En la última semana del pasado año, analizábamos en una columna en este medio[1], las relaciones entre el gobierno del presidente Milei y el Congreso. Siguiendo a distintos aportes teóricos en la ciencia política, señalábamos que para bailar un tango se necesitan dos personas y que las mismas bailen en sintonía. Seis meses después de esa columna, y a la luz de los eventos recientes, podemos pensar en cómo se desarrolló la estrategia legislativa entre el poder ejecutivo y el poder legislativo, y tener desde allí, algunas pistas sobre cómo es el futuro del gobierno -y su gobernabilidad- y cuáles son algunos de los escenarios posibles.

El Congreso, de forma extraña, tuvo la capacidad de generación de agenda. La presentación del proyecto de ley ómnibus a fin del pasado año permitió al Congreso fijar la estrategia de relación entre ambos poderes. ¿Por qué? El gobierno no hizo un cálculo habitual, y actuó por fuera de las reglas de juego habituales. Típicamente, en un gobierno con minoría legislativa, el ejecutivo decide negociar o, eventualmente, retribuir particularmente a los legisladores para obtener la sanción de sus proyectos. Ante el envío de la Ley Ómnibus, el Congreso (reactivo al Presidente, es decir que responde al proyecto) decide confrontar las posiciones oficiales: sin negociación, no hay ley. Por ello, la discusión de la Ley en la Cámara de Diputados pasó a una nueva etapa. Tras una nueva versión del proyecto, la ley finalmente obtuvo media sanción, y se enfrenta a un escenario similar en el Senado. Con ello, el Congreso le impuso una parte de sus condiciones al gobierno. Cuando desde Presidencia se mostraban reacios a negociar, el Congreso logró torcer el brazo del gobierno.

Este cambio, positivo en términos de gobernabilidad, implicó un reconocimiento: el oficialismo, aunque parece sostener el respaldo de la opinión pública, es sometido a pruebas constantes de su poder institucional. El grueso de la agenda política gira en torno al Congreso, y la oposición -sea la más dura, o sea la más dialoguista- solo tiene agenda legislativa. Los principales puntos débiles de la gestión oficialista se han observado con total nitidez en el Congreso, y como una oportunidad para la oposición absolutamente fragmentada y sin liderazgo, para mostrar sus posturas. Un ejemplo de esto ocurrió a partir de la manifestación en defensa de la universidad pública, cuando Martín Lousteau pidió discutir la cuestión presupuestaria de las universidades. Otro ejemplo fue el informe de gestión del ex jefe de gabinete Nicolás Posse. El Congreso, en estos casos, actuó como catalizador de la agenda, sea ésta impulsada por el Gobierno o por la sociedad civil, y brindándole a ésta cauce político.

No obstante, en los últimos días hubo un cambio nítido: el Congreso empezó a fijar la agenda. Los bloques dialoguistas (Hacemos Coalición Federal, Innovación Federal) mostraron que el diálogo no es solo con el oficialismo, sino también con la oposición más dura. La media sanción del proyecto para la fórmula de actualización de haberes jubilatorios es particularmente simbólica y práctica para este punto. Simbólica, en tanto significa un confrontamiento directo con algunas de las posturas del gobierno (particularmente, aquella que refiere al control del gasto público). Práctica, porque muestra que la oposición, bajo ciertas condiciones, puede estar relativamente cerca de obtener una mayoría de dos tercios que, entre otras cuestiones, pueda insistir frente a un veto. Con ello, lo recientemente vivido muestra que el Congreso está desplegando sus herramientas: negociación o conflicto. Aquel ideal de “aprobación express” del que hablábamos hace seis meses para los proyectos de ley del gobierno quedó en el pasado.

En síntesis, la dinámica de la relación entre el Congreso y la gestión de Javier Milei se está pareciendo a un baile fallido. Aunque ambos actores quieren salir a bailar, y dan pruebas de ello, no tienen sincronización. Tal vez sea por intereses opuestos (¿uno baila tango y el otro baila reggaetón?), tal vez sea por falta de práctica (¿acaso el Gobierno aún no entiende cómo bailar?), o tal vez sea por un objetivo específico (¿acaso el Gobierno baila mal para no bailar más?). En cualquiera de los casos, este escenario lleva a que la gobernabilidad cotidiana esté basada en un enfrentamiento de poderes que, en el mejor de los escenarios, lleva a una parálisis de aspectos profundos de la gestión. En la medida que el Gobierno no decida tomar una estrategia que le permita rectificar el rumbo de este baile, el margen de maniobra para la realización de cambios profundos será menor.

[1]https://www.diagonales.com/opinion/regalo-de-reyes-para-el-congreso-nacional_a658f224b2fdafa3561a8c936