Convivimos actualmente con una imagen bipolar de la realidad argentina: por un lado, centros urbanos con restaurantes y shoppings repletos; boom del pre-viaje; Chris Martin instalado en River para las 11 presentaciones de Coldplay. Por el otro, índices de pobreza alarmante, inflación galopante, dificultades para llegar a fin de mes. En síntesis: recuperación económica, hedonismo post pandémico, ineficacia del ahorro vs. desigualdad; estrategias comunitarias de supervivencia; pérdida de derechos; postergación del bienestar. 

Cuántas veces hemos escuchado, leído –y admitámoslo-, dicho o pensado qué alguien gasta más de lo que puede o debe según sus posibilidades económicas (hay un refrán popular que lo ilustra muy bien, pero lo vamos a obviar). La discusión normativa en torno a qué, cuánto y cómo se debe consumir en función al lugar que se ocupa en la estructura de clase se renueva constantemente. Esto se torna más evidente cuando lo que estamos juzgando es el gasto de los sectores populares. Lo sintetizó con absoluta claridad Rosendo Fraga allá por 2016: “Le hicieron creer a un empleado medio que podía comprarse celulares e irse al exterior”. Lo que propongo aquí es pensar en la dimensión política del consumo. No me refiero al activismo político en torno a consideraciones éticas del tipo “comercio justo”, sino a una práctica social que involucra múltiples factores (estéticos, económicos, relacionales y muchísimos etcéteras); que puede incluir actividades colectivas; y generar sentimientos de reconocimiento y pertenencia. Para ello debemos erradicar el pensar que comprar cosas es una actividad individual (e individualizante), privada y esencialmente conspicua. 

La relación entre el aumento de la capacidad de consumo -en especial cuando se trata de los más relegados en la pirámide social- y las críticas por parte de diversos sectores sociales, parece ser directamente proporcional. No nos debe resultar extraño encontrarnos con opiniones en los medios, en redes y hasta de algún familiar en el almuerzo del domingo que coincide con el diagnóstico de Rosendo.

Es que hablar de consumo le genera incomodidad a todo el espectro político-ideológico. Las visiones más conservadoras apuntan a la “irracionalidad” por parte de las camadas populares en sus elecciones de consumo y la jerarquización de sus gastos. Las posturas más “progresistas” denuncian un proceso de individualización y de autorregulación como consecuencia de la mayor participación del mercado como mecanismo organizador de la sociedad. Distintas tradiciones teóricas yacen detrás de tan polarizados posicionamientos. Dentro de los primeros podemos distinguir elementos del pensamiento económico convencional y tradicional que parte del supuesto de que los individuos actúan de manera racional en su conducta de consumir, maximizando su utilidad y basándose en su jerarquía de gustos y preferencias. Los análisis sociológicos vinculados a la teoría crítica son los del otro bando. Denuncian la alienación de los individuos producto de la cultura del consumo. Para esta corriente los sujetos son consumidores pasivos, dominados por las imposiciones -innecesarias- del mercado. 

Es fácil caer en la tentación de culpar a la cultura de consumo como la que degrada los valores cívicos, colectivos y ambientales en favor del individualismo y los intereses privados. También de acusar de populista a cualquier líder político que incentive la inclusión vía consumo (el caso de Lula en Brasil es uno de los que mejor ilustra esto, tanto en su gobierno como en su reciente campaña electoral). 

Entonces, ni soberanía del consumidor ni dominación encubierta. En sociedades altamente desiguales como las nuestras, acceder a ciertos bienes (ropa, electrodomésticos, entretenimiento y otro largo etcétera), no solo implica permitir mejores condiciones de vida, sino que tiene un valor simbólico relevante. Reconocimiento y pertenencia, elementos fundamentales de la ciudadanía en estos tiempos. ¿Qué se reconoce? La posibilidad (históricamente prohibitiva para algunos sectores) de que querer y poder acceder a ciertos bienes de consumo y a su disfrute. Independientemente del tipo de objeto que se trate: “necesario” para mejorar la vida cotidiana (una heladera) o “conspicuo” para que opere como elemento de distinción (un modelo nuevo de celular). ¿Por qué pertenencia? Porque participar de la distribución de los bienes materiales de una sociedad capitalista no es poca cosa. Parece sensato y entendible que los individuos dirijan sus esfuerzos -económicamente- a la adquisición de ciertos bienes de consumo y sientan que pertenecen -socialmente- a partir de esto y por lo tanto que el consumo individual sea considerado una herramienta de inclusión. Porque, juzgamiento moral aparte, el consumo también es político. 

Aquí se destacó una idea: que la mayor inclusión de las personas al mercado de consumo masivo no es per se corrosiva de los valores cívicos y colectivos y que, por el contrario, puede generar sentimientos de reconocimiento y pertenencia. Quedan pendientes dos aspectos fundamentales. Uno es la cuestión del financiamiento y endeudamiento. El otro, es plantear bajo qué circunstancias una mayor democratización en el acceso a bienes de consumo puede generar formas más igualitarias y horizontales de ciudadanía.