Los cambios que se vienen dando en la cultura política argentina son algo que no debería dejar de impresionarnos. Hasta no hace mucho tiempo atrás, solo algunos años, las notas de los diarios digitales tenían debajo un espacio secundario para que algunos lectores intensos dejen sus comentarios. Confieso que solía leerlos con distancia irónica para divertirme con algunos comentarios desmedidos, agresivos y hasta desbordados. Sigo mirando en retrospectiva aquellos tiempos y admito que me era imposible pensar que ese modo de comunicación que trazaban ahí esos lectores sería la dinámica comunicativa que usaría algún día un presidente de la nación.

Evidentemente, de a poco se iba construyendo en los márgenes digitales una especie de cultura política basada en la descalificación exasperada. Con el tiempo, el poder de las redes sociales hizo la otra parte del trabajo, y la formación de la opinión pública y de la movilización política viraron hacia esos modos de comunicación donde se polariza, se promueven simplificaciones, se crean facciones y se exacerban emociones- sobre todo las negativas. Steve Bannon señaló la efectividad de este tipo de comunicación para construir bases de apoyo y promover agendas políticas en poco tiempo. Milei es un representante paradigmático de esa nueva cultura política y ha venido a simplificar las tantas lecturas que pueden hacerse del campo político. Para él, todo lo que esté en su contra es detestable. Y dado que proviene del campo político como una opción de la anti política, se infiere que, para él y para quienes lo siguen, son detestables todas las instituciones y quienes las integran. Es ahí donde busca trazar un clivaje fundacional entre él y los otros, apelando a las antiguas categorías del bien y el mal. Su identidad política se construye invocando el hartazgo con el pasado y proponiéndose como el encuentro- mesiánico-  con lo nuevo a través de un cambio, esta vez radical. Para constituirse como lo nuevo, las formas son esenciales, pues con ellas busca alterar las dinámicas establecidas, romper todo status quo y desafiar los consensos dominantes.

La identidad política de Milei es interesante no solo en la mezcla de facciones sino que también es novedosa en la conjunción de las mismas: religiosidad en clave de un grupo conservador del judaísmo ortodoxo, una visión de futuro anclada en una idea de país potencia que está en un pasado lejano, libertad económica anti estatalista y anti nacionalista, anti feminismo, anti ambientalismo negacionista, entre otras etiquetas que se enciman y se fusionan en su propuesta anarco-liberal sui generis. Como dice aquella conocida canción de Patricio Rey y sus redonditos de ricota: “no se entiende el menú pero la salsa abunda”. Desde el inicio de la campaña hasta aquí, Milei ha escrito el menú de cada semana y llevado la discusión pública hacia donde prefirió. Provocando huracanes semanales en la agenda de discusión e introduciendo modos inéditos de discusión, ha trastocado la cultura política democrática tal como la conocíamos. Parece que esto es algo a lo que nos debemos acostumbrar porque el estilo que hoy define a la máxima magistratura parece haberse internalizado en una amplia mayoría de la ciudadanía.

Hay al menos dos elementos centrales que caracterizan ese estilo disruptivo, uno es que las formas de relacionarse políticamente se reducen a enfrentamientos con descalificación. Descalificaciones que van desde el señalamiento de alguna discapacidad hasta la deshumanización. El otro elemento es el modo de comunicación donde se  busca simplificar lo político - a veces se ve en memes para niños de diez años como una lucha entre el bien y el mal- y dividir, nunca complejizar y conciliar. Parece leerse una idea-fuerza detrás de todo esto: se debe irrumpir en la esfera pública introduciendo caos en la discusión pública, generar un ambiente de incertidumbre y confusión en el debate político y social y forzar alguna especie de maniqueísmo para reforzar la identidad grupal. Con la estrategia de introducir caos se promueven agendas políticas alternativas y se debilita la cohesión y la credibilidad tanto de los sistemas existentes como de los oponentes.

En esos movimientos disruptivos, todo el tiempo se busca conectar con las emociones de los seguidores.  Se valen de algún lenguaje que despierta sentimientos, pues es más fácil sumar y conducir emociones y sentimiento que ciudadanos críticos y reflexivos. Cuando se consigue anclar en algún respaldo emocional, la discusión política queda enmarcada en algún tipo de resentimiento construido abriéndose con ello la posibilidad de que la batalla cultural devenga en guerra total. La transformación de la cultura política argentina revela una preocupante transición hacia una comunicación más disruptiva y polarizadora. Este cambio plantea importantes desafíos para la democracia y la convivencia política, subrayando la necesidad de encontrar formas de fomentar un diálogo más constructivo y una participación ciudadana informada en el futuro.