El debate respecto a la Boleta Única parece estar rumbo a “dormir el sueño de los justos”, entre una maraña de papeles en distintas comisiones del Honorable Senado de la Nación. Sin embargo, a partir de su media sanción en Diputados, podemos sacar algunas conclusiones preliminares, y tomar algunas advertencias para una reforma electoral “efectiva” y que termine siendo efectivamente legitimada por los actores que participan del sistema.

El principal saldo positivo del debate es, con algunas salvedades, la seriedad en términos técnicos con la que se planteó. La convocatoria a la discusión en un año no electoral, sumada a un amplio llamado a expertos en la temática desde distintos lugares de origen (tanto formativos, como ideológicos), sumando a la academia, la sociedad civil y las fuerzas políticas en la formación de la opinión legislativa es una grata experiencia. Esta apertura, pese a las posturas marcadas, se observó en los distintos bloques políticos con presencia legislativa.

La fortaleza del debate radicó en identificar los inconvenientes a resolver vinculados al instrumento de sufragio. La boleta papel no solo está fuertemente arraigada en la cultura política, sino también mostró no tener mayores inconvenientes en el desempeño habitual, así como tampoco representa un desafío logístico para las autoridades encargadas de la administración electoral. El problema discutido fue la provisión por parte del organizador de las elecciones de la oferta electoral. Hay múltiples caminos y formas para resolverlo. La boleta única resuelve otros aspectos (tales como facilitar la fiscalización y una eventual digitalización del recuento), pero pone un costo muy alto en la capacitación y en la logística para desarrollar una elección bajo un sistema nuevo. Adicionalmente, el diseño de la boleta sería crucial para facilitarle al elector la identificación de la oferta sobre la cual puede elegir.

La oportunidad del debate es haber mostrado flancos efectivamente débiles del sistema electoral. Los argumentos de la mayoría de los que se mostraron en contra del proyecto giraron en torno a la utilidad de la boleta papel para hacer campaña territorial. De esto se desprende que una de las dificultades que presenta el sistema actual es la legislación sobre campañas y su financiamiento. Las fuerzas políticas que se corren del “duopolio” vigente en el sistema argentino utilizan el financiamiento de impresión de boletas, y mismo las boletas en sí como recurso de campaña. Sin este recurso, la campaña les sería virtualmente imposible. Esto es una paradoja, pues se supone que la boleta única facilitaría aspectos logísticos (tales como el reparto de las papeletas y la fiscalización). Por otra parte, también permitió ver el peso que las alianzas tienen en el sistema actual, sobre todo cuando se discutió la estructura que tendría la boleta única en las elecciones PASO. Abrir la discusión sobre la legislación sobre partidos (y alianzas) es una tarea pendiente en la materia. Adicionalmente, también se mostró que los problemas de capacitación en materia electoral exceden al instrumento de sufragio, y merecen una atención urgente.

La debilidad esencial del proyecto que goza de media sanción es que, como se infiere de los debates de comisión y en el recinto de la Cámara de Diputados, no parece enfocarse en lo que los legisladores le achacan como problemática al sistema. El grueso de los legisladores opositores hizo constantes referencias a la crisis de representación, y cómo la boleta única mejoraba este aspecto. Sin embargo, un instrumento de sufragio no es ni más ni menos que eso. La reforma sobre el mecanismo mediante el cual el votante conforma su selección dentro de la oferta electoral no cambia ni modifica los patrones generales del sistema. Sin embargo, pueden generarse matices en la forma que el votante finalmente marca esta selección. Los expertos que desfilaron en la comisión, basándose en las experiencias subnacionales (Santa Fe, Salta y Córdoba) mostraron que hubo un cierto cambio en las estructuras del sistema de partidos, así como también en el comportamiento mismo de los votantes. Adicionalmente, estas provincias mostraron otras cuestiones que el proyecto no contempló: flexibilidad para cambios ante las cosas que aparecieran, reglas claras respecto al diseño y al margen de maniobra de los administradores electorales, y -particularmente en el caso cordobés- un fuerte rol de expertos en las distintas temáticas para intervenir en el diseño del nuevo instrumento de sufragio. En todos los casos, la reforma del instrumento de sufragio, vino acompañada de reformas en otras áreas (tales como la legislación sobre partidos y campañas, o el organismo de administración electoral). Estos puntos brillaron por su ausencia (al menos de forma explícita) tanto en el debate como en el proyecto con media sanción.

La amenaza central del resultado del debate es la falta de consensos detrás de la reforma. Cualquier reforma electoral, para ser aceptada y aplicada requiere una casi absoluta unanimidad respecto a su necesidad. Por ejemplo, en el año 1994, la modificación de las reglas para elegir senadores nacionales vino después de una polémica elección de Eduardo Vaca como senador por la Capital Federal por medio del Colegio Electoral. En el año 2009, el triunfo de una disidencia peronista en la provincia de Buenos Aires, y la (relativamente) elevada fragmentación de la oposición, permitieron el exitoso alumbramiento de las PASO. Ahora bien, el consenso casi unánime no equivale a la iniciativa unánime. Algún sector político determinado, con sus propias iniciativas, puede impulsar la reforma; pero solamente ésta funcionará cuando el resto del arco legislativo se muestre proclive a apoyar una modificación de las reglas de juego. Este escenario no es el que estamos viendo ahora, y por ello es que-a menos que se dé un cambio de contexto importante- esta reforma, posiblemente bien intencionada, está condenada a “dormir el sueño de los justos”.