A lo largo de nuestra historia hemos tenido presidentes democráticos de diferentes orientaciones ideológicas, poseedores de distintos estilos políticos y dueños de disímiles calidades personales o institucionales. Han sido más o menos buenos, más o menos malos, mejores o peores. Pero todos ellos eran líderes pragmáticos. Hasta ahora, nunca habíamos tenido un presidente fundamentalista.

Un líder fundamentalista es alguien que cree en la verdad absoluta de un conjunto de creencias extremas, a la vez que se muestra profundamente intolerante con otras perspectivas, con las que no hay diálogo o negociación posible.

Para empeorar las cosas conviene no perder de vista que tenemos un presidente fundamentalista dentro de un sistema de gobierno presidencialista, en el marco de un régimen político con escasos dispositivos de control del poder ejecutivo. Como sabemos, que Milei sea presidente se lo debemos al resultado de las urnas en el 2023; que tengamos un sistema presidencialista lo establece nuestra Constitución Nacional; pero que el régimen ostente pobres balances y contrapesos cabe atribuirlo a buena parte de los gobiernos previos que desmantelaron organismos de control, que intensificaron la politización de la justicia, o que fortalecieron mecanismos “delegativos”(por ejemplo, la normativa sobre DNU promulgada en el 2006).

Con todas estas herramientas a disposición –y las que va a tener si acrecienta significativamente sus escaños en el Congreso- no está demás precisar un poco más en qué sentido es fundamentalista Milei. Como el asunto da para largo voy a ilustrarlo con una sola dimensión del pensamiento mileísta; me refiero a su visión del Estado.

Hace exactamente un año, en junio de 2024, en un multicitado reportaje que le hiciera un medio norteamericano -The Free Press- Milei fue bastante claro: “Amo ser el topo dentro del Estado, yo soy el que destruye el Estado desde adentro. Es como estar infiltrado en las filas enemigas. La reforma del Estado la tiene que hacer alguien que odie el Estado y yo odio tanto al Estado que estoy dispuesto a soportar todo este tipo de mentiras, calumnias, injurias, tanto sobre mi persona como sobre mis seres más queridos, que son mi hermana y mis perros y mis padres, con tal de destruir al Estado”.

Pero lo que Milei oculta con su altisonante declaración es que no odia a todo el Estado por igual. Por ejemplo, no odia pagarle unos 300 millones de dólares a Dinamarca por 24 aviones F-16 reciclados (tienen 40 años…); no odia aumentar significativamente el presupuesto de la Secretaría de Inteligencia, en particular los fondos reservados; y tampoco odia ampliar (unos 60 puntos por encima de la inflación estimada para este año) los gastos del área de comunicación, en la que trabajan más de 200 personas bajo la jefatura de Manuel Adorni.

Lo que Milei claramente odia es el lado social del Estado, el conjunto de organismos, elencos y programas comprometidos con el desarrollo humano, la expansión de derechos y la provisión de bienes públicos (salud, educación, políticas de género, etc.). Por eso se desentiende primero, y reprime después, a jubilados/as y pensionados/as; desfinancia a las universidades nacionales; pretende destruir el sistema científico-tecnológico; desarma el INTA (negocio mediante de vender sus tierras…); reduce las prestaciones a personas con alguna discapacidad; o agravia el trabajo de médicos/as, enfermeros/as y residentes de hospitales públicos.

Frente a estas ofensas, un importante sector de los medios de comunicación –afines al gobierno- tratan de estimular cierta “flexibilidad” en las políticas de Milei (aumentarles “un poco” el sueldo al personal del Garrahan, por caso), en parte para aflojar el nivel de conflicto en un año electoral, pero en gran medida para que una porción relevante del electorado no termine por espantarse ante la extrema dureza que muestra el primer mandatario. Temen, con algo de razón, que la “insensibilidad” del presidente acabe por enajenarle votos útiles que se pueden lamentar después. Tratan de educar a Milei–vanamente me atrevo a conjeturar- en las bondades electorales de cierto pragmatismo.

El problema de estos comunicadores/as es que, o bien no han comprendido del todo a Milei, o se hacen los distraídos y las distraídas frente a lo evidente, o bien lo han comprendido pero tratan de “mejorarlo”: cortarle las patillas y emparejarle un poco la melena a fin de hacerlo más presentable, y de este modo, volverlo más duradero. El pequeño detalle es que Milei no es así, ni se aparta de un guión que trazó hace ya tiempo.

En noviembre de 2022, por ejemplo, la Cámara de Diputados de la Nación votó –de manera casi unánime- un proyecto de ley para ampliar el Programa de Cardiopatías Congénita, a fin de detectar tempranamente en el vientre materno una malformación que puede llevar a la muerte a los recién nacidos. Los únicos que votaron en contra fueron los integrantes del bloque de La Libertad Avanza con Milei a la cabeza. Con la pobreza argumental que lo caracteriza el entonces diputado decía lo siguiente en un reportaje en TN: "Implica más presencia del Estado interfiriendo en la vida de los individuos e implica más gastos. Eso no funciona así"; y sin dar mayores precisiones justificó su rechazo al proyecto "en función del ideario liberal".

El hecho de que hoy el gobierno ataque al Garrahan (o al INTA) está lejos de ser casual. Más bien, forma parte de una estrategia: si rompo las defensas de un cada vez más desvencijado Estado de bienestar por sus puntos más fuertes (un hospital modelo que atiende a chiquitos y chiquitas con cáncer…), con mucha más facilidad podré avanzar luego sobre el resto del sector público.

No sé cómo va a terminar el actual conflicto del Garrahan. Puede que suba un escalón o que termine bajando un cambio. Pero si esto último sucediera, sería nada más que una tregua en el decurso de una guerra prolongada.

Una guerra contra esa parte del Estado que tanto odia Milei.