Un histórico ciclo electoral está llegando a su fin. Quedan por delante algo más de siete días de máxima incertidumbre, de encuestas que describen un escenario muy parejo, y de tomas de posición de actores sociales, políticos y económicos como nunca antes en nuestra recuperada democracia.

De un lado, el candidato oficialista que llega hasta aquí habiendo concretado dos milagros (al menos para los ojos no iniciados): el primero, una candidatura definida en tiempo de descuento; el segundo, ingresar al balotaje a pesar de tener el timón de una economía que cruje por todos lados, y que así, no resiste un trimestre más. Para quienes nos leen en Diagonales.com, ambos acontecimientos estaban cantados desde hacía doce meses, al menos. Las sorpresas venían desde la otra orilla.

El candidato de Juntos Avanzamos por la Libertad para Cambiar, aceptó cruzar el río al escorpión, demostrando que juega para ganar (y despejando, al menos, buena parte de mis dudas). Y el escorpión hizo lo que tenía que hacer. Lo picó justo a tiempo: luego de intervenir la última estrella electoral que emergió en el firmamento argento, y antes de saltar a una nueva aventura electoral, en el club que le sirvió de trampolín ¿La tercera será la vencida?

Luego de aceptar su rendición, a través de aquel video en que se lo ve leyendo, el candidato al gobierno de Juntos Avanzamos por la Libertad para Cambiar se transformó en el frontrunner para las encuestas. Parece difícil de entender que, desde entonces, haya pretendido agitar, preventivamente, la bandera del fraude. El consenso entre especialistas y no tanto, es unánime: las elecciones argentinas funcionan; cumplen la máxima de la perspectiva minimalista de la democracia, que reza “elecciones libres y competitivas”, con todo lo que ello conlleva, de acuerdo a O’Donnell (2010) ¿Por qué subirse así, graciosamente, al despoblado vagón de los llorones de la democracia?

Claro, según se mire la cuestión, quizás el libertario sólo ha sincerado el corazón de su campaña: importa menos que nada lo que uno le proponga a un electorado. Y no hay que esperar a ganar las elecciones para darse vuelta; se puede desconocer hoy lo que se proponía ayer nomás, sin costos aparentes. Se puede negar mañana lo que ayer se escribió en la Plataforma presentada a las autoridades nacionales, si eso suma. Eliminación de la coparticipación, de las indemnizaciones, la desregulación del mercado de armas, el sistema de vouchers (cheque educativo), eliminación del Banco Central; nada escapa a esta lógica.

La primera acepción del vocablo fraude para diccionario de la Real Academia Española, es “Acción contraria a la verdad y a la rectitud, que perjudica a la persona contra quien se comete”. El electorado de la fenecida La Libertad Avanza ha sido defraudado sin vueltas. Y ello no pareciera haber hecho mella alguna en el potencial electoral. Quizás corresponda otro sinceramiento: si a ese electorado no lo han espantado ni la improvisación ni la precariedad del elenco que aspira a gobernar, y mucho menos la factibilidad de sus propuestas, ¿por qué lo haría esta versión del fraude electoral que ya se ha consumado? La política debería prestar mucha atención allí.

Adam Przeworski (2005) defiende la inexistencia de previsiones normativas que fuercen a las y los gobernantes electas y electos, a cumplir con sus promesas de campaña. Aunque existan institutos como el juicio político y la moción de censura que podrían ponerse en marcha con argumentos del estilo, la revocatoria del mandato es una rareza a nivel de autoridades nacionales. Sencillamente, son tantos los condicionantes de la acción pública, sostiene Przeworski, que nadie terminaría un mandato. Pero en democracia, no estamos totalmente desamparados frente a la defraudación del electorado, reconoce el politólogo.

La función retrospectiva del voto, aunque pueda llegar tarde, e incluso desvirtuarse, permite castigar a las y los gobernantes que llegan al poder prometiendo A, B, y C, para luego hacer Alpha, Beta y Épsilon. Por lo menos, así lo creíamos; hasta que llegó el crack de Juan Carlos Torre a ponerlo en dudas: el voto no sirve ni para castigar, ni para premiar: el voto es otra cosa. Si así fuera, entonces, las queridas y queridos colegas que advierten que los costos de los resultados de esta elección pueden ser inconmensurables, podrían estar en lo cierto.

Esta película llega a su final. Uno de los dos contendientes tendrá cita con Alberto Fernández en calle Balcarce, tan sólo tres semanas después del 19N. Ese mismo día, no sólo lo esperarán los atributos presidenciales. Con ellos, llega una pila de problemas muy importantes y más urgentes; un Congreso más fragmentado y una caja de herramientas estatales que, en materia económica, se ha empequeñecido. Nada que no tenga solución, claro está. Pero para eso, hace falta sólo un milagro más.