expertos, como ocurrió durante la pandemia) y, por lo tanto, el remedio no es combatir la información falsa o tóxica con “buena información”, sino que es necesario trabajar fuertemente sobre esa fractura de la confianza social.

Las condiciones comunicativas necesarias son, en términos de Waisbord, la producción de información veraz y la participación ciudadana. Y en este punto, todos los actores sociales involucrados en el debate público tenemos nuestra cuota parte de responsabilidad: políticos, periodistas y ciudadanos, unos generando y propiciando canales de participación y otros ejerciéndolos.

¿Cómo podemos alcanzar algún nivel de consenso social, en base al diálogo basado en datos que posibiliten diagnósticos colectivos enriquecidos?

Quizás un primer paso sea dejar de pensar en “infoxicación”, desmereciendo la capacidad de nuestros semejantes con respecto al consumo de información, y valorar las posibilidades de interacción que nos brindan las nuevas tecnologías. Suponer que hay alguien más “despierto” que otros, es subestimar la capacidad del público para elegir las fuentes de información y analizar los mensajes. Puede haber grupos irracionales, claro: antivacunas, terraplanistas, etc. Ahora bien, ¿pueden producir un caudal de desinformación tal que nos intoxique comunicacionalmente a todos, sin que podamos hacer nada? Y, además: ¿el problema es la información que difunden estos grupos o la imposibilidad de nuestra sociedad de encontrar puentes y lugares comunes?