Brasil está viviendo una de las horas más débiles de su institucionalidad democrática desde su recuperación en el año 1985. El domingo  8 de enero miles de personas de manera violenta ingresaron convocados a los tres poderes del Estado. El saqueo en los edificios del Poder Legislativo, del Palacio de Planalto y del Supremo Tribunal de Justicia, es la visibilización irracional de un país partido al medio en términos políticos.

El 2 de octubre se celebraron las elecciones en donde resultó triunfador Enrique Lula Da Silva por una diferencia de 5 puntos, esto generó que la coalición perdedora acuse sin fundamento alguno, de fraude electoral. El 1 de enero, asumió la nueva gestión, y esto envalentonó a los seguidores de Bolsonaro que a través de las redes sociales, y se sospecha de algunas empresas, convocaron a la Festa da Selma, es decir; un llamado abierto a la intervención militar.

Paradójicamente, el problema en Brasil no es económico, sino político. Nuestro vecino del Mercosur es una de las 12 mayores economías del mundo. Ha recibido u$s 800.000 millones de inversión extranjera directa y de las 100 empresas relevantes de origen multilatino, 33 tienen acento portugués. Y eso no ha cambiado con las administraciones de Luiz Inacio Lula Da Silva, Dilma Rousseff o Jair Bolsonaro. Por tanto, lo que divide no es el proyecto económico, sino político, las formas parecen ser más importante que el fondo, y la figura disruptiva de Bolsonaro es clave en esto, sus formas generan antinomias. Hay una necesidad de reconfigurar una derecha racional en Brasil, desplazando la figura de Bolsonaro y equilibrando las fuerzas.

El apoyo de los gobernadores al Presidente electo, la posición de la Suprema Corte de Justicia, de la Policía Militar y de las Fuerzas Armadas permitieron bajar  las tensiones. A pesar de la debilidad, las instituciones parecen resguardadas, debilitadas, sin dudas, pero en pie. No obstante, aunque minoritarios, el sólo hecho que haya grupos que apuesten a un Golpe de Estado en pleno siglo XXI, pone alerta a la región.

De manera análoga, el nuevo Presidente peruano fue electo por una diferencia de 0,1%, 40.000 votos de diferencia. Esta situación más el resquebrajamiento general del sistema de partidos, desató una profunda crisis política. El Presidente Pedro Castillo decidió cerrar el Congreso y gobernar en Estado de Emergencia, es decir por decreto; inmediatamente varios de sus Ministros renunciaron. Esto duró muy poco, el Congreso reaccionó, sesionó y ordenó detener al presidente. Dina Boluarte, su vice asumió su lugar.

Aunque es el primer presidente investigado en funciones, no sorprende en un país donde casi todos los ex mandatarios de los últimos 40 años están indagados por corrupción y ligados a multinacionales, como la constructora brasileña Odebrecht. Desde 2016, Perú vive una crisis política caracterizada por Parlamentos y presidentes de turno que buscan eliminarse por desacuerdos entre sí. En 2019 Vizcarra, disolvió el Congreso y convocó a elecciones legislativas. En 2020 el nuevo Legislativo removió a Vizcarra. Su sucesor, Manuel Merino, duró menos de una semana y renunció por las marchas populares. Francisco Sagasti llegó al poder y tras nueve meses entregó el puesto al actual mandatario.

La situación institucional de Perú es delicada, no hay acuerdo para la convocatoria a nuevas elecciones y la violencia se apodera de los calles, medio centenar de muertos en manifestaciones ponen en jaque al débil gobierno. Esta última semana asesinaron a 18 manifestantes. Seis presidentes en cuatro años dan muestra de la gravedad institucional. 

Igual que Brasil, la crisis no es económica, Perú muestra un crecimiento sostenido de las últimas décadas, y una reducción de la pobreza de alrededor del 15%, de acuerdo con datos del Banco Mundial. Perú registra “una relación entre deuda pública y producto interno bruto (PIB) relativamente baja, reservas internacionales considerables y un banco central confiable”, destaca el último informe del organismo, el cual consigna que "luego de un repunte posterior a la pandemia, del 13,3 % en 2021, el PIB aumentó un 3,5 % interanual en el primer semestre de 2022”.

Brasil con un gobierno de izquierda, Perú hoy con un nuevo gobierno sostenido por la derecha, tienen denominadores comunes que ponen en alerta a toda América Latina, un continente en donde la calidad democrática (a excepción del Uruguay) no ha gozado de buena salud en todo el siglo XX.

Los países hermanos de la región están obligados a tomar un compromiso real, efectivo y contundente en pos de acompañar a los procesos de debilidad institucional. Sin vulnerar jamás a la soberanía de los pueblos, pero apostando al compromiso democrático, la historia demuestra que los efectos dominó son reales en la región. Las jóvenes democracias de América Latina merecen ponerse los pantalones largos y pasar a la adultez, para esto, se requiere responsabilidad.