Habría que precisarlo estadísticamente, pero seguramente una buena parte de las personas —sí le dieran a elegir— elegiría estar tranquila, sin demasiados entorpecimientos del Estado, tolerando y respetando la vida y la libertad de quien piensa distinto. Sin embargo, no se puede dejar de reflexionar sobre el hecho de que, en las democracias contemporáneas, estos ideales parecen cada vez más en desuso, no solo por las personas en general, sino —sobre todo— por políticos, periodistas y analistas que fomentan el odio y entorpecen la relación dialógica con el que piensa distinto. ¿Cuándo y cómo comenzó este laberinto del que no parece fácil salir? Es una problemática que no cabe desarrollar en estas apretadas líneas. Algo que en Argentina parece complicado de lograr, en otros lugares es un resultado democrático. Vivir en calma, trabajar —sea en el sector público o en el privado— o emprender, aprovechando las nuevas tecnologías disponibles, en un marco de estabilidad y sin demasiadas trabas ni regulaciones, parece ser el principal objetivo de muchos gobiernos, aunque por estos lares no se ha logrado.Tal vez, esta sea una visión distorsionada o una exageración de lo que sucede en otras latitudes. A lo mejor, estos deseos decimonónicos sean hoy una utopía en un contexto en el que, apenas uno interacciona junto a otro ciudadano, este intenta sacarle la ficha y ante el menor indicio, según se le antoje, que confirme su “sesgo de confirmación”, el otro pasa a ser un enemigo.

En estos días aciagos y frenéticos, esto viene a cuento por experiencias personales que, supongo, no solamente yo debo estar vivenciando. Como suele decirse, para muestra hace falta un botón. O dos, en este caso. Hoy me encontraba en el ascensor del edificio en el que vivo y a los pocos pisos subió una persona con la cual, por esas cosas que tiene la interacción humana, comenzó un intercambio verbal. El tema del día: la asunción del nuevo gobierno. Este sujeto, suponiendo que yo era un votante de Milei, comenzó a maltratarme gratuitamente y, tomándome por alguien despreciable, dijo: "los que lo votaron se sienten parte de ese grupito oligárquico de tres o cuatro que son los mismos de siempre". Ante lo que le respondo, en cierta forma provocativa, "sí, tiene razón, como siempre en la historia, ¿no?". Mi interlocutor creo que no se dio cuenta de lo que intentó ser una sutileza de mi parte y se fue sin saludarme. Había ido a comprar cigarrillos y más tarde quise volver a observar cómo estaba el ánimo público. Bajé a comprar verduras y, ahora, otro sujeto me tomó por el más kirchnerista de los kirchneristas, ya no un mileista. La interacción verbal surgió, como quien no quiere la cosa, de la misma manera: haciendo alusión al tema del día. De igual forma, sin conocer con quién estaba hablando, mi interlocutor dijo, con mucha bronca contenida: "ahora, todos los que viven del Estado, la van a pagar". A lo que yo le dije: "Hay que separar la paja del trigo". Mi comentario, nuevamente, también intentó ser sutil. Este segundo sujeto, tan intolerante como el anterior, al igual que el otro, no me saludó al bajar en planta baja.

Si uno cree en que las pequeñas vivencias son la muestra de algo más general, cabe decir que resaltar las urgencias económicas que tiene por delante el nuevo gobierno no quita ni mucho menos —quizás, al contrario— que reflexionemos sobre qué sociedad estamos construyendo. Aquí también cabe no dejar de pensar si el deseo de una mayor tolerancia y respeto por la vida y la libertad ajenas no tienen que ver con deseos un tanto naif y demodé. No obstante, estos ideales no le eran ajenos a algunos gigantes como Eric Arthur Blair (más conocido como George Orwell), los cuales podríamos englobar bajo la idea —tomada de Charles Dickens—de decencia común (common decency). Sea el socialista o el liberal que estas dos ideologías en disputa quieren que Orwell sea, no cabe duda de que necesitamos no olvidar algunas de sus memorables frases, tales como “¡Suprimir o colorear la verdad pasa tan a menudo por un deber positivo! Sin embargo, no puede haber progreso auténtico alguno que no sobrevenga gracias a un incremento de la información, lo cual requiere una constante destrucción de mitos”. Más o menos coherente siempre consigo mismo, Orwell pensaba que los desencuentros entre palabra, experiencia y pensamiento producían estereotipos. La Argentina actual parece ser cada vez más productiva en estos desencuentros y estereotipos, en gran parte, porque, por como él decía, “pensar sin charlar es casi imposible”.