Elecciones 2025: de septiembre a octubre, sin un estandarte (violeta)
Claves para leer la paliza libertaria en PBA sin caer en categorías anacrónicas ni en la indulgencia que convalida la crueldad de Estado.
En la elección bonaerense del domingo 7 de septiembre votó el 60,98% del padrón, en un contexto marcado por la apatía generalizada y una abstención particularmente notoria en sectores juveniles. Fuerza Patria, oficialismo provincial, se impuso con el 47,28% de los votos frente a la Alianza LLA—oficialismo nacional que absorbió a los resabios del PRO—que obtuvo el 33,71%. Fuerza Patria ganó en 6 de las 8 secciones electorales, incluyendo la Primera y la Tercera, donde duplicó a LLA. Somos Buenos Aires, que intentaba reanimar la fantasía de la “ancha avenida del medio”, alcanzó el 5,26%; mientras que el FIT-U, desde una crítica férrea al oficialismo y a la oposición oportunista, con presencia callejera y resistencia activa al ajuste, logró el 4,37% del apoyo provincial. Otros 13 espacios menores—escindidos tanto de las estructuras tradicionales como del experimento libertario original—reunieron en conjunto el 9,38% de los votos válidos afirmativos.
Estos comicios estuvieron atravesados por una polarización artificial, sostenida por ambos oficialismos y amplificada por analistas y consultores que insisten en leer el campo político bajo la vieja divisoria peronismo-antiperonismo o kirchnerismo-antikirchnerismo. Pero ya en 2023 esas coordenadas habían demostrado su obsolescencia: no sólo resultan insuficientes para captar la complejidad del escenario actual, sino que además ambos pares no son equivalentes ni subsumibles entre sí. La insistencia en esa lectura binaria no revela el mapa, sino que lo distorsiona.
Finalmente, con los resultados en mano, se configuró una escena que dio lugar a que muchos interpretaran que se trataba de una consolidación política del peronismo, pero que, observada en detalle, revelaba algo diferente: Fuerza Patria no creció, sobrevivió en PBA, el principal bastión del espacio peronista. En casi todos los municipios obtuvo menos votos que Unión por la Patria en las generales de 2023, tanto en las categorías de presidente, gobernador, diputados nacionales como legisladores provinciales. Lo que se desplomó fue la Alianza LLA-PRO, y ese contraste produjo un espejismo de imbatibilidad que conviene desmontar antes de que se vuelva a convertir en relato.
Por un lado, esta elección reflejó el ocaso del “elijo creer”. En particular, entre los sectores juveniles precarizados, se pasó del entusiasmo disruptivo de 2023 al desencanto silencioso de 2025. Aquel voto a Milei había canalizado bronca, hartazgo y deseo de ruptura: fue más disruptivo que programático. Pero dos años después, muchos electores sub-30, tras el ostensible deterioro de sus condiciones materiales de existencia, decidieron no acompañar a las listas libertarias. Aquellos que, en 2023 habían sostenido su decisión electoral en la frase “no tengo derechos, así que no los pierdo”, experimentaron en carne propia lo que significa perder incluso lo poco que se tenía. La naturalización de la precariedad como excusa para votar contra los derechos dejó al descubierto una contradicción profunda, cuya puesta en valor implica una derrota narrativa para el oficialismo nacional. Porque cuando el hartazgo se transforma en silencio, ya no hay épica posible—y cuando el silencio se transforma en síntoma, ya no hay relato que lo ordene.
Pero, por otro lado, el mapa electoral, lejos de mostrar una expansión territorial del oficialismo provincial, exhibe una permanencia que se magnifica por el colapso ajeno. Efectivamente, en cada una de las ocho secciones electorales, la cantidad de votos del espacio peronista fue inferior que en las elecciones provinciales de 2023. Incluso, en la Tercera, Fuerza Patria mantuvo su núcleo duro, pero sin capturar nuevos votantes.
Lo que tuvo lugar, entonces, no ha sido tanto una victoria político-partidaria, sino una decisión estratégica por parte de una ciudadanía dispuesta a poner un freno al modelo de ajuste, represión y corruptelas escandalosas en áreas tan sensibles como la de discapacidad. En este contexto el espacio peronista supo capitalizar tanto la ficción binaria reinstaurada, como la acelerada descomposición de su adversario. En ese sentido, cabe recordar que pocos meses atrás, varios analistas manifestaban que el gobierno de Milei no “tenía a nadie enfrente” o no “tenía contra quien perder”. Sin embargo, el oficialismo nacional sí tuvo alguien enfrente contra quien perder y el electorado lo utilizó como freno, aunque no necesariamente como adhesión.
Los resultados de la elección bonaerense generaron un alivio palpable, pero que conviene considerar con reservas. Más que una apuesta por el retorno a un modelo anterior se trató de una opción de rechazo al gobierno actual. Sin embargo, la espuma del momento llevó a algunos sectores a presagiar el surgimiento del “axelismo” y a ensayar, con premura, la construcción de un presidenciable peronista indiscutible para 2027.
Como contracara, hay quienes consideran plausible que estemos ante un escenario similar al post PASO 2019, en el que la polarización resultante revitalice el fantasma del retorno a una presunta hegemonía kirchnerista. Esa percepción, más emocional que programática, podría incentivar el crecimiento del “voto estratégico antiperonista–antikirchnerista” en octubre, como reacción defensiva antes que como opción afirmativa. En este punto, conviene detenerse y leer con detalle:
Por un lado, mientras que en 2019 se trataba de elecciones presidenciales, las de este año son elecciones legislativas. A su vez, las PASO -un evento eleccionario obligatorio (aunque no definitorio) de carácter nacional- tienen mucho mayor potencial predictivo que comicios legislativos subnacionales realizados en una sola provincia (aun siendo la más populosa del país) respecto de comicios legislativos de índole nacional. A esto se agrega que, en octubre, en PBA, se eligen 35 diputados nacionales, con lo cual hay más fuerzas políticas que pueden aspirar a cargos espectables que en las elecciones del domingo pasado. En efecto, cuanto más se ciña artificialmente la oferta, más distorsiva será la representación parlamentaria obtenida. Así, a diferencia del ciclo 2019, con su dinámica de rondas eliminatorias, en esta ocasión, se abre el juego y se ofrecen más opciones para castigar al gobierno nacional.
Por otro lado, vemos aquí la mirada bonaerense-céntrica como obstáculo epistemológico: la lectura del domingo se construye desde el Conurbano, pero hay al menos ocho provincias donde el mapa político es otro: en Santa Fe, Córdoba, Jujuy, Misiones, Salta, Mendoza, Río Negro y Neuquén, las fuerzas mejor posicionadas no son ni LLA ni el kirchnerismo.
Como ya se mencionó más arriba, el campo político argentino no puede reducirse a la divisoria peronismo–antiperonismo ni a la de kirchnerismo–antikirchnerismo. En primer lugar, porque tanto el peronismo férreo como el antiperonismo visceral son sectores relevantes, pero minoritarios si se toma como universo al conjunto de los electores. En segundo término, porque el peronismo como tal excede —y en muchos territorios confronta— al kirchnerismo; mientras que el antiperonismo es un constructo híbrido y contradictorio, capaz de convivir con la centralidad política de los Menem, herederos del presidente peronista que más tiempo gobernó después de Perón, y hoy ubicados en el corazón del poder político, a cargo de decisiones estratégicas clave.
En ese punto, conviene enfatizar el proceso de deskirchnerización del peronismo provincial. En la PBA, Kicillof lidera sin los Kirchner, y el peronismo se reconfigura sin verticalismo simbólico. Fuerza Patria incluye al PJ Bonaerense, al Frente Renovador y a sectores camporistas; es decir, dentro de la alianza triunfadora, el kirchnerismo explícito está contenido, pero sin protagonismo ni conducción. El liderazgo de Kicillof se ha consolidado sin hegemonizar, mientras el kirchnerismo puro y duro quedó relegado a un segundo plano. No fue excluido, pero tampoco convocado a conducir. Y en esa diferencia, se juega una reconfiguración que incomoda tanto a los nostálgicos como a los detractores.
Efectivamente, el resultado del 7 de septiembre no puede extrapolarse mecánicamente a los comicios legislativos nacionales. El mapa bonaerense no representa al país federal, y a ello se suman los apoyos tácticos y los rechazos cruzados —como los de sectores peronistas antikirchneristas— que no garantizan fidelidad electoral ni consensos negativos uniformes.
Por todo esto, lo que se impone en esta etapa es resistir el simulacro de polarización, que solo exacerba el voto negativo y la extenuante lógica del mal menor.
En suma, lo más destacable de los comicios del último domingo es que la ciudadanía se expresó -más allá del vehículo electoral que haya escogido- contra una narrativa del desprecio y contra un gobierno que somete a los más vulnerables. En síntesis, el modelo de Milei perdió su épica originaria y sus propios seguidores prefirieron optar por el silencio, la abstención, el voto en blanco y, en algunos casos, el retorno táctico.
De todos modos, eso no debe hacernos olvidar que, durante estos 21 meses, en los que hubo manifestaciones masivas y acciones de lucha contundentes -muchas de ellas brutalmente reprimidas- contra las políticas de ajuste gubernamental, también hubo en paralelo una suerte de justificación del voto libertario como expresión legítima del hartazgo plebeyo ante los padecimientos sufridos durante las décadas previas. No obstante, hay que subrayar que esa actitud indulgente trunca la posibilidad de revisión crítica: no todo voto popular es emancipador y no todo enojo deriva en una salida progresiva. Efectivamente, a partir del aprendizaje efectuado, votar por alguien que propone motosierra y destrucción no puede volver a leerse como gesto neutro.
Por todo esto, de aquí a octubre no nos comamos —una vez más— la curva de la bipolarización reloaded, ese simulacro que nos ha encerrado en un círculo vicioso de consensos negativos, rotativos y cada vez más resignados, alrededor de sucesivos “males menores” que terminaron llevando al poder al “peor de todos los males”. La justificación de ese voto harto, que se presenta como gesto lúcido o pragmático, ha devenido en pasividad estratégica y en indulgencia como forma de derrota política. Bienvenido sea octubre para abordar tal desafío. Ya sabemos que no hay solo dos caminos. Existen múltiples dispositivos de resistencia popular y más de una opción que incomoda, excediendo el formato binario.
Y si octubre no trae estandarte, que al menos traiga un gesto de rebeldía. Porque incluso sin bandera, hay quienes eligen desafiar antes que resignarse ante los hechos consumados. Frente a un gobierno que ajusta con motosierra, insulta con crueldad, reprime sin clemencia y pisotea la dignidad popular, el gesto rebelde es mucho más que una consigna: es una forma de supervivencia individual y de resistencia colectiva, un llamado a la acción y, sobre todo, una invitación a imaginar y a construir una salida política alternativa.