Las distintas elecciones a lo largo del año vienen mostrando que la participación está en baja. Señal preocupante que aviva temores siempre latentes desde el 2001 de una ruptura del vínculo entre ciudadanos y representantes políticos. Comprensible, si se repasan los últimos ocho años, dos mandatos de distintos signos políticos que ambos fracasaron en cosas fundamentales como asegurar poder adquisitivo, empleo de calidad y perspectivas de futuro.

Las dos grandes marcas políticas, aunque han cambiado de nombre (Cambiemos devino en Juntos por el Cambio en 2019 y el Frente de Todos en Unión por la Patria este año) son las mismas para todos, con sus apodos de siempre: macrismo, kirchnerismo, neoliberalismo, populismo, etc. Quizás para los menos politizados sean simplemente amarillos y azules, da igual, todos los tienen bien identificados. No importa ya cuál es primera marca y cuál segunda en esta góndola quebrada de la gobernabilidad, la ciudadanía empieza a descreer del producto. Problema de la polarización: si solamente hay dos alternativas, ¿qué hacemos cuando ambas fallan?

En este escenario Milei viene siendo, paradójicamente, un salvador. Al ponerle a ese descontento una oferta electoral, de algún modo preserva el sistema de representación política y democrática, aún con su retórica incendiaria (curiosamente moderada en su spot, que parece de los más casta que ha dado esta campaña hasta ahora). Este rol preservador, al libertario no se le reconoce lo suficiente, también por la necesidad de convertirlo en un enemigo, un agente del caos. Levemente desestabilizador, sí, pero aún así un candidato, una opción con su boleta para poner en la urna en lugar de hacer saltar todo por los aires.

En 2001 no había un Milei, esto es, un candidato competitivo que representara el que se vayan todos. Tampoco había Twitter (o X), no había memes ni Fábrica de Jingles con los que la ciudadanía más interesada y movilizada pudiera canalizar su energía, su emocionalidad y ganas de participar de maneras no destructivas. Ayer salías a cacerolear o a romper todo, hoy hacés un jingle bardeando a un político, tuiteás tu enojo o simplemente te burlás. La metaironía, como dice Juan Ruocco, ese registro privilegiado de los intercambios en internet, embadurna la conversación, la lente con la que leemos el acontecer político y donde las tragedias, las cosas que indignan se vuelven motivo de risa, de sátira. El gobierno se prende fuego pero estamos en casa tuiteando.

Me quiero detener en esto de la metaironía, que explica Ruocco en su libro –¿La democracia en peligro?– sobre usos políticos de los memes en las nuevas derechas. La ironía común sugiere, por el tono u otros elementos paratextuales, que uno quiere decir exactamente lo contrario a lo que está diciendo (“qué lindo te queda ese peinado” a un corte horrible, por ejemplo). En la ironía todavía es discernible cuál es la intención del mensaje. Lo metairónico es la ironía de la ironía, donde el que hace un chiste juega con la posibilidad de que lo que está diciendo sea en serio. Acá el discernimiento es más difícil, a veces imposible.

Esto no es solamente un registro de conversación, se ha vuelto también un estilo de hacer política. Por eso es que hay dos cosas para ver en la campaña electoral: los spots de siempre, algunos mejores que otros pero todos similares con su in crescendo musical trillado, sus monólogos esperanzadores vacíos, sus alusiones y sus pistas (dijo “buen administrador”: está hablando de Larreta; apareció Wado: le está poniendo el sello cristinista, etc.); y el “lado b”, los memes, los tiktoks, donde se abre el rango performático más amplio de la comunicación política, que va del cringe insalvable (Larreta convocando a los “swifties” a votar por él, o Patricia Bullrich mandándote a estudiar) a una vidriera interesante donde mostrar al político en su dimensión más cotidiana, donde se lo ve trabajando pero también se lo ve humano (contra la deshumanización necesaria que se ejerce en su contra, por las dificultades en las que estamos todos metidos).

¿Cuánto de todo esto es en serio? ¿Cuánto es en joda? Difícil de decir, pero más que nada, fútil. El registro de estos tiempos es ese: vamos a cagarlos a palos a todos, quememos el Banco Central, terminemos con los planes sociales… Es en joda pero si querés no es joda. Variantes posibles son “es una exageración, una forma de decir, no es literal… Pero si querés es literal” (como ese tema de Miranda!: “es un decir, no es literal, pero quisiera hacerlo en realidad”). El chiste devuelve a la conversación lo que la seriedad había proscripto. Por eso se destapan también los discursos de odio. Por eso también se derechiza la sociedad. Por eso nadie es nazi, nadie es antisemita, nadie odia a los extranjeros pero los discursos nazis, antisemitas y antiextranjeros vuelan en las redes y se oyen a diario como no ocurría hace mucho tiempo.

En este escenario en el que cada vez creemos menos, conviene recordar al filósofo Slavoj Žižek quien sostiene que en la actualidad son las cosas las que creen por nosotros. Él lo ilustra, justamente, con un chiste en el que un hombre de ciencia le cuenta a otro sobre un amuleto de la suerte que acaba de conseguir y que, aclara, “funciona incluso si no creés en ese tipo de cosas”. Así como las risas grabadas en las sitcoms no están para indicarnos cuándo reír sino para reírse por nosotros (que por lo general no nos reímos), toda esta maquinaria de discursos, spots, memes y jingles que producimos a diario de manera metairónica nos ayudan a sostenernos en creer en una política en la que ya no creemos. Un jingle para Massa o para Milei cree en lugar nuestro que hay que votarlos, porque la verdad ya no sabemos qué creer. Y si todo falla tenemos así la forma de salir parados: bueno, no estábamos hablando en serio.

Estos elementos, que son tanto políticos como culturales y mediáticos (no se puede pensar nada de esto sin las redes sociales) funcionan un poco como amortiguadores del estallido social (no desconozco el rol preponderante que tienen las organizaciones sociales, los planes y toda la arquitectura estatal de contención y asistencia al desempleo post 2001, pero eso es otro tema). Atado con los alambres de una candidatura anticasta inflada mediáticamente pero al parecer competitiva, y de una aceitadísima maquinaria cultural participativa de producción metairónica de comentario y sátira, el sistema político actual, empantanado en la más alevosa ineficiencia, se sostiene. Precariamente, pero se sostiene.

Quedará al próximo gobierno la tarea de refundar su relación con la ciudadanía, de volver a ilusionarla, como cantamos durante el mundial hasta la victoria. De darnos nuevamente razones para ser nosotros los que creemos y no que las cosas crean por nosotros.