El ex ministro de economía Juan Vital Sourrouille, quien timoneó el Plan Austral en medio de la áspera tormenta inflacionaria del gobierno alfonsinista, solía repetir una sabia lección fruto de su dura experiencia gubernamental: una cosa es “hablar de economía” y otra muy distinta es “hacer política económica”.

La verdad de la frase le calza demasiado bien al verborrágico diputado nacional Javier Milei para empezar a curarnos en salud. Y si bien no es posible juzgar a priori las eventuales habilidades de construcción política del novel candidato presidencial, el discurso con que interpela a la sociedad argentina –tanto en su contenido como en su forma- nos ofrece una pista instructiva a la vez que preocupante.

Por el lado del contenido, cabe destacar que no hay nada demasiado nuevo bajo el sol para quien conozca el derrotero de la antigua Unión del Centro Democrático (UCeDé): extremar el debate desde la ortodoxia económica para de ese modo correr el meridiano de la discusión política varios grados a la derecha, hasta terminar fusionado con alguna fuerza política de mayor envergadura política.

En particular, Milei esgrime –con altisonante simplificación mediática- una remanida amalgama entre neoliberalismo económico y conservadurismo socio-cultural, inventada hace mucho tiempo, y que se pisa los cordones al caminar. Por ejemplo, se dice un defensor acérrimo de la libertad pero esa libertad no llega al cuerpo de las mujeres; se pavonea como un custodio a ultranza del estado de derecho y de los derechos de propiedad, pero el capítulo de los derechos humanos lo tiene leído medio a las apuradas; se muestra como un puntilloso seguidor de ciencia económica pero niega las corroboraciones científicas del cambio climático porque es “otra de las mentiras del socialismo”; y así podríamos seguir con otros botones de muestra donde mixtura (literalmente) el calefón con la biblia.

En todo caso, su liberalismo conservador –en lo que conlleva de auténticamente liberal- lo entronca con el conspicuo linaje de Alberdi, de Sarmiento o de la Generación del ’80, y hace recircular (en el campo de una discursividad política dominada de manera casi excluyente por la matriz nacional y popular), una mirada más plural sobre nuestro pasado, algunas de nuestras carencias presentes y nuestro posible lugar en el mundo. También Milei da en el clavo cuando machaca contra la “casta” política, y así capitaliza un profundo y extendido descontento de la ciudadanía por la angustiante situación socio-económica (aunque es menos enfático al considerar la responsabilidad empresarial en la decadencia argentina), o cuando pone en la mira la asfixiante presión fiscal de un Estado que –en demasiados casos- gasta mucho y mal, favoreciendo a les amigues del poder.   

Pero su conservadurismo libertario –en lo que conlleva de profundamente retrógrado- lo orilla a posiciones de extrema peligrosidad: un día después de la Masacre de Texas (en la que una veintena de niños y niñas de cuarto grado fueron asesinados por un joven que había comprado legalmente un fusil de asalto AR-15), el candidato declaró muy suelto de cuerpo –citando un discutible argumento de Gary Becker- que estaba a favor de la “libre portación de armas”en nuestro país. Puesto a justificar su posición llevó a los programas de TV un dibujito –con nivel analítico de escuela primaria- donde se podía ver a un grupo de personas “malas” (sic) que le apuntaban con armas de fuego a un grupo de personas “buenas” y desarmadas. Sin abrir juicio sobre la eficacia mediática del mensaje, sus asesores/as en cuestiones de seguridad pública (si es que los tiene) deberían tomarse el trabajo de explicarle al ex arquero de Chacarita que el asunto es un poco más complicado.

Ahora bien, si los motivos del pensamiento de Milei encienden una luz de alarma (merecería, por ejemplo, un examen más detenido las incrustaciones bíblicas de su lenguaje, así como sus apelaciones moralistas para dirimir cuestiones económicas como el déficit fiscal), es especialmente preocupante la forma en que articula los diversos componentes de su discurso.

De entrada, Milei deja traslucir una visión del poder imperativa y vertical, salpicada de una profusa metafórica selvática, saturada de insultos y descalificaciones. Como dijo en su acto de cierre de campaña, pronunciado el 6 de septiembre del 2021 en el anfiteatro del Parque Lezama: “Hola a todos, yo soy el león, rugió la bestia en medio de la avenida. La casta corrió sin entender…  Soy el rey y te destrozaré, toda la casta es de mi apetito”. Hay mucho del peor kirchnerismo de 6-7-8, pero ideológicamente invertido, que no ahorra epítetos agraviantes para quienes no piensan como él: “maldita casta política, chorra, parasitaria e inútil”; “el zurderío…  ¡la re contra tienen adentro!”; “la pseudo oposición… de Juntos por el Cargo…... se están cagando en el Congreso… se cagan en la libertad”. Y en junio del año pasado, en el Canal A24, dio rienda suelta a lo más bajo de su cosecha cuando declaró: “no solo les ganamos en lo productivo, somos superiores moralmente, estéticamente, y eso les duele. Los zurdos de mierda están perdiendo la batalla cultural”. La reciente demanda judicial contra algunos periodistas -más allá del hecho puntual que le dio origen- es una advertencia que haríamos mal en subestimar sobre el modo en que respeta la libertad de prensa este peculiar libertario.

No menos grave es la manera en que Milei responde a la intrincada complejidad socio-económica de la actual coyuntura –a través de una lectura drástica y simplista- resumida en su propuesta de dolarización y cierre del Banco Central, que ha sido severamente cuestionada por muchos especialistas. Pero aquí me gustaría subrayar un punto que tal vez no ha sido convenientemente resaltado. Lo haré a través de una odiosa comparación.

El viejo fundador de la UCeDé, el capitán-ingeniero Álvaro Alsogaray, empresario y ex ministro de economía de distintos gobiernos, solía citar en sus alocuciones a Ludwig Erhard (ministro de Economía alemán de Konrad Adenauer y luego canciller) o a Jacques Rueff (ilustre figura en la gestión de la economía francesa durante la Gran Depresión y más tarde asesor del presidente Charles de Gaulle). Tal vez porque concordaba con la misma verdad descubierta amargamente por Sourrouille, aprendió a mirar tanto el lado teórico como el cenagoso costado práctico de toda gestión económica.

Milei, en cambio, ostenta una cabeza formada académicamente, con escasa o nula experiencia en la gestión pública. Y se nota. No deja de ser ilustrativo que en sus intervenciones, al homenajear “las enseñanzas de nuestros gigantes de la libertad”, cite fundamentalmente a teóricos de la economía o a filósofos/as. Entre ellos se destacan: Carl Menger, Eugen von Böhm-Bawerk (que sí fue ministro), Ludwig von Mises, Friedrich Hayek, Murray Rothbard, Milton Friedman (no pasó de ser asesor de varios gobiernos), Ayn Rand, Robert Nozick o Israel Kirzner. Por cierto, al lado de una clase política virtualmente iletrada y mayoritariamente ágrafa, Milei maneja un discurso profesoral que lo posiciona más cerca de la Encyclopedia Britannica, pero sus principales referentes no dejan de ser reconocidos universitarios o escritores/as que nunca se revolcaron en el lodo de la política económica práctica (hasta tal punto llega esa identificación personal, que sus amados perros fueron bautizados con los nombres de pila de sus ídolos: Milton, Murray, etc.). Un famoso apotegma de su querido Rothbard puede darnos la pauta del realismo político de estos faros intelectuales: “las actuales funciones del Estado se dividen en dos: aquellas que es preciso eliminar, y aquellas que es preciso privatizar”.

No sé hasta dónde va a llegar Milei; tampoco sé qué haría él si llegara donde dice que quiere llegar. Estoy un poco más seguro, en cambio, de lo que necesita nuestra sociedad: por un lado, un diálogo democrático amplio (aunque no ingenuo ni laxo), respetuoso entre quienes piensan distinto, orientado a construir un consenso post-populista responsable y consistente; por otro, un/a timonel con experiencia –apoyado/a en estructuras partidarias con efectivos anclajes de poder- para capear la tempestad a través de un conjunto de políticas razonables, equilibradas, sostenibles. La brecha entre lo que requiere el país y lo que ofrece el candidato libertario es lo suficientemente grande como para que no la perdamos de vista.